Hace unos días leí una columna titulada “Morir en casa”, del querido y admirado Héctor de Mauleón. En ella nos relata la insolvencia del sistema médico, y el caso de un hombre que decide morir en casa en vez de andar pidiendo posada.
Antes de leer el texto, me bastó el título para pensar en que lo natural y bello en el pasado era morir en casa, rodeado de los seres queridos, tras la visita de un médico sin ciencia, en una de esas escenas novelescas con hijos y nietos. Repasando mi rusofilia, recuerdo que Pushkin murió en casa. Gogol murió en casa. Turgeniev, en su casona francesa de Bougival. Dostoyevski murió en su departamento de San Petersburgo. Pásternak entregó los bártulos en su residencia de Peredélkino. Era lo deseable: morir en la propia cama. Tolstói murió en una estación de tren, sin deseos de morir ahí. Chéjov murió en un innoble hotel alemán, con ganas de haber muerto en su casa de Yalta.
También los personajes de estos autores solían morir en casa, siempre y cuando no fuera bajo las ruedas de un tren o en la guerra o al salir de un tranvía o en un duelo. Los enfermos morían en casa, como Iván Ílich.
Y tal ocurre en otras literaturas. Al igual que Cervantes, don Quijote muere en casa, a pesar de que nunca se hubiera leído “en ningún libro de caballerías que algún caballero andante hubiese muerto en su lecho tan sosegadamente y tan cristiano como don Quijote, el cual, entre compasiones y lágrimas de los que allí se hallaron, dio su espíritu, quiero decir que se murió”.
Pero luego de leer el artículo de Héctor de Mauleón, aparté esos pensamientos y recordé el cuento “El violín de Rothschild”. El violinista Yákov lleva a su mujer al hospital. El médico mira a la enferma con frialdad. “Es la gripe”, dice, “y puede que algo de fiebre. Hay tifus en la ciudad ahora mismo. En fin… ¿Y qué? Ha tenido una vida larga, el Señor sea alabado… ¿Cuántos años tiene?”. Yákov contesta: “Un año y tendrá setenta”. El médico se amarra en su indiferencia: “¿Lo ve? Una anciana. Es hora de que alcance la gloria”. Y Yákov responde: “Sí, por supuesto, tiene razón en lo que dice, y le damos las gracias por sus atenciones. Pero si disculpa la expresión, hasta un insecto quiere vivir”.
El médico no la recibe. No está dispuesto a desperdiciar su tiempo ni un tratamiento con una anciana, por muchos deseos que tenga de seguir en el mundo.
Ella muere en casa. Chéjov nos dice: “Ancianas vecinas la lavaron, la vistieron y la pusieron en el ataúd”.
Me acordé también de otra historia de Tolstói. Pero esta columna, como la vida, se acaba, y le deseo, amigo lector, que la esté leyendo en casa.
AQ | ÁSS