Los muertos vivos están de moda. Y lo están, tal vez, por lo que me dijo hace poco un hombre atribulado: porque la gente hoy vive extraviada en placeres onanistas: su celular, su televisión, su centro comercial. Para pensar así es necesario cierto aire de superioridad. Y Jim Jarmusch lo sabe; por eso su película Los muertos no mueren se cura en salud y se burla de sí misma con chistes que no siempre dan en el blanco.
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Comencemos por el soundtrack, un lugar poco común para iniciar una reseña. Jarmusch ama la música. No sólo suele componer la banda sonora, el arte musical juega activamente en sus historias. En Solo los amantes sobreviven, por ejemplo, conocimos a un vampiro deprimido que vivía su trozo de eternidad aprendiendo a tocar toda clase de instrumentos musicales, desde la guitarra eléctrica hasta el laúd. Luego de Solo los amantes sobreviven, Jarmusch dirigió Paterson. Ambas películas son joyas del cine que, además, están relacionadas por los fetiches del director. Así, el infierno del vampiro se transforma en la gloria de un poeta que traduce la música en palabras. El éxito estético de ambas películas parece haber animado al director para escribir una película de zombis. En ella, reúne la musicalidad del vampiro triste con la del poeta obrero. Música y poesía se combinan en una canción country escrita por Sturgill Simpson.
Quien vea Los muertos no mueren probablemente se dé cuenta de que este tema es el auténtico protagonista. No se trata sólo de que los actores refieran a ella una y otra vez. En realidad, la canción de Simpson ofrece la estructura y la moraleja. Por eso, llegado el clímax, el hombre que mira curioso cómo el pueblo de Centerville se ha visto infestado por muertos vivientes canta con Jarmusch y su artista folclórico que los zombis “caminan sin darse cuenta que van cosechando las vidas estúpidas que fueron sembrando”. No es una idea nueva. George A. Romero la inauguró en El amanecer de los muertos vivientes, en la que vimos a unos zombis que, más que la vida, anhelaban las baratas de un centro comercial. Desde entonces, la relación entre zombis y consumismo es ya un lugar común.
Los muertos no mueren debe ser vista como una curiosidad tanto al interior de la obra de Jarmusch como en el panorama del cine de zombis. No tiene la emoción de Guerra mundial Z ni el sentido del humor de las películas de Romero. En relación con la obra de Jarmusch es claro que Los muertos no mueren no tiene ni con mucho la brillantez de Solo los amantes sobreviven ni la poética de Paterson. Con todo y su puesta en abismo (la película refiere a sí misma en un par de momentos), esta película de zombis es digerible solo para los amantes de este artista que se ha ganado a pulso la etiqueta de director de culto. Y se la ha ganado porque trabaja fuera de los grandes circuitos comerciales y porque es un hombre muy crítico del sistema hollywoodense y del capitalismo estadunidense. Solo así, en el contexto de la obra de Jarmusch, Los muertos no mueren adquiere relevancia. Porque el poeta de Paterson pareciera encarnar aquí a un oficial de policía que mira el mundo con la curiosidad de un lector de Whitman. Por otra parte, la vampiresa de Solo los amantes sobreviven aquí se deleita cortando hermosos cuellos con una espada samurái. Los actores y los temas son fetiches nada más. Obsesiones de un artista excepcional que, para divertirse creando, ha escrito esta obrita que se sabe muy menor.
Los muertos no mueren
Jim Jarmusch | Estados Unidos | 2019
RP