En este texto me propongo reflexionar desde la perspectiva de género sobre dos interacciones: por una parte, el uso intertextual de un género literario dentro de otro género literario y, por otra parte, el diálogo de la literatura con otras artes u otras disciplinas. En este sentido, hablar de interacciones es reconocer la metamorfosis de los moldes literarios y artísticos, produciéndose así efectos sociopoéticos que propician lecturas renovadas y una constante reconfiguración de los saberes preestablecidos.
Nuestro propósito nos obliga a ceñir las ideas sobre la postmodernidad por ser un periodo catalizador de las tensiones que vertebran los textos literarios estudiados como el rechazo a las visiones totalizadoras y metanarrativas modernas (Progreso, Ilustración, Emancipación), así como quedó cifrado en La condición postmoderna de François Lyotard. Las producciones literarias y artísticas latinoamericanas que el discurso crítico suele calificar de postmodernas parecen abordar la tradición canónica desde una dinámica que alienta la irreverencia y la transgresión, la diferencia y la hibridez. Sin entrar en debates candentes y polémicos, invitamos a entender la postmodernidad como un periodo de crisis, transición y transformación de discursos sociales —tanto históricos como ficcionales y políticos— desestabilizadores de la norma en su sentido más amplio.
En el campo literario, los textos apostillados de postmodernos plasman esa crisis de los valores estéticos trascendentes y propugnan claramente la defensa de un canon incluyente que valore la innovación estética y la hibridez, el descentramiento y la diversidad cultural, un canon acogedor de prácticas de escritura de mujeres y minorías sexuales. En el contexto de la postmodernidad, la hibridez es la norma. Por lo tanto, la relación dinámica entre los géneros literarios y las artes puede concebirse como una relación de complementariedad y de ecuación después del poeta Simónides de Ceos, pero también en términos de ruptura con la concepción cerrada y estable del canon. Desde esta perspectiva, la exploración de la intergenericidad y la intermedialidad implica un desaprendizaje y una relectura crítica de la tradición tanto poética, narrativa, visual como de género. Más precisamente, las escritoras cuestionan los límites del lenguaje unívoco y monolítico oponiéndole la fragmentariedad y la certeza de explorar imaginariamente mundos y lenguajes alternativos. Con objeto de concretar en el análisis de las relaciones entre género, intergenericidad e intermedialidad, traeremos a colación ejemplos de la literatura hispánica (básicamente mexicana) marcados por el diálogo activo y fructífero entre los géneros literarios, entre lo verbal y lo no verbal.
La intergenericidad desde la perspectiva de género
Los aportes de críticos y académicos en el campo de la poética de los géneros literarios resultan relevantes. Sin embargo, hay que admitir que poco se ha enfatizado el papel decisivo que ha jugado el orden social entre los sexos en la jerarquización de los géneros literarios (Planté, 1989). Dicho esto, cabe recalcar que los diferentes planteamientos (desde Aristóteles a Schaeffer, pasando, entre otros, por Hegel y Brunetière, sin desdeñar por ello las aportaciones de teóricos como Blanchot, Derrida y Todorov) se han centrado en definir, desde diferentes perspectivas, el género literario y las sucesivas transformaciones que lo han afectado. A reserva de entrar con mayor amplitud en las fases de la discusión teórica sobre la dinámica por la que los géneros literarios perviven y se transforman, merece la pena recordar las dos líneas interpretativas más significativas. La primera, tal vez la más extendida, se sostiene en un enfoque normativo y prescriptivo afín a la clasificación aristotélica, desde el cual se considera la conformidad de una obra dada o, al contrario, su apartamiento del canon de normas preestablecidas. En cambio, la segunda adopta un enfoque descriptivo y aboga por la necesidad de comprender mejor los criterios internos de la genericidad, teniéndose en cuenta, claro está, la productividad de tipo textual y su dimensión esencialmente dinámica (tal como lo propone básicamente la teoría moderna y teóricos como Käte Hamburger, Hans Robert Jauss, Gérard Genette, Tzvetan Torodov y Jean-Marie Schaeffer, entre otros).
Desde el punto de vista clásico, el sistema de los géneros literarios no solo ordena y clasifica las obras literarias según principios formales arbitrarios que niegan la posibilidad de mezcla, también presupone parámetros binarios que operan desde una lógica jerárquica y excluyente: mayor/ menor, masculino/ femenino, puro/ impuro, auténtico/ inauténtico, dejando al margen un amplio espectro de formas literarias a las que considera como no representativas por ser híbridas y transgresoras del canon. En contraste, desde el punto de vista moderno, la teoría de los géneros literarios es un discurso en el que resuena la fuerza de la hibridación, la interconexión y la porosidad como elementos necesarios para la supervivencia y metamorfosis de los géneros literarios. Dicho esto, cabe señalar que es necesario no soslayar la interdependencia de esos dos regímenes admitiendo con Schaeffer que las relaciones entre el texto y su género son “tanto de pura ejemplificación como de transformación” (Schaeffer, 2006: 107).
La perspectiva dinámica y transformacional, ciertamente, ha predominado en los últimos treinta años, como lo enfatizan los teóricos Käte Hamburger, Hans Robert Jauss, Gérard Genette y Jean-Marie Schaeffer. La bibliografía sobre el tema es amplia y las posturas muy diversas, pero llama la atención el planteamiento que hace Jean-Marie Schaeffer al respecto, ya que rechaza la idea “de una exterioridad de tipo ontológico entre texto y género” fomentada por el deslizamiento subrepticio de la teoría de los géneros literarios hacia la filosofía (Schaeffer, 1986: 184). Aquí propone considerar el género como simple categoría de clasificación retrospectiva y la genericidad como función textual. Al priorizar la genericidad como factor productivo de la constitución de la textualidad, Schaeffer tiende a evitar los principales escollos con los que ha tropezado la teoría de los géneros literarios.
El entrecruzamiento heurístico entre el género (como construcción social y categoría de análisis en la línea de Ann Oakley y Joan Scott) y el género literario, tal como lo exponemos aquí, replantea la jerarquía de los géneros literarios en términos de los efectos de la diferencia sexual en el campo literario. Cuestionar la “categorización sexual (o generizada) de la literatura” en la estela de Christine Planté (1989: 231) implica cuestionar el impacto y los profundos efectos de la diferencia sexual y las asignaciones culturales diseñadas desde el paradigma androcéntrico.
En su ya clásico La petite soeur de Balzac. Essai sur la femme auteur (1989) Planté ha recalcado el carácter excluyente y misógino del campo literario decimonónico francés donde se leían y naturalizaban las desigualdades de género desde una perspectiva masculina dominante. Ahondando en esta constatación, y la concomitante exclusión de las mujeres del canon, observa que las autoras francesas decimonónicas obedecían las convenciones literarias dentro del estricto respeto de lo que ella denomina “el género de los géneros literarios”, siendo despojadas de legitimidad y encadenadas a los géneros “menores” marcados en femenino, básicamente el diario íntimo, la biografía y la correspondencia. La constante referencia a la jerarquía de los géneros literarios servía de coartada y anatema a quienes desmentían la legitimidad cultural de las mujeres. Planté pone el ejemplo de Jules Barbey d´Aurevilly que le discutía a George Sand su lugar entre los “romanciers”: “La señora Sand que, a pesar de la lengua francesa, no siempre sigue las órdenes de la inteligencia para crear sus palabras, no es más que una romancière, a fin de cuentas, una bas-bleu” (Barbey d´Aurevilly, 2005: 1184). Según el diccionario de la RAE, coloquial: “bas-bleu es una mujer que presume de sabia”. Ubicadas en la otredad inferiorizada y disminuida, las escritoras francesas del siglo XIX fueron desautorizadas además de calumniadas por haberse atrevido a incursionar en géneros sancionados como masculinos y, sobre todo, por exigir un pensar autónomo y activo en el campo cultural, lejos de los tradicionales “cautiverios” femeninos asignados a las mujeres como madresposas, monjas, putas, presas y locas, como ya lamentaba la antropóloga y activista feminista mexicana Marcela Lagarde (1990). Reflejo de los recelos y los prejuicios que generaba su menester de creadoras, a unas les acuñaban el atributo de mujeres excepcionales, a otras les dirigían severas y denigrantes críticas, desde los juicios por “impureza” hasta el estereotipo de la “criatura extraña”, defendiendo además que esa extrañeza inquietante debía ser combatida para mantener a salvo la armonía del orden natural y social. En suma, como dice Christine Planté:
“Mitad mujeres, mitad hombres, ni mujeres ni hombres, esas excepciones que son las mujeres políticas, artistas, intelectuales, son por lo tanto y, ante todo, seres híbridos que pagarán el precio de su impureza y desmesura —de ubris así como lo requiere la falsa etimología del término— en su persona, designadas monstruos para la desaprobación pública. Monstruos —la palabra se usa con frecuencia en los escritos polémicos— lo son doblemente: en sentido científico por supuesto, son criaturas aberrantes que dependen de la teratología, pero también en el sentido etimológico —incluso teológico— de la palabra: constituyen una advertencia a los humanos, delatan los peligros que acechan a las mujeres si decidieran salirse del orden natural y social de las cosas” (Planté, 1988: 99).
La teratología, como se sabe, se refiere a la disciplina científica que, dentro de la zoología estudia a las criaturas anormales.
Hasta una época reciente, la condición literaria de las mujeres en el ámbito hispánico no era muy distinta. Salvo casos aislados, las escritoras se han visto obligadas a cultivar géneros literarios que les habían sido impuestos por el campo literario codificado ideológica, social y culturalmente. En otras palabras, la cuestión de la “asignación del sexo/ género” en la creación literaria seguía irrumpiendo con fuerza como la “paradoja de la doxa”, tal como sugiere Pierre Bourdieu (2000: 11). Sin embargo, la intención se ha ido condensando poco a poco en la resignificación de las formas literarias a través de prácticas contrahegemónicas que cuestionan y desnaturalizan el orden establecido. Esto es posible porque el empleo de modulaciones de géneros convencionales es una estrategia dinámica y transgresora que permite destituir las lógicas excluyentes y clasificatorias de la matriz genérica y, en paralelo, dar cabida a identidades plurales que juegan a desestabilizar los binomios establecidos.
A las escritoras no les interesa la transgresión por la transgresión, pero sí apelan a la intergenericidad para socavar la fuerza de la dominación simbólica y los mecanismos de normalización de la diferencia sexual en la literatura, destacando su voluntad de favorecer la modulación de géneros literarios con un enfoque interpretativo renovado y transformacional. En términos generales, el ejercicio de desobediencia epistémica en el que las escritoras vienen poniendo el acento ha implicado el desaprendizaje de diseños y saberes hegemónicos, incluso aquellos que se configuraban como estrategias de defensa frente a las lógicas dicotómicas. Cada vez más parecen plasmarse propuestas estéticas audaces, a menudo sorprendentes e innovadoras tanto en lo que se refiere a su estructura como a su contenido. Sobre todo, destacan los esfuerzos por dar prioridad a las modulaciones genéricas que, a la postre, modifican la identidad genérica de sus obras. Por lo general, la intergenericidad actúa como fuerza estructurante de la ficción en lengua española de autoría femenina, confirmando en la línea de Schaeffer, que “la identidad genérica clasificatoria de un texto está siempre abierta” (Schaeffer, 2006:101-102). Indiscutiblemente, se trata de poéticas emancipadas que movilizan un espacio literario acogedor donde la intergenericidad constituye una forma de desaprendizaje de la teoría de los géneros literarios y sus normas rígidas y arbitrarias.
En este contexto, se reconoce la importancia de resignificar los paradigmas patriarcales del poder y el saber (a través de la revisión de soportes estructurales como el género literario y el sistema sexo/género), con la clara intención de recuperar y visibilizar genealogías y saberes femeninos que fueron injustamente relegados de la historia literaria.
En esta línea, la estética de la escritora y poeta mexicana Carmen Boullosa, marcada por la innovación formal, nos puede servir de ilustración para observar cómo a través del juego metaliterario presente en su novela El complot de los románticos (2009), se problematiza la función autoral —cuya potencialidad y autoridad quedan desvirtuadas por el uso de la intertextualidad, citación y parodia— a la vez que se cuestiona la ausencia de las mujeres escritoras en el canon clásico occidental. Visto así, El complot de los románticos es un semillero de pensamiento liberador, creativo y autorreflexivo. Pero, al mismo tiempo, acompaña, como en sordina esta parodia, una revisión de la universalidad del canon y la tradición genérica a la que pone patas arriba gracias al partido que sabe extraer del juego metaliterario. El complot de los románticos, el más desmesuradamente, “literario, metaliterario y profundamente antiliterario”, como lo describe Nicolás Alvarado, adelgaza la representación para articularla con la fantasía y el discurso autorreflexivo. Vuelve sobre la gestación de la propia ficción para problematizar no solo el lenguaje y la construcción de la fábula sino también la institucionalidad del canon. Así, el Acta de la reunión del Jurado Calificador del Premio de Novela Café Gijón del año 2008 destaca en El complot de los románticos “lo atrevido de su propuesta, el brillante uso de la cultura literaria, así como la ruptura de los moldes narrativos al uso” y el “hilarante juego metaliterario acerca de la figura del autor”.
Parodia de la Divina Comedia, la ficción de Boullosa cuenta el viaje de un trio impar formado por Dante Alighieri (hecho personaje), una joven poeta americana (bautizada miss BlackBerry) y una autora de la periferia (mexicana, presidenta del Parnaso) desde Nueva York hasta la Ciudad de México a la que llegan “ratalgando” o a lomo de ratas, para terminar en Madrid organizando la reunión anual del Parnaso literario. Pero es sin contar con el complot de los románticos quienes se amotinan en el Teatro de la Zarzuela contra el galardonado. “Entre carnaval y ensayo, entre intelectual y pop, entre novela de fantasmas y road-novel”, como reza la contracubierta, El complot de los románticos se propone como reunión de todos los géneros literarios y como un juego con todos ellos. Esa novela-juego permite que asomen el caos y la arbitrariedad, que haya un auto-escarnio de los narradores, que exista la caricatura, la tragedia y la descripción de una ambición a la que se ridiculiza. El diálogo con los clásicos se vuelve a la vez homenaje e irreverencia como lo es también en su forma la novela. El texto, descreído de las fronteras nítidas entre la ficción, el carnaval y el cabaret, culmina en una exploración autorreflexiva donde se fragua una visión burlona que desestabiliza y desautoriza al autor. Sin embargo, la hechura del personaje de Dante que explora el infierno contemporáneo de la frontera entre Estados Unidos y México, entra al subway vestido con el aspecto de un joven, con camiseta, tejanos, zapatillas deportivas y una gorra en la que pone “I Love Britney”, entrañable, rompible, junto con las tres ratas y un vagabundo borrachín, acomoda esa novela fantástica en el género de la caricatura.
Las ideas principales sobre el género de los géneros literarios presentadas en este artículo han aparecido en el prólogo al volumen colectivo titulado 'Mujeres con pluma en ristre', coordinado y editado por Assia Mohssine, Sevilla, Padilla Libros, Editores y Libreros, 2022 (portada de Carmen Boullosa). Conferencia dictada en el CEPHCIS el 16 de agosto de 2023.
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