Nacido en 1925, Alain Touraine pertenece a una generación que vivió la Segunda Guerra Mundial no solo como un cataclismo político y social sino como un punto de quiebre entre dos visiones de mundo: la que consideraba al género humano como dueño del mundo y la que lo juzgaba como un personaje más del entramado natural. De ahí su postura a favor de un ecologismo sustentable y la defensa de los derechos de los trabajadores, siempre desde un compromiso adscrito a la izquierda más sensible. Su solidaridad con las más nuevas demandas feministas y con los migrantes que buscan oportunidades en Europa marcaron sus últimos años.
¿Suscribiremos la idea de que las ciencias sociales tienen por función revelar las leyes que gobiernan la conducta, colectiva o individual, de todos los seres humanos? Por lo demás, ya antes aceptamos —y con qué entusiasmo— que las ciencias naturales dominan, particularmente desde Darwin, la dimensión teórica de la exploración de sociedades y civilizaciones; conforme aceptábamos esto, nuestras ciencias y técnicas fueron transformado el mundo, y el avance del conocimiento parecía abrir el camino de la libertad, e incluso también el de la democracia: ¡oh, alianza venturosa entre las leyes de la naturaleza y los derechos humanos!
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Pero… ¿acaso fue más que una efímera ilusión? Muy pronto la crítica al maquinismo y al capitalismo nos mostró que ahí donde veíamos un reino del progreso, prevalecía el imperio de la ganancia. Y, justo cuando la civilización industrial se proyectaba desde el extremo de Europa donde nació (las islas británicas) y se extendía por Alemania, Japón, Rusia y, sobre todo, por Estados Unidos; justo cuando las libertades adquiridas parecían por fin erradicar la servidumbre, los nuevos poderes, ya no absolutos sino totalitarios, transformaron esa Alemania —que estaba a la vanguardia de la ciencia y de la lucha social— en un sistema de exterminio, y medio siglo después crearon, en nombre del movimiento obrero internacional, otro sistema totalitario que conduciría a la inmensa China hacia la violencia del Gran Salto Adelante y de la Revolución Cultural, cuyo verdadero objetivo fue consolidar el poder personal de Mao Zedong.
Hoy el mundo está dividido en tres zonas: primero, la zona dominada por un capitalismo marcadamente financiero y cada vez más globalizado, donde el poder se concentra en las manos de unos cuantos multimillonarios, los hyperrich; luego, la zona de los regímenes autoritarios y totalitarios, dominada por el nacionalismo, y finalmente la zona de los movimientos y los regímenes comunitarios e identitarios, cuya pasión más intensa es el odio al otro. Ahí donde las esperanzas y los movimientos democráticos habían logrado consolidarse, ahora se extiende la incertidumbre, el desasosiego y la confusión; por doquier se difunde la idea de que no hemos sabido respetar las leyes de la naturaleza y, en consecuencia, nos hallamos frente a una inminente catástrofe ecológica. Mientras esto ocurre, decenas de millones de migrantes y refugiados bordean carreteras y cruzan mares, víctimas de la persecución y la miseria.
Se reduce rápidamente el espacio entre un mundo en el que los economistas, por un lado, y los activistas revolucionarios, por el otro, quieren convencernos de que todo está supeditado a las leyes del capitalismo, y otro mundo en el que triunfa la arbitrariedad de algún poder político, militar o religioso.
¿Será que ha llegado el momento de rendirse, de abandonar toda ilusión y aceptar que habitamos el mundo que vaticinó George Orwell? ¿Será que sólo podemos albergar la esperanza de que las ciencias naturales, acaso por su indiferencia a los juicios de valor, a las creencias y a las tradiciones, nos descubran que la complejidad y el azar ofrecen mejores oportunidades que los absolutos ideados por los hombres cuando se creen dioses?
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Como tantos otros, he dedicado muchos y muy prolongados esfuerzos a nadar contra la corriente, a admirar con pasión a aquellos y aquellas que defienden los derechos frente las leyes, las libertades frente a los poderes, la investigación frente a la prohibición. Sin embargo, debo decir que tal vez no habría encontrado la fortaleza para apuntalar mis convicciones y reafirmar mis esperanzas, a pesar de los obstáculos encontrados en esta parte del mundo donde vivo, si no hubiera escuchado la voz moderada pero firme de Joseph E. Stiglitz quien, de libro en libro, de informe en informe, se convertiría en el más influyente y respetado premio Nobel de Economía.
Sin duda, las palabras que voy a citar no se me habrían ocurrido si me encontrara sometido bajo un poder totalitario, bajo la persecución religiosa o bajo cualquier otra forma de ejercicio arbitrario de poder. En cambio, mi principal adversario, el que pretende constantemente, aunque sin violencia declarada, reducirme al silencio como sociólogo, es la idea de que nuestras situaciones y acciones están dominadas por las leyes de la economía y que, en consecuencia, este interés apasionado que siento por los seres humanos como actores de sus vidas, de su historia, de sus movimientos sociales y de su democracia, esta pasión que me hizo trabajar incansablemente (cuando viví la liberación de París, cuando abandoné la Escuela Normal Superior para trabajar en las minas del Norte o, finalmente, como sociólogo a lo largo ya de veinte años), no sería más que un pretexto para divagar entre ilusiones.
Precisamente porque el adversario que con más constancia enfrentaba no era una dictadura sino un pensamiento dominante, sostenido lo mismo por la izquierda que por la derecha, al abordar la redacción final de este libro —que representa una meta de mi vida— me he decidido a luchar contra ese determinismo económico, y para ello remito al lector a las palabras de Joseph E. Stiglitz. Quiero reproducir aquí sólo unas líneas de la sexta parte de su libro de 2015, traducido inmediatamente al francés como La grande fracture. Les sociétés inégalitaires et ce que nous pouvons faire pour les changer [edición en español: La gran brecha. Qué hacer con las sociedades desiguales, Taurus, 2015]. Quisiera que se prestara atención a la modestia explosiva que las inspira: “A lo largo del pasado año y medio, The Great Divide —la serie de artículos de The New York Times para la que he ejercido de moderador— también ha presentado una amplia gama de ejemplos que socavan la noción de que exista realmente ninguna ley fundamental del capitalismo. La dinámica del capitalismo imperial del siglo xix no tiene por qué ser extensible a las democracias del XXI. No tenemos por qué tener tanta desigualdad en Estados Unidos”.
Un par de párrafos más adelante, añade, aún con el tono de quien presenta evidencias: “Si no han sido las leyes inexorables de la economía las que han conducido a la gran brecha estadounidense, ¿qué ha sido? La respuesta más directa es: nuestras políticas. La gente se aburre de oír la historia del éxito escandinavo, pero lo cierto es que Suecia, Finlandia y Noruega han tenido todas éxito en lograr tanto crecimiento per cápita como Estados Unidos, o incluso más rápido, y con un grado de igualdad mucho mayor”.
Después de subrayar con vehemencia cómo los actores políticos, económicos y fiscales golpearon con extrema violencia a las clases medias y especialmente a los jóvenes, concluye la sexta parte de su libro con las palabras que ahora reproduzco: “Hemos localizado la fuente del problema: desigualdades políticas por un lado, y políticas que han mercantilizado y corrompido nuestra democracia por otro. Sólo una ciudadanía comprometida puede luchar para restablecer otro Estados Unidos más justo, y sólo podrá hacerlo si entiende la profundidad de este reto y sus dimensiones… La desigualdad cada vez más extendida y profunda que padecemos no está impulsada por leyes económicas inmutables, sino por leyes que hemos redactado nosotros mismos”.
Puesto que tantas voces de izquierda y de derecha intentan imponernos la idea (falsa) de que hay leyes inmutables que dictan nuestro comportamiento económico y social, he querido comenzar por invocar, antes de presentar mi propio trabajo, el testimonio de un gran Premio Nobel de Economía. A continuación, hablaré por cuenta propia y explicaré por qué, por segunda vez en mi vida, relaciono mi confianza en la acción humana —y particularmente en la acción social y política— con la palabra modernidad (véase Fayard, Crítica de la modernidad, FCE, 1994).
ÁSS