Narco ‘Vintage’

Los paisajes invisibles | Nuestros columnistas

Los horrores de un pasado reciente no tienen el mismo efecto cuando los actuales los superan con creces.

Sara Aldrete en 'La Narcosatánica'. (HBO)
Iván Ríos Gascón
Ciudad de México /

Desde que las plataformas de streaming dejaron de ser meros sustitutos de los videoclubes y dieron un paso adelante, primero comprando material original para proyectarlo en exclusiva y después produciendo su propia mercancía, la oferta es inmensurable. Uno de los algoritmos de la guerra comercial entre plataformas se enfoca en todo tipo de fenómenos culturales, mediáticos o sociales para manufacturar series o documentales y venderlos con carácter de antiguallas; acontecimientos del pasado como percutores de nostalgia; sucesos con olor a viejo que provoquen emociones deslucidas, amarillentas por el tiempo perdido, pero en la mayoría de los casos, la superficialidad no incita la reflexión. La historia, o su relato, carecen de elementos suficientes para un aparato crítico. Son una especie de artículo Vintage del imaginario colectivo.

La docuserie La narcosatánica (HBO) tiene esos atributos. A finales de la década de los 1980, una presunta secta comandada por el cubano–americano Alonso de Jesús Constanso, alias El Padrino, despuntó en las planas de la nota roja y los periódicos del género, para colarse rápidamente a los rotativos convencionales, luego se apoderó de la radio y la televisión. Los Narcosatánicos alcanzaron la, hasta entonces, cúspide del miedo público, por la simbiosis crimen–brujería: rituales, descuartizamientos, baños de sangre, elaboración de amuletos con osamentas de las víctimas, y encima, trasiego de drogas.

A pesar de convivir con las lacras sistémicas de la corrupción, el autoritarismo, el abuso policial y la impunidad, quienes asistimos a la parafernalia mediática de esos malhechores, nunca consideramos su fenómeno como germen del futuro. En aquellos años, la brutalidad impactaba aún como hecho aislado. Era parte del espectáculo delictivo. Tremebundo, pero inusual al fin.

El expediente de los Narcosatánicos incluía, por ejemplo, lo que ahora hemos normalizado: las fosas clandestinas; la protección policiaca (los capturaron por la delación de Sara Aldrete, conocida como La Madrina); la sospecha de los nexos de El Padrino con políticos y figuras de la farándula; los hilos sueltos de una investigación viciada por confesiones dudosas, evidencias de tortura, falta de pruebas (la cabaña en que realizaban los rituales fue quemada antes de que los aprehendieran).

Los trece homicidios que hipotéticamente cometió la secta, no esbozan siquiera un punto porcentual de los asesinatos que se contabilizan desde el gobierno de Felipe Calderón y que este sexenio de abrazos siguen aumentando sin control. El narco vintage empalidece ante casos igual de espeluznantes como el de un tipo deshaciendo cadáveres en un perol (El pozolero) o el de un niño experto en decapitación (El Ponchis), aunque ellos no oficiaran misas negras ni portaran amuletos. El fenómeno vintage de los Narcosatánicos estaba lejos, muy lejos de otra expresión vergonzosa, indignante, el de las Madres Buscadoras, que van de un lado a otro y cavan para hallar a sus desaparecidos, madres que los cárteles ya usan como carnada para aniquilar con dinamita al que se le ocurra meterse por ahí. Y también, la ficha vintage de los Narcosatánicos se queda corta con los fusilamientos que monta alguna célula delincuencial a plena luz del día. Ante los levantones y asesinatos con saña de periodistas y activistas. Frente a los drones explosivos o la macabra instalación de colgados en los puentes o cabezas, torsos, piernas abandonadas en calles, autos, avenidas. El narco vintage no es nada, aunque suene frívolo o extraño, al mirar los pueblos fantasma de Zacatecas o Michoacán, esos de donde todos huyeron despavoridos, o los municipios de Chiapas o Guerrero en que las bandas imponen leyes y sus propios impuestos.

Qué insignificante, en la actualidad, es la historia vintage para el imaginario colectivo.

AQ

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