Quienes detentan el poder a menudo encuentran justificaciones reduccionistas para paliar sus desatinos. Ante una mujer que se apercibe para la batalla armada, una sociedad patriarcal no encuentra mejor defensa que la etiqueta “extremista”.
Consciente de que la intimidad es el mejor remedio contra el estereotipo, Nimmi Gowrinathan recorrió distintos territorios que están o estuvieron en conflicto (Sri Lanka, Colombia, Pakistán, entre otros) para rastrear las motivaciones de las mujeres combatientes. ¿Por qué las mujeres eligen la violencia? Esa fue la pregunta que guió su curiosidad. La respuesta, naturalmente, tiene cuantiosas aristas que la vuelven profundamente compleja.
“Para el mundo exterior, una vez que toma las armas, la mujer combatiente simplemente se transforma en una amenaza que debe ser destruida. Para mí, toma las armas porque ella es el objetivo, está al centro del tiro al blanco. Es menos extrema de lo que es mundana: es cualquier mujer navegando las múltiples capas en espiral del cautiverio”, escribe en De armas tomar (Sexto Piso, 2023), el libro en el que reúne las historias que recabó durante sus viajes, así como sus pensamientos alrededor de la cuestión.
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Doctora en Ciencias Políticas, Gowrinathan creció en Los Ángeles, California, en el corazón de una comunidad tamil —un grupo étnico que habita la región nororiental de Sri Lanka—. En ese microcosmos de la tierra de sus padres, aprendió sobre la cultura y las costumbres, la música, la danza y la comida, pero jamás sobre el pasado violento que obligó a su familia a huir de ahí.
En la universidad se interesó por los genocidios en Pakistán y Cachemira. Propuso su tema a un profesor que le reviró con la única respuesta posible: “Si vas a escribir sobre el genocidio, ¿por qué no escribes sobre Sri Lanka?”.
Tenía unos 20 años cuando visitó la isla asiática para realizar trabajos sociales. Entonces tuvo sus primeros contactos con mujeres que habían pertenecido a los movimientos guerrilleros. “A partir de ese momento”, explica, “mi trabajo se ha limitado a seguir a esas mujeres y a ser lo que ellas necesitan que sea”.
En la siguiente conversación, Nimmi Gowrinathan habla sobre los sesgos de las instituciones occidentales, su trabajo codo a codo con mujeres combatientes, las maneras de abrazar el trauma y el valor de mantener viva la lucha.
¿Cómo conseguiste condensar tal variedad de voces en la historia que narras en De armas tomar?
Requirió mucho esfuerzo, pero sobre todo hubo que trabajar mucho para incentivar la movilización política. Yo sentía la presión de llegar a la mayor cantidad posible de personas. No quería hacer un escrito académico al que sólo tuvieran acceso seis expertos en el tema y que no fuera accesible para el resto del mundo. De modo que me propuse escribir de esto en columnas de opinión sobre política exterior, creí que de ese modo podría influir en las políticas públicas. Sin embargo, este formato pasa por alto la vida emocional de las combatientes. En algún punto entendí que ya no debía dirigir mis empeños hacia las estructuras de poder —la ONU y el Departamento de Estado— que están completamente enfrascadas en los ismos: racismo, sexismo, etcétera, y no están dispuestas a absorber nuevas ideas. Entonces decidí redirigir mi pensamiento hacia lo que las mujeres combatientes pueden ofrecer a las activistas más jóvenes. Ahí es donde la escritura de no ficción comenzó a tomar forma. Me sentí atraída hacia una escritura más visual, estructurada en escenas, porque de esa manera podía crear un espacio al que el lenguaje no puede acceder.
En el libro usas conceptos de la jerga militar —como avance y retirada— para concatenar esas escenas. ¿Qué te permitió este recurso?
Cuando Occidente nos dice que la liberación femenina significa tal o cual cosa, creemos tener una sensación de progreso. Pero cuando te sientas junto a estas mujeres combatientes y reflexionas sobre su circunstancia, te das cuenta de que algo no cuadra. Y esto concierne también a las nuevas generaciones, que no aceptan quedarse sentadas en silencio y creen que han erigido sus plataformas políticas en redes sociales. Sin embargo, no logran hacer frente a sus inconformidades ni conectarlas al pensamiento crítico de manera que puedan convertir eso en una estructura menos endeble o un proyecto político real. Para mí, se trata de enfatizar ese periodo de reflexión y silencio y pensamiento político como el único camino para pasar al siguiente escalafón del conocimiento.
¿Consideras que este libro es una acción política en sí misma?
Considero que todo mi trabajo es parte del mismo proyecto político continuo que va a seguir cambiando según dónde están las mujeres tamiles, las mujeres oprimidas y qué necesitan en ese momento. Mi papel en esta lucha es más bien analítico. No soy el tipo de activista revolucionaria que sale a las calles.
¿Cómo fue tu acercamiento con las mujeres combatientes? Imagino que al principio, por sus circunstancias, no estaban tan abiertas a hablar.
De hecho, cuando las conocí estaban muy dispuestas a hablar. En ese momento, los Tigres Tamiles controlaban el territorio, entonces ellas querían que tomáramos el pensamiento profundo del movimiento y lo mostráramos al mundo. Los Tigres se replantearon la agricultura para hacerla sostenible, repensaron el sistema de bodas, querían ser legitimados como un órgano de gobierno… y la gente como yo podía darles eso. Así que en ese momento, en medio de la guerra, cuando estaban bajo vigilancia constante, no era tan difícil que hablaran. En cambio, la última vez que fui, el verano pasado, me dio la sensación de que se sentían olvidadas, porque ya nadie les preguntaba sus historias.
¿Qué similitudes y diferencias encontraste en las mujeres combatientes de las distintas regiones que visitaste?
Son proyectos políticos muy diferentes. Los compromisos ideológicos de las FARC eran diferentes a los de los Tigres, o a los de las mujeres de Eretria, pero hay algo que todas ellas experimentan de las misma manera: son vistas como víctimas de violencia sexual o se dice que sus maridos las obligaron a hacerlo. Generalmente subestimamos a las mujeres que toman las armas, o decimos que les han lavado el cerebro o que algún miembro del movimiento las convenció de unirse. Pero cuando te sientas con ellas, te das cuenta de que tienen sus propias reflexiones sobre política, desigualdad, violencia sexual y sobre el Estado.
¿Por qué en Occidente prevalece la idea de que la violencia es un asunto cultural?
Se usa el argumento de la cultura para justificar la violencia, pero uno debe ir más allá y preguntarse en beneficio de quién se está usando. Cuando las personas que hacen política en Washington hablan de ello, se refieren a algún tipo de cultura estática e inherente a las comunidades, por lo general asociada a la barbarie. Pero yo tengo algunas preguntas para ellos: ¿qué pasa con su cultura de militarización? ¿Qué pasa con la cultura de dependencia a las ONG que han fomentado? ¿Qué pasa con la cultura de feminismo occidental que introdujeron en mi comunidad?
Occidente está utilizando la cultura contra nosotros porque de ese modo nadie tiene que hacerse responsable. La cultura siempre está determinada por el contexto, y nuestro trabajo es lidiar con ese contexto. Por eso la ONU no puede venir y decir que va a transformar la cultura. No, ese no es el lugar que le corresponde. Por ejemplo, los padres palestinos no quieren que sus hijas vayan a la escuela porque son religiosos y porque tienen ciertas creencias sobre la educación de las niñas; no quieren que pasen los puestos de control israelíes. Los tíos en mi comunidad —que no son súper conscientes del género— no son la fuente de nuestra opresión, es el Estado. Y eso siempre se vuelve útil como una distracción.
¿Consideras que la movilización de las mujeres siempre está vinculada al trauma?
Sí, si consideramos que el trauma surge de un continuo de violencia (como pasar 10 años en un campo de refugiados, por ejemplo) Tenemos que aprender a interpretar las distintas formas en que se manifiesta la violencia para identificar el trauma que produce.
No creo que las mujeres o las personas queer se curen de este tipo de traumas. No hay tal cosa como una cura. Por eso espero que el libro muestre que el trauma puede crear identidades políticas. Es una herida profunda alrededor de la cual se forma tu perspectiva política sobre la justicia, la venganza, la desigualdad. Cuando te estancas, el trauma se siente pesado, muchas de estas mujeres están moviéndose en la dirección correcta. No se trata de involucrarlas en un programa de empoderamiento, sino de abrir espacios para que se comprometan políticamente. Y entonces, algo de ese trauma puede encontrar un lugar.
El trauma no desparece, pero aprendes a hacer algo con él….
Esa también es una idea muy occidental: que puedes curarte de un trauma. Simplemente se convierte en una parte de ti. Y dónde lo colocas, qué impulsa en ti, en tu conciencia y tu análisis, cómo lo mantienes dentro de tu proyecto, eso es lo que quiero trabajar con las jóvenes en particular. Que no entreguen su dolor al mundo exterior para que lo absorba en sus agendas políticas. Que lo mantengan dentro de su proyecto político y entonces le ponen una especie de chaleco antibalas para que ellos no puedan hacer nada con él.
¿Qué esperas que las generaciones jóvenes obtengan de este libro?
Mi trabajo es abrir espacios para la próxima generación. Si este libro logra que una mujer joven se sienta menos sola, entonces habré tenido éxito. Luego les toca a ellas tomar el relevo a partir de ahí. Tenemos que obligarnos a aceptar la idea de que la lucha no empieza ni acaba en nosotros. Empezó mucho antes y continuará mucho después, puede que dentro de tres generaciones. Pero este es el momento que nos tocó en la lucha. No vamos a ganar ahora, pero tenemos que mantenerla viva.
ÁSS