En la Orestíada leemos que, luego de diez años peleando en Troya, Agamenón vuelve a casa. Clitemnestra, su mujer lo mata. En represalia, Orestes, hijo de ambos, la mata a ella. Entonces hay un juicio para determinar la culpabilidad de Orestes. En el peor alegato legal de la historia, Apolo defiende al acusado diciendo que es peor matar a un hombre que a una mujer porque el hombre engendra al hijo, mientras que la madre nada engendra, sino que ella “apenas conserva el brote” y que “puede haber un padre sin que exista madre”. El jurado, con el voto de Atenea, declara inocente a Orestes.
Elegí este ejemplo entre muchos posibles para mostrar el nivel de brutez de los dioses, sean griegos o de otras cunas. Por eso resulta curioso que Sócrates pregunte si lo justo es querido por los dioses porque es justo, o si lo justo es justo porque es querido por los dioses, cuando es obvio que a los dioses no les interesa la justicia.
Esto lo supo bien Prometeo cuando Zeus lo mandó clavar en un acantilado y le envió un águila para que le comiera el hígado.
Difícil es vislumbrar una brizna de justicia en este texto sagrado: “Estando los hijos de Israel en el desierto, hallaron a un hombre que recogía leña en día de reposo. Y los que le hallaron recogiendo leña, lo trajeron a Moisés y a Aarón, y a toda la congregación; y lo pusieron en la cárcel, porque no estaba declarado qué se le había de hacer. Y Jehová dijo a Moisés: Irremisiblemente muera aquel hombre; apedréelo toda la congregación fuera del campamento. Entonces lo sacó la congregación fuera del campamento, y lo apedrearon, y murió”.
Quienes le decían a Sócrates que la justicia era la voluntad del poderoso, estaban cerca de la verdad. Periandro, tirano de Siracusa, vio justo embarcar a todas las matronas que regenteaban prostíbulos y echarlas por la borda en altamar. A Julio César le pareció justo crucificar a los piratas que lo habían secuestrado, antes de que la ley determinara qué hacer con ellos. Dionisio de Siracusa estimó adecuado condenar a trabajos forzados al poeta Filoxeno por no alabarle al tirano su mala poesía.
Para Heródoto, no cabe duda que es verdad que la costumbre manda sobre la justicia y, por lo tanto, sobre la ley. Esto lo hace citando dos tradiciones: la de un pueblo de la India en que comen a sus padres muertos, contra la de los griegos, que los enterraban o quemaban. Para unos y otros la costumbre ajena es brutal. Concluye Heródoto: “Píndaro hizo bien al decir que la costumbre es reina del mundo”.
Aunque me atrevo a decir que ciertas costumbres se vuelven ley, y ciertas leyes se vuelven costumbre.
Lo que hace la Orestíada de Esquilo es inaugurar los juicios con leyes humanas. Esto está bien, porque los dioses en esto son incompetentes.
AQ