Como en un lance de dados, la salud es una competencia de éxito incierto. Uno puede seguir la línea que resulta más segura, y de pronto, se equivoca, alguien empuja, detona algún factor genético o llueve, y la línea se borra.
Así, hace veintitrés años iba a continuar mis estudios en la Universidad de Salamanca, España, pero me enamoré, fallaron los anticonceptivos y nació mi hijo pesando 1.150 kg: un libro de trastornos neonatales; a mamá le diagnosticaron esclerosis múltiple y le pronosticaron un final como vegetal; quedó descubierta la relación amorosa de papá con la contadora de la empresa donde trabaja; me divorcié del padre de mi hijo después de que me lanzó por las escaleras como un mueble viejo, a los 25 años de edad. En menos de cinco años me quedé sin piso y caí en una depresión como el desierto. Un día sí y otro no empecé a beber y a tomar clonazepam para no estar sin sentir nada. Mi padre se hartó. Mientras dormía en la resaca, dos hombres me inyectaron algo y desperté en San Dionisio, clínica de salud mental y adicciones en Oaxaca. Hasta el 2017 llevaba tres internamientos. Siempre juro que no volveré y mi familia espera que sea otra, que madure.
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Madre detenía mis carcajadas diciéndome “la risa abunda en la boca del loco”. En la clínica casi nadie ríe de felicidad. El tiempo pesa porque no hay relojes. Cada paciente olvida su forma porque no hay espejos. Se es sólo un nombre con su trastorno. Está prohibido acercarse demasiado a los otros, pero algunos se enamoran. Bajo vigilancia continua, la terapia cognitivo conductual tiene a los enfermos andando uno tras otro, como si hubiera una línea para estar bien, aunque llueva. Existe el deseo de egresar y el temor de volver. La puerta de salida también es la de entrada. Y, a pesar de que los días transcurran entre terapias y la fe vuelva al cuerpo, afuera espera la misma bestia; adentro, también.
Bryner, un esquizofrénico nacido en 1980, lleva veinte años en la clínica. Un día platiqué con él. Inventa palabras, cada cinco minutos se desconecta del discurso lógico y me dice que es hermano de Axl Rose, el vocalista de Guns N´Roses. Sabe que está enfermo. Cuenta que a los quince años de edad lo trajeron a la clínica por golpear a su madre cuando no le quiso dar un cigarrito. Ama a su padre Álvaro y extraña a su hermana. Piensa que los médicos encontrarán una medicina para que pueda irse a casa. Mira a lo lejos como si fuera a llorar, pero sonríe y canta.
No existe el loco feliz.
Texto escrito en el Taller de Periodismo Cultural, organizado por la Secretaría para la Cultura y las Artes de Oaxaca y la promotora cultural Cantera Verde, realizado a través de Zoom del 19 al 30 de octubre.
ÁSS