'Noche de fuego', de Colin Thubron

Adelanto

Por cortesía de la editorial Acantilado, publicamos esta novela calificada por Ursula K. Le Guin como "un irresistible regalo narrativo".

Detalle de la portada de 'Noche de fuego' (Acantilado)
Laberinto
Ciudad de México /

Desde las primeras páginas de Noche de fuego, se nos desvela el final que aguarda a sus protagonistas, siete inquilinos de un edificio de apartamentos —el casero, un pastor anglicano, un neurocirujano, una entomóloga, un fotógrafo, un nostálgico de la infancia y un viajero— que mueren entre las llamas que provoca un cortocircuito.

En sus últimos instantes, los ocupantes del edificio rememoran episodios significativos de sus vidas; siete individuos que simbolizan en realidad siete aproximaciones al alma humana. Con un lirismo incomparable y un lenguaje cristalino y hermoso, Colin Thubron recrea la compleja trama de los recuerdos para salvarlos de las llamas.

FRAGMENTO

EL PROPIETARIO

El corte eléctrico comenzó con una chispa, como el primer murmullo de un corazón desfalleciente que terminaría abatiendo el cuerpo, hasta la última conflagración que finalmente consumió el edificio entero. Años atrás, al final del siglo victoriano, la casa había sido construida con decorosa privacidad, pero más tarde los promotores dividieron los pisos en apartamentos separados y lo que en su tiempo fue una imponente escalera ascendía ahora a través de rellanos vacíos y puertas cerradas. El edificio se deslizaba hacia una señorial decrepitud. Los balcones parecían reclinarse en la fachada, empujados por las balaustradas de hierro forjado, y trozos del frontón de estuco caían en cubos de basura quince metros abajo. Detrás, el jardín, que en su tiempo fue el orgullo del propietario, permanecía medio olvidado, y sus arbustos (fotinias, dafnes, romero) florecían salvajes entre la hierba.

En algún lugar en las entrañas del edificio, detrás de una húmeda pared, un cable retorcido y requemado se había convertido en un pequeño horno. A través de esta arteria medio bloqueada, la chispa viajó hacia un enchufe de baquelita, y el inquilino dormido en el sótano —era medianoche pasada— nunca se despertó. La noche de enero era fría. Mucho más abajo, el mar emitió un ronco gruñido. Tierra adentro, las hebras de luz se quebraban allá donde la ciudad se había ido a dormir.

El propietario estaba mirando otros fuegos. Desde la terraza de su azotea el cielo era tan claro que él —un insomne envuelto en bufandas y una chaqueta acolchada— podía escribir sus notas a la luz de las estrellas. Encorvado en el círculo de su improvisado observatorio, vio el vapor de su aliento en el aire de la noche, escuchó el mar y se preguntó si su mujer seguiría dormida. Notaba en las palmas de las manos el tubo del telescopio helado. Este modelo refractivo no era como el anterior, con el que se había familiarizado con los años, sino un tirano informatizado. En la oscuridad, sus dedos se deslizarían inseguros sobre el teclado, o movería el ocular hasta acoplarlo a su cámara. Tras ir probando de enfocar durante largos minutos, finalmente el cielo lo sobrecogería con una revelación fuera del alcance de su envejecida mirada desnuda. Aparecería una supernova, como un fantasma, en una zona que había creído vacía o lo maravillaría ver cómo la estela de una nebulosa se deshacía en un resplandor de distintas estrellas.

Su mirada había cambiado a lo largo de los años. De joven, la inmensa lejanía de esas galaxias lo sobrecogía, produciéndole escalofríos y una especie de mareo, como si cayera hacia arriba. A veces, el vacío y el silencio lo hacían temblar. Incluso le asombraba su antigua fe en Dios. Pero poco a poco se fue familiarizando con este hobby nocturno. Observó todos los objetos celestes catalogados por Herschel y, con la esperanza de hacer una pequeña contribución a la ciencia, se embarcó en una infructuosa búsqueda de estrellas moribundas aún por descubrir.

Entonces afloró su vieja pasión por la fotografía. Con una cámara réflex de una sola lente montada sobre el telescopio, alcanzó a ver galaxias aún más remotas. Tras centrarse en las nebulosas más al sur, donde la contaminación lumínica se disipaba en el vacío del mar, los resultados de las exposiciones de media hora de apertura lo asombraron casi hasta el estremecimiento. En sus copias fotográficas las enormes nubes de hidrógeno hervían en grandes explosiones orquestadas de gas y polvo que se dispersaban en asteriscos azules donde brillaban nuevas estrellas. Sabía que cada una de estas hermosas perturbaciones era un fermento inabarcable de nueva creación, a menudo el lugar de nacimiento de millones de soles. Las fotografías eran preciosas y sobrecogedoras. Galaxias enteras giraban silenciosamente como girándulas en el espacio. Y lo más espectacular era cómo la cámara creaba imágenes carmesí que estallaban y se derramaban como intestinos en las tinieblas. Al mirarlas le parecían inevitablemente una especie de herida celestial. Estelas enteras de polvo de estrellas —a cien mil años luz de distancia— se ondulaban como arterias en el espacio o se echaban a borbotar de la nada. Y las constelaciones brillaban tan compactas que apenas podía vislumbrarse entre ellas un resquicio de oscuridad.

Pero esa noche, a pesar de que el cielo estaba lleno de estrellas, dejó a un lado su cámara. Aguardaba la lluvia anual de meteoritos de las cuadrántidas. Se había levantado un fuerte viento que encrespaba el mar. Un par de veces un meteorito solitario refulgió y se extinguió en el cielo. Pero la lluvia de fuego que él había pronosticado (sesenta cuadrántidas podían surgir en menos de una hora) estaba aún por llegar. Vendría, lo sabía, del radiante en Boötes, donde en 1860 una nueva estrella enigmática, una nova refulgente, había resplandecido y desaparecido en una semana. Tal vez esa estrella, que había adquirido una importancia capital para él, reaparecería (sobrevivía en los mapas como la invisible T Boötis), razón por la cual había regresado a su localización una y otra vez, como un doliente a una tumba. Su vacío, mucho más allá de la luz de Arturo, parecía augurar una misteriosa epifanía. La montura del telescopio controlada por ordenador era capaz de posicionarse en su localización en tan sólo un minuto, cosa que ahora hacía de manera obsesiva, como si tuviera que ser testigo personal de su resurrección. Pero al enfocar mejor sólo observó un círculo de oscuridad. Y sabía que ese vacío más profundo estaba a setecientos millones de años luz de la Tierra.

De vez en cuando las cifras dejaban de ser números desprovistos de sentido en los mapas y se trasladaban al verdadero cielo. Aun así, la velocidad casi infinita de la luz viajaba tan lenta a través del firmamento que llegaba a los humanos miles de milenios después de emitirse, transmitiendo la imagen de una estrella tal como había sido mucho tiempo atrás. A veces caía en la cuenta de que todo lo que presenciaba se había extinguido muchísimo tiempo atrás. Estaba contemplando a los muertos. Observó el Cúmulo de Coma tal como había existido cuando las criaturas sobre la Tierra todavía permanecían confinadas en el mar; también la luz de tenues galaxias azules, que ahora lo acariciaba inadvertidamente, se había originado antes de que la Tierra se hubiera creado, y tal vez reproducía, como si de un túnel del tiempo se tratara, el proceso de formación de la Tierra para que todos pudieran contemplarlo. Y, evidentemente, el propio tiempo no era algo inmutable: bajo la fuerza de la gravedad podía curvarse o incluso dilatarse en un agujero negro. Dada la velocidad con que viajaba la luz en el tiempo, imaginó que su propio pasado podría disolverse en un ser fragmentado.

La lluvia de meteoritos había sido esporádica y ahora el viento arreciaba. Le pareció que olía a quemado. Imaginó que se trataba de la hoguera a punto de apagarse de algún vecino y escudriñó el jardín. Pero no vio nada. Faltaba una hora para que la lluvia de meteoritos alcanzara su apogeo, así que descendió por la estrecha escalera hasta su estudio, sorteando las montañas de papeles y cintas de vídeo, y empujó suavemente la puerta del dormitorio. Su mujer estaba durmiendo. Podía oír el penoso silbido de sus pulmones, el sonido que le había angustiado cuatro años antes, y observó el afanoso subir y bajar del pecho bajo las sábanas. Dormía bocarriba, con el rostro enmarcado en la maraña de mechones castaños y blancos. Sus ojos rasgados estaban cerrados. Se inclinó y le besó suavemente las comisuras de los párpados; luego se marchó cerrando la puerta.

—G.O.

ÁSS

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