Como todas las cosas de mi biografía, la vida me fue llevando a estudiar filosofía. No fue una decisión: “Voy a estudiar filosofía”. Yo venía de una familia que leía mucho. Mi papá tenía una biblioteca muy grande, aunque no por coleccionista. La biblioteca tenía su historia. Una parte se la había comprado a un anarquista que se había ido a la Guerra Civil española y había vendido los libros en lotes. Era una biblioteca en la que había cosas rarísimas, desde las obras de Kropotkin hasta los libros sobre las pulsiones sexuales de Freud en una edición de Editorial Claridad.
Bueno, yo era una chica bastante tímida y, entonces, leía mucho. Siempre fui una lectora compulsiva, de todo, y con mucha preocupación por el mundo. Aprendí a leer con mi papá y también con el periódico. Me acuerdo de leer sobre Moishe Tshombe y la secesión de Katanga, en el Congo Belga; no tenía la menor idea de dónde estaba el Congo Belga, pero yo seguía la noticia en el periódico. Había una amiga de mi padre, una colega —mi papá era abogado— que era profesora de Filosofía del Derecho. Era una española también, soltera —solterona, al decir de mi madre— que me adoptó un poco, como la hija que no tuvo, entonces me pasaba libros y yo leía. Leí a los trece años a Simone de Beauvoir y le decía a mi papá que iba a vivir en una buhardilla en París y me iba a dedicar al amor libre y él me decía: “Sí, nena, sí”. Me casé a los 21 años, con todos los papeles, ¿no? ¡Otra que “amor libre”! Y no tuve buhardilla hasta los cincuenta y pico.
En la Facultad de Filosofía empezamos con Introducción a la Filosofía, a la Historia, a la Psicología, y mi primera materia de la carrera de Filosofía, todavía probando, fue Antigua, con Conrado Eggers Lan. O sea, una maravilla. Después él estuvo en México. Conrado nos daba una especie de Heráclito que se parecía a Hegel, y a Marx, y hasta nos trasmitía el gusto por el griego, que era la bête noire de la carrera. Él daba griego filosófico. Ahí me entusiasmé e hice la carrera, pero siempre con una visión muy amplia. En ese entonces en la Facultad de Filosofía había como ocho o diez materias optativas de otras carreras que yo siempre cursé, de historia y de sociología. Siempre fue un pensar. Seguía pensando. Me seguía preocupando por el mundo, digamos. Había una preocupación por las cuestiones últimas del sentido, pero no solo en un contexto metafísico, sino como una búsqueda de inteligibilidad profunda, y, en aquellos años de la Argentina, y en aquella generación, también a través de la práctica. Por eso fuimos a parar presos en el ’75.
Era un poco inevitable ser activista en Argentina en esos años. Yo era de izquierda, pero no marxista. Aunque estudié marxismo, pero más que nada en la clandestinidad, fui más bien gramsciana. Después me interesó ver si en el marxismo había una filosofía política, una teoría del estado: la respuesta es que no. Lo de que hay clases, y lucha de clases, bueno, eso es imposible dudarlo, pero una teoría del estado como tal, no.
Yo tengo el recuerdo de eso como de la época del sentido pleno, donde la pareja, el futuro, el trabajo, todo se articulaba, y del ’76 como la explosión de todo eso, la fragmentación. Y desde ahí ver qué significa todo: cuál es el sentido de la maternidad, cuál es el sentido de la sobrevivencia, ¿no? Se rompió esa unidad.
Salí de la Argentina un mes antes del golpe. Todo el ’75 lo pasé presa. Ahí nació mi hija. Yo entré con el mayor, de seis meses, y ahí nació la segunda. Los tenía a los dos conmigo. Y salí con los dos, chiquititos, chiquititos.
Yo no había salido nunca del país. Nunca había tenido hijos. Nunca había vivido sola, porque me casé muy joven. Nunca me había mantenido. Entonces, fue empezar todo en un país nuevo. Primero me fui a Perú, donde hice una maestría y fue maravilloso. Tenía una beca de CLACSO, ganaba 300 dólares y con eso rentaba un departamento y pagaba un kínder a la mañana. Tenía clase todos los días, porque era una maestría de tiempo completo. Llevaba a los chicos al kínder, a la tarde llegaba con ellos, a las 7-8 les daba de comer y procuraba que fueran a dormir y ahí tenía 2-3 horas para estudiar, hasta que se despertara el primero, que despertaba al segundo y ahí empezaba el baile de la noche; al día siguiente me quedaba dormida en la universidad. ¡Yo recuerdo esos años con mucho cansancio! Pienso en eso y solo por ser tan joven, me parece, y tan sana, lo pude hacer… Hoy, sería imposible. Veo a las chicas jóvenes, que se desesperan a veces, como es obvio, por el primero. ¿Cómo hacía uno? No sé cómo, pero hacía.
En ese tiempo, la filosofía no fue opción profesional sino hasta que llegué a México más tarde, en el ’79. Al comienzo me mantengo como puedo, con traducciones para [la editorial] Siglo XXI, clases sueltas, etcétera. Un día, me avisan de un concurso en la UAM. La carrera de Filosofía en ese momento todavía estaba muy poco institucionalizada: no pedían doctorado —yo no lo tenía—, ni publicaciones —yo tenía apenas dos o tres trabajos—, pero sí pedían título de filosofía, que yo tenía. Fui y gané el concurso y fue la maravilla. Entonces, entré a la UAM y estuve ahí tres años. Me reencontré con la docencia, que siempre me encantó. ¡Tenía un cubículo, para trabajar! Empecé a escribir alguna cosita ahí, compartí cubículo con [la filósofa] María Pía Lara durante un año o un año y medio, y después me fui a hacer medio sabático al Instituto de Investigaciones Filosóficas de la UNAM, y ahí ya me quedé. Mucha suerte. Y me cambió la vida.
De mi formación básica, diría que los autores que más influyeron en mí fueron los griegos y Hegel. Todo terminaba en Hegel. Bueno, Heidegger lo veíamos en la facultad, de primero a quinto año, pero, la verdad, yo no entendía nada, porque a un chico de 18 años, con “la nada nadea”… bueno, no entiende nada. Combinaba con Hegel y no había nada más, porque Marx no se podía dar y Wittgenstein no se daba. Cuando empiezo la investigación sobre Max Weber, me meto mucho en lo que se llamó la polémica metodológica en Alemania, en el ambiente del neokantismo, y fue muy formativo, porque por un lado era la apertura de las ciencias del espíritu versus la ciencia de la naturaleza, la comprensión versus la explicación, en toda una discusión que parece muy vieja y que uno de pronto encuentra que se está discutiendo hoy en filosofía como si no hubieran pasado casi dos siglos, ¿eh?
Por otro lado, todo el debate sobre la democracia —porque el libro es “desencanto, política y democracia”— en la Alemania de Weimar de los años 20-30, que abría cuestiones también, yo diría, muy actuales sobre qué significa la democracia moderna, la relación con la burocracia, racionalidad formal e instrumental, racionalidad sustantiva, etc., entonces fueron, más que lecturas formativas, formación a través de la investigación concreta, ¿no? Concreta en un sentido de orientada, no empírica, porque nunca he hecho investigación empírica. Eso, que fue primero tesis y después libro, me sirvió para aterrizar en una época acá en México donde los colegas mexicanos estaban muy atribulados y entusiasmados por el tema de la transición a la democracia. Teníamos un seminario en el Instituto [de Investigaciones Filosóficas de la UNAM] donde estaba Carlos Pereyra, Luis Aguilar, y para mí fue una experiencia muy buena, y creo que para ellos también, porque no había mucha práctica de discusión colectiva en la academia mexicana. Y era un ámbito donde por tres horas a la semana se ponía entre paréntesis las carreras individuales, las envidias, las rencillas y las estrategias y se discutía muy bien. Y ahí yo afiné el texto de Weber y empecé con toda una serie de artículos y proyectos sobre sociedad civil y estado —era otro concepto que se abría a pasos agigantados, el de sociedad civil—, los riesgos de la democracia… incluso llegué a trabajar en algún proyecto más orgánico sobre el concepto de sociedad civil en los organismos multinacionales financiados por el Banco Mundial a través de FLACSO, que era donde yo también daba clase y formaba gente. Entonces diría que me fui formando en la reflexión, siempre, no tratando de aplicar, sino de pensar los problemas, buscar lo que me servía para entender esos problemas y esos fenómenos. Un poco a la inversa, porque uno dice, bueno, me formo, soy hegeliano, soy marxista, soy esto y aplico. En general, no funciona eso. Uno no va a la realidad desnudo y descalzo, esto lo sabemos, pero no hay que perder de vista el fenómeno, los fenómenos, los problemas.
Creo que en México hay que fomentar grupos de investigación. De estos no hay tradición. Cuando, creo que [el entonces rector de la UNAM] Juan Ramón de la Fuente saca los megaproyectos que trataban de juntar gente de distintas disciplinas, ahí te das cuenta de que la gente estaba tan encerrada en su cuadradito o en su redondel que ponían a una gente de filosofía a trabajar con los de historia y no se entendían… Ponían a alguien que decía que hacía filosofía política con alguien de sociología, y no se entendían. Entonces, me parece que habría que crear dinámicas de debate y discusión que yo creo que tienen que ser, a esta altura del partido, interdisciplinarias. Porque está bien, hay una especificidad de la filosofía, pero a menudo eso esconde una enorme ignorancia, entonces está el riesgo de descubrir la pólvora. Las discusiones actuales sobre si lo individual o lo social… bueno, hay 150 años de sociología que te ahorrarían el camino, ¿no? No ayuda mucho la cuestión de la pelea por el financiamiento ni la súper especialización, pero me parece que el trabajo más productivo teóricamente va más bien por ese lado. Por lo menos a mí fue lo que me resultó más gratificante, desde aquel seminario hasta los proyectos. Yo dirigí como ocho proyectos de CONACYT que eran interdisciplinarios y que, en principio, no había ocasión de ocupar ningún lugar ni de erigir ningún ‘pope’. Se trabajaba muy bien. Era muy estimulante. Especializarte por disciplinas, que esté muy clarito a qué ‘secta’ perteneces, y que sea un logro individual, resulta muy dañino.
Algo que cambiaría de mi vida es que mis padres murieron con una semana de diferencia y, aun cuando pude ir, hubiera querido estar más. Son esas cosas de estar en otro sitio, del exilio. También salir antes de la Argentina, para no hacerlo de la prisión al aeropuerto. Pude salir porque había un régimen que se daba y mi padre, abogado, peleó mucho para sacarme. Te daban la opción de irte del todo de la Argentina, no podías quedarte allá; pero si hubiera salido antes, no habría tenido que pasar ocho años sin ver al padre de mis hijos, que estuvo preso todo ese tiempo, por ejemplo.
Creo que mi reflexión sobre el espacio público sigue siendo vigente, el pensar en lo común como algo abierto, y eso tiene que ver con lo que nos decían las tías y las madres cuando nos visitaban en la cárcel, pues había un pabellón de hombres y uno de mujeres y ellas decían que el nuestro era un relajo y en el de ellos todo estaba tan organizado y tan pulcro. Pero claro, nosotras vivíamos con la urgencia de lo privado, rodeadas de los bebés y de la preocupación por quienes estaban fuera, con algo que ellos no tenían y que se ha reflejado mucho en ver a la mujer con atención “dispersa”, pero que es más bien multifocal y no dispersa. En la prisión estábamos unas ochenta mujeres con diez bebés. Alguna ni siquiera podía hacerse cargo de ellos, preocupada por quienes estaban fuera. Yo entré con mi hijo pequeño y en prisión tuve a mi hija. Salí con dos bebés a otro país, sin haber trabajado nunca, a hacerme cargo de los dos. En México pregunté si había la costumbre de formar redes de apoyo de mujeres profesionales con hijos, pero no había. Le pregunté a una feminista que estaba en FEM, la revista. Tenían trabajo, tenían revista, tenían todo excepto una red de apoyos de mujeres: descansaban en la familia y, sobre todo, en las empleadas domésticas.
La revolución feminista fue muy importante y quizá sí hay una forma de hacer filosofía que es diferente en las mujeres y en los hombres, pero creo que hoy la discusión se ha desviado hacia rumbos que no son tan relevantes, como la cuestión binaria, la discusión entre sexo y género. Lo importante es seguir pensando en la equidad y reflexionando con los instrumentos de la filosofía. Hay un riesgo de que se pierda el movimiento renovador del feminismo, el pensamiento filosófico de género, en discusiones terminológicas.
AQ