“al lugar donde has sido feliz
no debieras tratar de volver”
Joaquín Sabina, Peces de ciudad
A una cena casera entre amigos en Steglitz, un elegante barrio del oeste berlinés, alguien llevó una botella de Rotkäppchen (un sekt o la versión alemana de la champaña) disculpándose porque era la única que había encontrado de último momento en un Späti (una especie de tienda de abarrotes, pero con mayor variedad de productos alcohólicos). Quizá era malo porque era demasiado barato para ser un vino espumoso, dedujo la invitada chilena. La anfitriona nos aclaró que, independientemente de la calidad (aunque por las dudas decidimos dejarla para el final de la cena), esa marca está muy de moda entre la juventud berlinesa porque forma parte de la Ostalgie, es decir, una nostalgia por la vida y cultura comunista de la antigua Alemania del Este. Irónicamente, este tipo de nostalgia se está traduciendo en prácticas comerciales capitalistas para el mercado hipster, que extrañamente extraña una época que nunca vivió.
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Otro ejemplo de esta nostalgia impropia son los mercados de pulgas que aparecen cada domingo en plazas y parques de la ciudad, ofreciendo objetos viejos que parecen nuevos y nuevos que parecen viejos, objetos de lo más disímiles e inverosímiles: desde los finos muebles modernistas de una abuela millonaria y baúles para transportar pesados secretos hasta joyas de propiedad desconocida y letreros de calles de sospechosa procedencia, pasando por fotografías de serios rostros anónimos, toda clase de botellas de vidrio, muñecas con y sin cabeza, bolsas de cualquier tamaño para cualquier necesidad, sombreros de los más variados materiales y colores, carteles de propaganda soviética que conviven con vieja publicidad de Coca-Cola, animales disecados y más, mucho más. Por supuesto, también están las tiendas de ropa y accesorios vintage, que venden productos por pieza o por kilo. Sus laberínticas salas podrían haber inspirado un aleph hecho de textiles de todas las modas a lo largo del siglo XX.
Quizá no es casual que el concepto de “nostalgia” haya sido acuñado dentro de la cultura alemana, cuando en 1688 el científico suizo Johannes Hofer la identificó como una enfermedad que sufrían los soldados que añoraban demasiado volver a casa. Desde entonces la nostalgia suele asociarse con sentimientos negativos de escapismo, miedo o fracaso de adaptabilidad al presente. Sin embargo, algunos investigadores de la cultura han estudiado la nostalgia como un fenómeno o síntoma que muestra más bien el fracaso de las sociedades modernas para dar sentido a la vida. En su libro Nostalgia: Origins and Ends of an Unenlightened Disease (2012), Helmut Illbruck define a la nostalgia ya no como una simple añoranza por el hogar, sino como un deseo por lo que está en otra parte o ausente.
El deseo por estar en otra parte parece una tendencia si no universal sí muy de este lado del mundo occidental. La semana pasada visité a mi amiga la matemática hindú Meghna Chowdhuri, quien vive en Hackney, un antiguo barrio industrial de Londres ahora totalmente gentrificado. Fuimos a cenar a un bar de jazz en vivo que conforme la noche avanzaba se terminó convirtiendo en un club con DJs donde una multitud mucho más joven que nosotras se congregaba a bailar canciones que nunca estuvieron de moda para ellos (aunque evidentemente sí para nosotras, que terminamos delatando la edad al cantarlas).
Quizá después de la postmodernidad la nostalgia sea sólo un simulacro: el deseo de regresar a determinada época, aunque no haya sido la nuestra, pero en la cual nos sentimos más seguros y felices que en un presente que poco tiene que ver con nuestros deseos vitales. Quizá por ello no sorprende la gran popularidad de películas y series televisivas “de época”, es decir, historias situadas en épocas que nunca fueron la nuestra pero que nos hacen añorar haber nacido siglos atrás. En esto pensaba cuando más adelante en el mismo viaje me encontré tomando un walking tour en Bath, la ciudad más burguesa que he conocido en el sur de Inglaterra, cuyo atractivo título era “The Bridgerton experience”. Así es, el tema no giraba ni en torno a los famosos baños romanos de la ciudad ni en torno a Jane Austen, la escritora victoriana que se inspiró en sus calles y personajes para escribir sus famosas novelas, sino en una exitosa serie de Netflix (sobre todo en la primera temporada, porque el guía advirtió que no quería ser un spoiler para quienes todavía no habían visto la segunda, que eran muy pocos la verdad). Aunque la historia transcurre ficcionalmente en el Londres del siglo XIX, según nos contó el guía, la producción consideró que Bath era un lugar mucho mejor conservado para recrear los lugares de la aristocracia inglesa de esa época.
Como el guía era uno de esos cronistas certificados que hay en todas las provincias del mundo, solía tomar licencias y digresiones en su relato sobre lugares importantes de filmación para contarnos otros datos no solicitados de la historia de su bella ciudad (con más frecuencia de la esperada para un grupo en su mayor parte conformada por real fans de Bridgerton, incluida la que esto escribe). Nos contó, por ejemplo, que Bath fue un spa desde que los conquistadores romanos fundaron unos baños con las aguas termales del río Avon en el año 60 a.C.; durante el medievo se convirtió en centro religioso y durante los siglos XVIII y XIX se puso de moda como destino turístico de las clases medias-altas británicas que buscaban disfrutar de su buen clima y de las numerosas fiestas y demás actividades placenteras que servían de pretexto para cerrar pactos de negocios y matrimoniales (los elegantes edificios blancos estilo georgiano de la ciudad eran los airbnb de la época: las familias de otras regiones del país llegaban a rentarlas por largas temporadas vacacionales).
Podemos ver este fenómeno representado de manera divertidamente dramática en Bridgerton, pero también obviamente en las novelas de Jane Austen (cuya versión serie de Netflix pronto conoceremos y también se está filmando en Bath, según nos mitoteó el guía). Mientras que Bridgerton retrata, con exceso de libertad poética, a la élite británica decimonónica, Jane Austen buscaba representar de manera más realista a las clases medias aspiracionales. Pero la nostalgia de quienes acuden a Bath pareciera estar más desfachatadamente motivada por las historias contadas en ligeras series y películas que por las de gruesos libros que cambiaron el rumbo de la literatura universal: el Centro Jane Austen estaba casi vacío la mañana que lo visité. Aunque tampoco es que hubiera mucho qué ver en él fuera de probarse atuendos de la época y tomarse fotografías con los guías-actores (lo que evidentemente hice): si visitan este año Bath y tienen poco tiempo, recomiendo el Bridgerton tour sin dudarlo (pero esta no es una columna turística y obviamente no soy guía certificada).
Si la nostalgia fuera una enfermedad, como antiguamente se pensó, la cura lógica sería el regreso a casa. Sin embargo, esta es la frustración mayor: el regreso a casa implica regresar en un tiempo que ya no es el tiempo vivido en dicha casa y, por lo tanto, aunque se regrese al mismo espacio físico uno nunca regresa al mismo lugar; como pude comprobarlo cuando en otra de mis escalas en este viaje peligrosamente nostálgico visité con Meghna la casa que compartimos en Cambridge cuando éramos estudiantes: aquella casita victoriana de ladrillos grises y puerta roja en Canterbury Street era y no era la misma. Tocamos a la puerta, pero nadie nos abrió; ya no teníamos llave para abrirla y así curarnos de nuestra nostalgia. En un presente en que nuestro pasado es tan efímero que apenas podemos recordar la vida prepandemia, pareciera más atractivo conectarnos con los pasados ajenos y públicos que con aquellos más íntimos y personales, que son los que finalmente dan sentido de realidad a nuestro presente.
Entrada al Centro Jane Austen en Bath. (Foto: Liliana Chávez)
ÁSS