En México, desde enero de 2015, se prohíbe utilizar animales silvestres en los circos. Fue un proyecto promovido por el PVEM que provocó la quiebra de muchas empresas, pero sobre todo la muerte de numerosos ejemplares que fueron vendidos a zoológicos particulares o confinados en “santuarios”, insalubres, sin recursos y sin personal suficiente, donde murieron de hambre o víctimas de enfermedades mal atendidas por improvisados veterinarios. Quizá si la Ley General de Vida Silvestre hubiera sido bien meditada, planeada, la historia no habría sido la catástrofe en que se convirtió para los circos y sus prodigiosos animales.
Resulta inevitable recordar ese hecho lamentable al leer la Biografía del circo, de Jaime Armiñán, publicado por la editorial Pepitas de Calabaza, es un clásico que apareció por primera vez en 1958. Comienza con la música, porque en la sinfonía que precede toda función, dice Armiñán, está encerrado el circo entero: sus años de historia, el polvo de los caminos, el sudor, el peligro, la fuerza, el equilibrio y la risa.
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El circo es tan antiguo como el mundo, es difícil o acaso imposible rastrear su origen. Pero en el circo moderno, a finales del siglo XVIII, el autor encuentra que el primer número de este espectáculo estaba compuesto de caballos, corceles de incomparable destreza y domadores que han dejado escuela con su arte sorprendente, entre ellos Frédy Knie.
Los animales están en la naturaleza del circo narrado en este libro, son parte de su esencia. Los monos, los tigres, los osos, las focas, las jirafas, los perros, los caballos, los elefantes, asombran con su habilidad o su gracia. Son animales sabios —comenta Armiñán—, la mayoría de las veces tratados amorosamente por sus dueños, aunque siempre hay excepciones, como hay padres que en vez de educar golpean a sus hijos.
En otros tiempos, los llamados “fenómenos” formaban parte de la familia circense y se ganaban la vida exhibiendo sus deformidades. Enanos, gigantes, siameses, mujeres barbudas, hombres-lobo formaban parte del repertorio de los circos. Entre ellos estuvo la mexicana Julia Pastrana, famosa en el mundo entero por su fealdad pero también por su habilidad para el baile y el canto. Ahora, por fortuna, están proscritos de las pistas, aunque su calvario no ha terminado en una sociedad con poca tolerancia hacia lo extraño o diferente.
En estas páginas puede verse cómo en lo más alto de las carpas de los circos, entre la admiración y los aplausos, los funámbulos despliegan su valor y su arte. Armiñán lleva la cuenta de los mejores, de los más arriesgados, de los más imaginativos, y habla de la evolución de esta disciplina que, como otras en el circo, en ocasiones ha teñido la pista con la sangre de sus héroes.
La destreza, la fantasía, la belleza, son inherentes al circo. Los reflectores apuntan a lo más alto y allí están los magos del trapecio, hombres y mujeres esbeltos, audaces, dispuestos a los giros más arriesgados, a los saltos más espectaculares, a los vuelos que dejan con la boca abierta a los espectadores, mientras los tambores subrayan la emoción del momento.
El alma del circo —dice Armiñán— son los payasos. Ellos estuvieron siempre —afirma—, desde que el circo es circo, sostenidos por la risa y la música. Recuerda a los mejores payasos de la historia, establece su tipología y rinde homenaje al suizo Adrian Grock, admirado por Chaplin, quien un día le dijo: “usted es el más grande en la escena”.
Biografía del circo es todo un espectáculo, un regalo para los sentidos, una función con permanencia voluntaria en la gran carpa de la imaginación, donde todavía pueden verse los animales que alguna ver formaron parte de su naturaleza.
AQ