La nueva normalidad: un mundo raro

Opinión | Los paisajes invisibles

Las cicatrices psíquicas de un confinamiento son indelebles; en tanto que la ciencia no encuentre la cura, el único paliativo es la certeza de la inmunidad.

Personas viajan en transporte público usando cubrebocas. (Foto: Carlos Jasso | Reuters)
Iván Ríos Gascón
Ciudad de México /

Los enclaustrados pueden librar el covid-19 pero algunos corren el riesgo de padecer trastornos como ansiedad, hipocondría, agorafobia y un largo etcétera, mientras que otra parcela demográfica podría adquirir insólitas monomanías como, digamos, la que yo llamaría el Síndrome de Oblómov (en honor de Ilia Illich Oblómov, héroe de la novela de Iván A. Goncharov), que caracteriza a aquellos que han pasado el confinamiento en la misma habitación y echados en la cama, con pijama, pantuflas y mirando el techo con el único empeño intelectual de fusionarse con el polvo de las paredes, los muebles, la vajilla, porque el exterior perdió sentido o les inspira un miedo ineluctable.

O esa otra afectación que puede bautizarse como el Síndrome de Chichikov, en honor de otro héroe literario: Pavel Ivanovich Chichikov, de Almas muertas, de Nikolái Gógol, cuyo síntoma es una monstruosa desesperación que anula el alma, el temple y la personalidad, vaciando el cuerpo hasta dejarlo como un armazón indescifrable. Gógol lo describe así: “Ya no era el Chichikov de antes: era su ruina. Su estado de ánimo podía compararse a un edificio desmantelado cuyos materiales van a ser utilizados en otro que aún no está empezado, pues el arquitecto no ha enviado el plano y los obreros no saben qué hacer”.

El retiro provoca, o provocó (en Asia y parte de Europa comienzan a levantar las restricciones, por lo que los "liberados" inician el proceso de auto restauración), un catálogo de calvarios que no acabarán de registrarse, pues el futuro próximo, denominado ya la “nueva normalidad”, va a empeorarlos, e inclusive, engendrar inclementes alteraciones de conducta, sobre todo en los fanáticos de las reservas decretadas: distancia irrestricta, higiene obsesiva, un horror desmesurado al contacto físico, artilugios de defensa irrenunciables más allá de los protectores de acetato, los cubrebocas y los guantes, como cascos y armaduras contra las esporas que pululan en las congregaciones.

La “nueva normalidad” funda un mundo raro, en tanto que la ciencia no encuentre la cura, y principalmente, la vacuna, ya que el único paliativo ante una potencial reconfiguración psicológica es la certeza de la inmunidad (“Conducta de duda y conducta de no–duda. Sólo se da la primera si no se da la segunda”, enunció Ludwig Wittgenstein en el apartado 354 de Sobre la certeza).

Así que antes de que surja la inyección redentora deberíamos echar a andar los motores cerebrales proyectando una terapia empírica o un arduo ejercicio de concentración, como aquel que diseñó William S. Burroughs

“El pensamiento no deseado puede controlarse a través de la dirección de la atención: si se resisten o se niegan los conceptos obsesivos, cualesquiera que sean, estos se ven fortalecidos. Claro que si diriges la atención a los conceptos obsesivos con la teoría de que desaparecerán si se consideran a conciencia, esto tampoco funciona, y es por eso que toda la teoría de la energía psíquica es errónea. Si diriges la atención hacia algo más y aceptas cualquier pensamiento que te surja, siempre regresando al punto de enfoque, la obsesión se irá debilitando poco a poco”. 

Burroughs le explicó esta teoría a su hijo, William Jr., y le puso como ejemplo ensimismarse en un guijarro durante diez minutos. Si volvían los malos pensamientos debía reconocerlos, aceptarlos, y volver a centrar la atención en el objeto.

No sé si este método es efectivo o ineficaz, las cicatrices psíquicas son indelebles: a William Jr. no le funcionó. Entonces, lo más recomendable es no hacer nada sino adaptarse al nuevo giro del planeta y afrontar el destino manifiesto de la nueva canción de los Rolling Stones, esos septuagenarios que siguen activos en la pandemia que nos transfiere otra "normalidad": “I’m a ghost/ living in a ghost town”.

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