Era el dolorido biógrafo de sí mismo, aunque fuera inventando otros personajes que eran y no eran él. En el drama autobiográfico que, en 1940, a sus cincuenta y dos años de infatigable mecanógrafo de sí mismo como autor de obras teatrales, y agobiados por una larga resaca del alcoholismo reincidente y por el mal de Parkinson que le impedía usar sus manos en la escritura, había creado Eugene O’Neill (1888–1953) una obra fascinante basada en su propia vida en relación con sus seres cercanos. Está a tal punto basada en su propia vida y la de su familia, que el autor, quizás asustado de una pieza llevada hacia tal sinceridad y tal lirismo que tal vez resultaría obscena, decidió que no se la representase y editase sino unos años después de su muerte. Cuando por fin ese drama de familia, intenso y desgarrador como la tragedia del rey Lear, íntimamente torturador como la novela Los hermanos Karamazov, fue primero estrenado en Estocolmo, en Milán, en Berlín y luego en Broadway, resultó ser la obra maestra de su autor y una de las mayores e influyentes de todo el teatro del siglo XX.
En una página del acto cuarto y final de la obra, el monólogo de Edmund/Eugene se despliega entre la desesperación y una utopía, a la vez sensual y mística de la vida, en la que, según diría un poeta surrealista, “no estuvieran divorciados la realidad y el ensueño”: “¿Quieres que te cuente mis recuerdos más vivos, todos relacionados con el mar? Escucha. Me había enrolado en la tripulación del Squarehead, íbamos a Buenos Aires y había luna llena y vientos alisios. Yo yacía en la cofa, mirando hacia la proa, y el agua se deshacía en espuma debajo de mí y los mástiles y las velas blancas, allá arriba, brillaban con la luz de la luna. Embriagado de belleza y de balanceo, me sentí extraviado, fuera de la vida. ¡Era yo libre, me disolvía en el mar, formaba parte de las blancas velas, de la blanca espuma, y me convertía en luz de luna, en un barco, en el cielo lleno de estrellas! Sintiéndome sin pasado ni futuro, me hermané con aquella paz y aquella unidad. Rebosaba de salvaje alegría, estaba más allá del mundo terrenal. ¡Estaba en la Vida, era parte de Dios, si quieres! Y eso me sucedió nuevamente cuando, navegando en la American Line, estaba en la cofa, cumpliendo con la guardia del amanecer. El mar estaba calmado, solo se sentía el suave balanceo del barco. Los pasajeros dormían, no se veía a nadie de la tripulación y las chimeneas soltaban un humo oscuro. Desatendiendo a la guardia, libre y distante en mi soledad, empecé a ensoñar observando el ascenso de la aurora entre el mar y el cielo como enlazados en un colorido espejismo. Y entonces llegó el instante de éxtasis y libertad. ¡Era la paz, el final de la búsqueda, la dicha de sentir que has superado la ambición y los tristes deseos y los dolorosos anhelos de los hombres! […]. ¡Todo tiene sentido en un instante como ése! Después desciende el velo y te sientes solo, nuevamente perdido en la niebla y errando sin rumbo… ¡Por error he nacido hombre en vez de gaviota o pez, y siempre seré un extranjero sin hogar, sin esperanza y sin amor! ¡Siempre un vagabundo un poco enamorado de la muerte!”