La palabra “trabajo” no siempre tuvo la fama de hoy. El origen etimológico es el latín “tripalium”, es decir un cepo que sujetaba a los caballos o bueyes. Ese mismo cepo se usaba cono instrumento de tortura, con lo cual “tripaliare” era un sinónimo de “atormentar”. La mala fama del trabajo quedó santificada en el capítulo tres del Génesis, cuando la voz de Dios le dice a Adán: “maldito sea el suelo por su causa: con fatiga sacarás de allí el alimento todos los días de tu vida”, para luego agregar: “Con el sudor de tu rostro comerás el pan”. Antes de eso, ya los griegos imaginaban que el ocio era el reflejo de la libertad humana, en vista de que solo los esclavos trabajaban.
Se ha publicado hace poco el interesantísimo libro Trabajo, del sudafricano James Suzman. Antropólogo y fotógrafo, Suzman cuenta cómo es que, a lo largo de nuestra historia, hemos dedicado cada vez más tiempo al trabajo. Al leerlo, recordé que hoy el trabajo que realizamos es un signo de nuestra identidad. Ponemos el nombre de nuestra profesión (“abogado”, “ingeniero”) al lado del nuestro. Es como un título nobiliario que forma nuestra identidad. ¿Cómo hemos llegado a eso?
Según el libro, hay una serie de movimientos o “puntos de convergencia” que marcaron nuestra relación con el trabajo. Uno fue la domesticación del fuego, que llevó a una mejora significativa de la dieta. Luego vino la invención y el desarrollo de la agricultura, que llevó a una organización de las labores y a una concepción más amplia del tiempo (los cazadores acopiaban presas para el día solamente). Luego, la creación de las ciudades y la aparición de las fábricas, directamente relacionadas a lo anterior, que llevaron a la producción masiva, a la agudización de las desigualdades y a una prosperidad no imaginada. En ellas, los habitantes buscan trabajar más para ganar más y poder comprarse más cosas. Según el autor, hoy somos “rehenes de nuestras ambiciones”.
Es por eso que hoy el lenguaje común ha hecho de “ocioso” y “perezoso” palabras insultantes. Algunas bromas circulan a propósito del género de los perezosos cuando nos dicen el lema que aparece en la lápida de todos ellos: “Aquí sigue descansando X”. Pero no todos se enorgullecen de trabajar. Un amigo me dice que cada vez que tiene ganas de hacerlo, tiene una solución. Se sienta en un sillón hasta que se le pase.
Según el filósofo coreano Byung-Chul Han en La Sociedad Paliativa, nuestra sociedad ha santificado una fobia al dolor. Estamos obligados a ser felices por una sociedad en la que los tristes no producen, es decir no trabajan. El miedo a “no hacer nada” es el de “no ser nadie”. Y aunque muchos encuentran disfrute en su trabajo, la mayor parte de la humanidad hoy detesta el que tiene.
En 1939, un periodista le preguntó a Sigmund Freud cuál era su definición de un hombre feliz. “Amigo mío, cualquier persona capaz de amar y trabajar”, fue la respuesta. Estoy más de acuerdo con lo primero que con lo segundo. Pero aquí seguimos trabajando.
AQ