Para Rafael Vargas,
por su conversación y sus generosos apuntes
Aún no asoma el sol. En la esquina de Niños Héroes y Doctor Velasco, donde hoy se sitúan los Juzgados Civiles del Tribunal Superior de Justicia de la Ciudad de México, el fantasma de José Emilio Pacheco —con traje oscuro, camisa azul sin corbata— llega a la cita. Contempla con azoro el edificio y su entorno.
Consulta su reloj. Falta un minuto para las cinco de la mañana. Antes de que esas calles se saturen de gente apresurada, aparece el espectro de Octavio Paz, que viste sport y trae una cazadora verde.
Paz: Vaya madrugada, José Emilio. ¡Mucho tiempo sin verte! ¿Por qué decidiste que nos viéramos aquí?
Pacheco: ¡Octavio! Qué gusto! Veinticinco años y unos meses exactamente de no vernos. Quería celebrar mi cumpleaños contigo. Aquí nací hace 84 años, cuando todo esto era el Hospital Francés. Cerró en 1975 y poco después fue demolido.
Paz: Nos tocó vivir en una ciudad distinta a ésta.
Narrador: Ambos dirigen sus pasos hacia el Centro Histórico. Paseantes compulsivos en su juventud, les cuesta trabajo identificar las vías por donde hoy circulan irritados conductores y apretujados pasajeros en el transporte público.
Paz: Viví años y años fuera de México. Cada vez que regresaba había una sorpresa y aunque la última fue dolorosa, porque vi la consumación de la destrucción de la Ciudad de México, creo que las ciudades resucitan; creo que México va a resucitar, pues la he visto nacer y morir y renacer muchas veces.
Pacheco: Hemos vivido cinco siglos de eternas destrucciones. Yo llegué a esas ruinas, unos días después del terrible terremoto. Ahora la ciudad está más irreconocible aún. No sólo han muerto tantos amigos… han desaparecido periódicos, revistas, editoriales… Los puestos de periódicos están al borde de la extinción. La tempestad del progreso se ha llevado todo.
Paz: Veo que no has descuidado la flor de tu pesimismo, José Emilio. Lo plasmaste, entre otras cosas, en ese libro de poesía urbana tan universal: Miro la tierra. Por eso, podría pensarse que eres un Doctor Pangloss al revés. Alguna vez escribí que tu poesía se basaba en esa pareja contradictoria: naturaleza y cultura, y dentro de ésta en su mitad en sombra. Sin embargo, tuviste fe en la poesía y también en su franja humana: la conversación.
Pacheco: Nadie fue mejor conversador que tú, Octavio.
Paz: No lo sé. A diferencia de ti, yo jamás cultivé esa sencilla pero no menos intensa y profunda poesía conversacional. Lo cierto es que yo tuve la oportunidad de aprender conversando con muchos escritores. Mi generación tuvo el privilegio de hallarlos en las aulas, en las librerías, en los cafés…
Pacheco: También la mía, pero al volverse peligrosa la ciudad nos fuimos recluyendo en nuestras casas. Hoy es imposible que un escritor mayor se tome el tiempo para responder a un comentario e invite a conversar a quien lo criticó. Con Monsiváis fui beneficiario de tu generosidad. Todavía me apeno de mi naturaleza cronófaga. Casi diario los veíamos a ti y a Carlos Fuentes, en Relaciones Exteriores —otro edificio ya demolido. Y éramos —qué vergüenza— capaces de leerles nuestros bodrios.
Paz: Lo recuerdo: fue en el 57, creo. Me amonestaste en Estaciones por dejarme influir por el surrealismo. Te busqué para decirte que no estaba de acuerdo con tus ideas pero aprobaba tu actitud. Qué paradójico: reprobabas la influencia del surrealismo en mi obra, pero fuiste el mayor defensor y el más atento lector de ¿Águila o sol? Y mira: el que fue tu último libro sólo tiene poemas en prosa.
Pacheco: Unos meses más tarde apareció Piedra de sol y desmoronó ese prejuicio de juventud. Además, nunca te lo dije, pero el hecho de que me buscaras no me dejó tan pasmado como otra cortesía tuya: me pediste que nos tuteáramos. A Jaime García Terrés, con quien trabajé mucho tiempo, nunca le hablé de tú, ni a Gastón García Cantú, ni a Elías Nandino, ni a Pellicer.
Paz: La nuestra fue una relación de cuarenta y un años, y echamos mano de todos los recursos: nos veíamos en mi oficina, mantuvimos una larga correspondencia… ambos nos leímos con puntualidad y en mi último año de vida el círculo se cerró: hablábamos por teléfono todos los días o nos visitabas en la Casa de Alvarado.
Pacheco: Y sin embargo, siempre me costó trabajo hablar contigo. Tu inteligencia me atraía y me atemorizaba. El nivel de tu conversación era muy elevado. Te hablaba a las diez de la mañana y ya habías leído todos los periódicos, todos los libros dignos de ser leídos y estabas listo para ver en el curso del día las películas y obras de teatro que juzgabas imprescindibles. Y yo, que no me alcanzaba el tiempo para nada, me sentía perpetuamente atrasado.
Paz: Qué curioso, mucha gente me decía lo mismo de ti a propósito de tu columna “Inventario”, un ejemplo del mejor periodismo cultural posible. Alguna vez Elena Poniatowska dijo que eras el hombre más informado de México.
Pacheco: Pero, Octavio, tu conocimiento siempre me abrumó.
Paz: Todos los seres humanos sin excepción somos “personas difíciles”, José Emilio. Por fortuna, las cartas facilitaron nuestra relación. Como bien sabes, nunca quedé satisfecho con Poesía en movimiento, pero esos meses de correspondencia, a veces feroz, me confirmaron, por un lado, que Arnaldo Orfila fue el más paciente editor que haya conocido y, del otro, que eras un extraordinario y muy atento lector de poesía. Gracias a una carta tuya, pude conocer los poemas de José Carlos Becerra. Me consuela saber que ese infortunado muchacho nos dejó una obra. Su inclusión en Poesía en movimiento fue algo así como la declaración de su mayoría de edad poética. Por desgracia y porque ese es el destino de las antologías, Poesía en movimiento quedó inmovilizada y tiene 57 años de atraso. Sería interesante —o quizá funesto— asomarnos a las librerías y ver cuáles de esos cuarenta y dos autores siguen en los estantes. ¿No te parece?
Pacheco: Salvo por la bondad de un puñado de lectores que cada generación renueva, todos somos pasto del olvido. Volviendo a las cartas: lo que me aterra es que muchas de las que escribimos a una persona estén ahora resguardadas en un archivo porque ese amigo se volvió famoso. Es horrible que alguien te diga: “Estuve leyendo tus cartas en el fondo reservado de Donoso en Princeton”. Nunca seguí el consejo de Churchill: “Jamás escribas una carta que te avergonzaría ver publicada”. Me avergonzarían todas, no por lo que digo, sino por su falta de vuelo literario.
Paz: Cuando menos, en esas cartas, a veces virulentas, había una mutua voluntad de diálogo. Hoy, es imposible la confrontación de dos seres distintos. Lo que prevalece es la reunión de “personas civilizadas”.
Pacheco: Sabíamos convivir con la crítica.
Narrador: Sin rumbo fijo, dejando atrás edificios y ejes viales, los escritores han llegado a la Avenida Juárez. Se sientan en una banca, cerca del Kiko’s, café donde ambos departieron a finales de los años cincuenta. Ahora conversan sobre su legado.
Paz: Sabes, José Emilio, para mí, lo importante es que dentro de cincuenta o dentro de unos cuantos años, unos jóvenes enamorados lean mi poesía y se identifiquen. O que mis versos conmuevan a algún joven recluta de las letras, lo ayuden a seguir adelante, le sirvan de inspiración.
Pacheco: Te entiendo. Para mí la poesía sucede cuando el lector, a solas, llena, termina, con su voz interior lo que está sugerido en letras negras sobre papel blanco. Y sí: la cara del autor y hasta su propia voz son interferencias en ese encuentro; son terceros incómodos. Todo debe diluirse en el anonimato. Y a veces ese camino es un erial de desencuentros y descuidos. Te puedo citar dos casos que me abochornan: en 2018 en la estación del Metro Universidad, exactamente sobre los torniquetes, pusieron unos versos de Philip Larkin y me los atribuyeron a mí: “Y veo a los jóvenes corriendo sin parar por la vía franca, rumbo a la felicidad”. Yo respeto y hasta he traducido a Larkin, pero sería incapaz de escribir un verso semejante. Y el otro suceso no sé cuánto tiempo tiene circulando en internet. Se trata de un texto que empieza así: “Hoy quemé tu carta. La única carta que me escribiste…” Y alguien, por razones para mí desconocidas, aseguró que esos párrafos provienen de “El principio del placer”, y ahora están ligados a mi nombre, y no al de su verdadero autor: Jorge Eslava, escritor y educador peruano a quien no tuve el gusto de conocer. Me apena que no le den su justo crédito.
Paz: Suele ocurrir. La desatención es un rasgo de esta sociedad en la que hoy somos fantasmas.
Pacheco: ¿Serán bromas del destino por tantos cambios que hicimos en nuestros versos? Paz: Tú corregiste mucho más que yo, y obsesivamente, tu poesía y tu narrativa. Dedicaste tantas a horas a reescribir, tarea de Sísifo…
Pacheco: …porque mis palabras habían sido avasalladas por el tiempo y confiaba, además, en que un lector de 1970 no volvería a mis primeros poemarios, pues con tantos libros que aparecen semana a semana, ¿quién tiene tiempo para releer? Sin embargo, entiendo que haya lectores reticentes a tanta reescritura. Yo mismo, por ejemplo, para mi vergüenza y para mi pasmo, no estoy de acuerdo con las correcciones que —con la excepción de ¿Águila o sol? y La estación violenta, que permanecen tal y como se imprimieron— le hiciste a todos tus libros, Octavio.
Paz: Fui muy criticado por eso. En algunos casos dijeron que renegaba de mí mismo; con mucha mala fe, atribuyeron estas exclusiones a razones de orden político. Lo cierto es que revisé muchos poemas por deseo de perfección. Un deseo tal vez absurdo. Probablemente también por inseguridad. ¿Quién está satisfecho con lo que hace? Tú mismo, José Emilio, le hiciste cambios extremos inclusive a tu tan exitosa novela. Primero, tu narrador supone que si aún viviera, Mariana tendría sesenta años, y después cambiaste el último párrafo para decir que tendría 80 años. Una edad que, lamentablemente para la lengua española, tú no alcanzaste en vida.
Narrador: El amanecer va extendiéndose y con él la ciudad despierta.
Paz: Bueno, José Emilio, si no nos es dado vernos antes, nos veremos en tu centenario.
Pacheco: Ojalá que antes, Octavio. Falta mucho aún para el 2039. Pero ten la seguridad de que te seguiré leyendo.
Paz: Yo también te seguiré leyendo, José Emilio.
Narrador: Mientras caminan en direcciones distintas, se desvanecen. El sol de piedra ilumina calles que acaso ya no existen.
* Este texto fue leído por los autores, junto a Rafael Vargas y Leticia Luna, en el homenaje Octavio Paz y José Emilio Pacheco: la lectura, forma perfecta de la amistad, con motivo del natalicio de este último el pasado 30 de junio en la Casa Marie José y Octavio Paz.
AQ