Oda a Dundee

Viajar sola

"No es una gran ciudad, pero para quienes nos hemos habituado a ir y venir entre muros medievales e idílicos pueblos pesqueros, este sitio es ese puente que nos conecta con un presente sin máscaras ni pretensiones".

Cementerio The Howff. Fundado en 1564, tiene una de las colecciones más importantes de tumbas en Escocia. (Liliana Chávez)
Liliana Chávez
Ciudad de México /

“¿Cómo es vivir en Saint Andrews después de vivir en un país en dictadura?”, le pregunta una persona del público al poeta iraní Vahid Davar Ghalati, quien acababa de leer fragmentos de su “Testamento de Nassim”, un poema largo dedicado a un amigo suyo que ante la imposibilidad de vivir en libertad en su país se suicidó. Vahid tomó la otra alternativa, el exilio, y en su búsqueda de pertenencia a una nueva sociedad, mientras vivió en Liverpool convivió con migrantes como él; ahora que estudia un doctorado en literatura árabe en la Universidad de St Andrews su vida cotidiana ha tomado nuevas rutas: “No pude vivir aquí, es demasiado irreal, por eso ahora vivo en Dundee”, respondió Davar con sinceridad. Reí con empatía al escucharlo porque cuando estudiaba mi doctorado en literatura latinoamericana, en otro pueblo británico irreal, solía sorprenderme que los diarios locales solo ofrecieran noticias felices (del tipo “el gato de una old lady fue rescatado”). Recién llegada del México calderonista en “guerra” contra las drogas, yo tampoco podía creer que había lugares tan atemporales como Cambridge y cuando podía me escapaba a Londres.

Dundee no es una gran ciudad, pero es más cercana a St Andrews que Edinburgo (25 minutos en carretera en contraste con hora y media de autobús y tren). Para llegar a ella basta con rodear pastizales con vacas incluidas, verdes colinas por donde pasean ovejas y caballos, y atravesar un panorámico puente que cruza el río Tay en su camino al Mar del Norte. La vista del puerto desde el puente ya anuncia la diferencia estética de Dundee con St Andrews: en lugar de catedrales medievales en ruinas un@ puede apreciar las ruinas de la revolución industrial en las fachadas solitarias de antiguas fábricas ahora fantasma.

Dundee is an acquired taste” (Dundee es un gusto adquirido), me dijo el administrador de mi escuela cuando le confesé que no me había gustado Dundee, un lugar que hasta hace un año no hubiera reconocido en ningún mapa. Eso fue en el verano. A cuatro meses de haber llegado a esta otra burbuja detenida en el tiempo llamada St Andrews, creo que he adquirido el gusto por Dundee. Me he acostumbrado a “viajar” constantemente por esa carretera de idílicos paisajes e inexplicables curvas por toda clase de motivos: para cenar con colegas después del trabajo, para el brunch dominical (porque los fines de semana St Andrews está tomado por los turistas como en la semana por los estudiantes), para cortarme el cabello, para comprar (todo es más barato y diverso que en la burbuja), ir al cine, bailar, tomar el tren a lugares aún más remotos y, sobre todo, para no olvidar que el mundo “real” aun existe.

Si no fuera por Dundee, en la noche de Halloween quien esto escribe se hubiera quedado atrapada en los apacibles suburbios regalando dulces a los niños de los vecinos que a cambio contaban chistes para nada graciosos. Disfrazada de catrina, esa noche compartí autobús con una sanguinaria carnicera, un científico loco, varias brujas y un diablo. Al llegar a la estación de Dundee nos perdimos en la bruma de las calles empedradas y oscuras en busca de nuestras respectivas celebraciones (la mía incluyó una alegre house-party seguida de la visita a un antro en el sótano de un edificio vacío con tradicional pelea de borrachos).

Si esto fuera una guía de viajes diría cosas como “Dundee de día es distinta a Dundee de noche”, pero honestamente creo que la ciudad es igual de decadente con o sin luz. Claro que de noche se asemeja más al escenario de una novela policiaca (género literario que por cierto se ha desarrollado mucho por estos lares), mientras que de día el paseante puede enfocarse en admirar con mayor detalle la fusión entre los descascarados edificios decimonónicos, símbolos de la alguna vez boyante burguesía y las construcciones pre y post crisis thatcherista. Y claro, siempre es mejor explorar los cementerios de día. Porque otro atractivo de la ciudad (al menos para mí) es su antiguo cementerio: no es el Père Lachaise parisino, pero un@ encuentra curiosidades igualmente morbosas, como la tumba del librero James Chalmers, en cuya lápida de 1853 se lee “creador de la estampilla postal adhesiva, la cual salvó del colapso al esquema postal de 1840, ofreciéndole un éxito sin precedentes y que desde entonces ha sido adoptada por todos los sistemas postales del mundo”.

Paseando por las alguna vez elegantes lápidas de comerciantes, ingenieros y navegantes, y sus privilegiadas familias, se puede constatar que durante el siglo XIX Dundee era una de las ciudades más prósperas de Escocia. Su riqueza se debía principalmente al desarrollo de tres tipos de industrias dispares entre sí pero que comparten letra inicial: Jute (yute), Jam (mermelada) y Journalism (periodismo). “La ciudad de las tres J”, como la llaman todavía los dundeeanos, vivió por mucho tiempo de procesar el yute, que importaban de la India como materia prima y luego la exportaban al mundo entero en forma de textiles para elaborar los más variados productos. Por otro lado, las mermeladas son un producto orgullosamente dundeeano: según la leyenda narrada por Terry Stewart para Historic UK, fue una habitante de Dundee, Janet Keillor, quien inventó la mermelada en el siglo XVIII y, por supuesto, la industrializó. Finalmente, la industria del periodismo sigue siendo una gran empleadora en la ciudad desde que David Couper Thomson fundó en 1905 su compañía mediática, la homónima DC Thomson, la cual ha publicado el cómic más largo de la historia: The Beano, de R. D. Low (su equivalente en influencia cultural a “nuestra” Mafalda). Los personajes de estas historietas originadas en los años treinta habitan la ciudad en forma de esculturas de bronce (otro de los atractivos turísticos) y la Universidad de Dundee ofrece la única Maestría en Comics y Novela Gráfica en Reino Unido (la educación no deja de atraer también turismo).

¿Cómo pasó Dunde de ser una de las más poderosas ciudades industriales británicas a ser la capital escocesa de muertes por drogas y uno de los lugares de mayor pobreza infantil? Eso no lo sabremos en su museo de arte. Esta sucursal del lujoso Victoria and Albert Museum es impresionantemente grande por fuera —su arquitectura simula un barco detenido frente al río—, pero escandalosamente pequeño por dentro. Las únicas dos salas de exhibición “temporal” no han cambiado su tema desde que las visité por primera vez en el verano, pero por ellas sé de otro gran invento dundeereano: las tarjetas postales para toda ocasión. Así es, si usted querido lector ha recibido coloridas, divertidas, amorosas o turísticas postales durante el siglo XX, seguramente alguna provenía del catálogo de los impresores Valentine & Sons, Ltd, quienes llegaron a ser de los principales empleadores para la clase obrera de la ciudad.

Wullie, de la tira de cómics 'Oor Wullie', de R. L. Low. Al fondo el museo y galería The McManus, en Dundee, Escocia. (Liliana Chávez)

The McManus, el museo de historia de la ciudad ubicado en un edificio gótico, se atreve a contarnos un poco más a través de una vívida exposición de objetos de tiendas y destilerías que ya no existen. Debido a la recesión económica de los ochenta que afectó a todo Reino Unido, en Dundee se cerraron negocios masivamente, lo cual llevó a una crisis social sin precedentes. Aunque la historia de Trainspotting, una de las simbólicas películas de esta era, se ubica en Edimburgo, bien pudo filmarse aquí.

Si bien varias encuestas han considerado a Dundee uno de los peores lugares para vivir actualmente en Escocia, para quienes nos hemos habituado a ir y venir entre muros medievales e idílicos pueblos pesqueros en la costa este, Dundee es ese puente que nos conecta con un presente sin máscaras ni pretensiones. Más allá de la metáfora, ese puente es de acero y es muy real, tanto que en los días de más crudo invierno llega a cerrarse a causa de la nieve, los peligrosos vientos o los numerosos intentos de suicidios (esta región escocesa tiene uno de los mayores índices de suicidios en Reino Unido después de Londres).

Transitar y habitar Dundee también define la posición desde la cual se vive y se observa la vida en esta parte de la isla. En cierta forma, y con clima radicalmente opuesto, Dundee me recuerda a mi ciudad natal, Hermosillo. Ambas entran en la categoría de ese tipo de ciudades ignoradas por las guías turísticas, una categoría que los cosmopolitas del siglo XXI pasan de largo en su deambular chic por las grandes capitales. Estas ciudades como de set de película postapocalíptica no dejan de ser “un gusto adquirido” para algunos y un hogar —simplemente porque no hay otro— para muchos. Alejadas de la metrópolis, olvidadas por la historia nacional y global, ostentando sin maquillajes su triste paisaje industrial, sin atractivos turísticos a primera vista, han desarrollado sentido de comunidad y orgullo de pertenencia que les permite seguir ocupando un lugar, aunque borroso y marginal, en los mapas.

El sábado pasado hice otro de mis viajes domésticos a Dundee. A unas cuadras del atestado pub donde me tomaba una pint con amigos (los bares en Dundee son mucho menos turísticos que en St. Andrews), un edificio considerado histórico se consumía por un fuego que se sospecha fue provocado y no un accidente. El edificio Robertson había sido una tienda de muebles en los años treinta, pero desde el 2011 era uno más de los edificios destartalados que conforman el paisaje urbano de Dundee. Como en toda novela criminal, un detective sigue entrevistando testigos para encontrar al culpable del misterioso caso de destrucción del edificio histórico vacío. Sin embargo, el anónimo culpable no es el único que ha prendido fuego: ante una nueva crisis, la energética, muchos están volviendo a utilizar las chimeneas para evadir los altos costos de la calefacción eléctrica. De acuerdo con las noticias que leí hasta el día siguiente, el fuego debió observarse desde el autobús nocturno que me regresaba a St. Andrews rodeando la bahía por una estrecha carretera, pero yo ya estaba entrando en la burbuja neblinosa de antiguas villas campesinas vueltas elegantes casas de campo al otro lado del río; no me preocupé por observar más el paisaje, me estoy acostumbrando a él. Era la única pasajera; viajaba sola en un autobús que atravesaba pueblos fantasmas, pero que empiezo a reconocer como mi hábitat. Recargué la cabeza en la ventana y cerré los ojos, estaba a salvo.

AQ

LAS MÁS VISTAS

¿Ya tienes cuenta? Inicia sesión aquí.

Crea tu cuenta ¡GRATIS! para seguir leyendo

No te cuesta nada, únete al periodismo con carácter.

Hola, todavía no has validado tu correo electrónico

Para continuar leyendo da click en continuar.