Oliver Sacks: el científico como artista

Ciencia

En Todo en su sitio, su segundo libro póstumo, el neurólogo inglés desanda los caminos que lo llevaron a la ciencia y la escritura.

Oliver Sacks murió el 30 de agosto de 2015. (Montaje digital: Ángel Soto)
Simon Callow
Nueva York /

Muchas de las piezas incluidas en Everything in Its Place (Todo en su sitio), el segundo volumen póstumo de Oliver Sacks, que recopila textos publicados e inéditos, aparecieron por primera vez en The New York Review of Books, tal como ocurre con The River of Consciousness (El río de la conciencia, 2017), el primer volumen póstumo. El que nos ocupa ahora, en muchos sentidos más ligero que el anterior, fue organizado por el propio Sacks antes de morir. Las piezas incluidas son generalmente más cortas, algunas casi fragmentos, pero no se trata de un mero revoltijo hecho por Sacks: las distingue una identidad propia y cubren un amplio espectro de temas, ninguno de ellos desconocido para los lectores habituales de Sacks, pero unificados por un tono particular. Describirlo como una despedida sería simplificarlo demasiado, y muchas de las piezas fueron escritas mucho antes de la muerte de Sacks (2015). Sin embargo, consciente o inconscientemente, los editores han formado este libro de tal modo que los lectores nos quedamos con la imagen de un autor extraordinariamente emotivo, sin dejar de lado su habitual energía y actitud curiosa, pero de alguna manera vulnerable, incluso frágil.

Hay ecos de la voluminosa obra de Sacks —historias contadas de otra manera, alusiones furtivas a gente que se conoce por ahí, fragmentos de autobiografía—. El libro se divide en tres secciones: First Loves (Primeros amores), Clinical Tales (Historias clínicas) y Life Continues (La vida continúa). El primer texto: “Water Babies” (“Bebés de agua”), una celebración de lo que significa la natación en la vida del autor, está compuesto exquisitamente, como un poema en prosa: “Todos nosotros, mis hermanos y yo, fuimos bebés de agua. Nuestro padre, que fuera campeón de nado (ganó tres años seguidos la carrera de 15 millas de la isla de Wight) y amó la natación más que nada en el mundo, nos metió a cada uno de nosotros al agua cuando contábamos apenas con una semana de nacidos. [...] Jamás ‘aprendimos’ a nadar”.

Vemos al niño Oliver Sacks en su elemento natural, el agua: mira cómo su padre, “enorme y torpe en la tierra”, se transforma “grácilmente, como una marsopa”, y a él mismo —rígido, nervioso y lento— volverse distinto: “Nadar me da un regocijo, una sensación de bienestar tan extremo que incluso se vuelve una especie de éxtasis. [...] La mente puede flotar libre, como en un hechizo, en un estado de trance. Jamás conocí algo tan poderoso, de una sanación tan eufórica —y soy adicto a ello, me pongo ansioso si no puedo nadar”.

Sacks menciona, casi por casualidad, algo que jamás había leído antes: durante su adolescencia padeció una condición de la piel que los especialistas no pudieron ni definir ni curar: “Estaba cubierto de llagas purulentas. Se veían, o al menos se sentían, como lepra. No me atrevía a desnudarme en la playa o en la alberca. Solo podía hacerlo de vez en cuando, si tenía suerte de encontrar un lago remoto o una poza escondida”. Eso terminó cuando ingresó a Oxford; entonces por el resto de su vida fue un bebé de agua de nuevo.

“Mi padre llamaba a nadar ‘el elixir de la vida’, y ciertamente parecía ser eso para él: nadó a diario, bajando el ritmo solamente con el paso del tiempo, hasta que cumplió 94 años. Espero poder seguir sus pasos, y nadar hasta el día de mi muerte”. Y así fue, Oliver Sacks nadó hasta unos pocos días antes de morir.

“Water Babies” fue publicado en The New Yorker en 1997, cuando Sacks se encontraba con vigorosa salud, así que el tono de despedida es engañoso, pero marca una nota sonora que se repetirá tenuemente a lo largo de todo el libro. Los textos incluidos en Everything in Its Place nos presentan al singular niño raro que fue Oliver Sakcs, y a sus compañeros de clase Jonathan Miller y Eric Korn —jóvenes judíos sabelotodo— que se comían el mundo de la ciencia. Sacks parecía ser el más aventado de los tres, ya que se hizo encerrar una noche entera en la galería de fósiles invertebrados del Museo de Historia Natural de South Kensington: “Animales que eran familiares se volvieron feroces, misteriosos, mientras merodeaba esa noche; sus fauces de repente surgían en la oscuridad o flotaban como fantasmas en la periferia de mi lámpara. El museo sin luz era un lugar delirante, y yo no estaba arrepentido cuando llegó la mañana”.

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Era un niño fuera de lo común, uno que experimentó, según apuntó él mismo, una “abrumadora sensación de Verdad y Belleza” cuando a los diez años vio una tabla periódica de los elementos en el Museo de Ciencia, y quedó convencido de que “eso era sin duda, ladrillo por ladrillo, el edificio elemental del Universo, que, íntegro, se encontraba representado ahí, en un microcosmos, en South Kensington”. Ese niño hace muchas apariciones en las páginas de este libro, y va creciendo la certeza de que Sacks fue ese niño hasta el final de sus días: curioso, ansioso y con una infinita capacidad de asombrarse, no solo con la ciencia sino con su historia y la gente que la hizo. “La ciencia es una empresa humana por todos sus lados; un orgánico, envolvente, crecimiento humano, con repentinos chorros y retenes, y también extravagantes desviaciones. Crece a partir de su pasado, pero jamás lo supera. Tal como nosotros no superamos nuestra infancia”. Su encuentro, a la edad de 12 años, con el gran químico decimonónico Humphry Davy le confirmó que su camino era el de la ciencia. Para él siempre fue un asunto personal: tenía que estar relacionado con gente, viva o muerta.

Tras graduarse de Oxford, solicitó ingresar al campo de la investigación, y fue un desastre. Encontró que para él era imposible trabajar en abstracto; solo cuando fue a trabajar a un hospital como neurólogo, interactuando con pacientes, comenzó a desarrollar su potencial. Su timidez natural desapareció al enfrentar el problema que debía resolver: el problema humano, la dificultad o el daño infligido en un individuo a causa de su condición particular.

Pero de la misma manera estaba fascinado con el cerebro en sí, el cual envuelve al paciente tanto como es posible en su propia e insaciable curiosidad inquisitiva mediante extraordinarios caminos, para tornarse su infierno, su maldición, su condición particular. “Las alucinaciones, ya sean reveladoras o banales”, escribe Sacks en “Seeing God in the Third Millenium” (“Mirando a Dios en el tercer milenio”), “no son de origen anormal; parten del rango normal de la conciencia humana y la experiencia. [...] Proveen evidencia tan solo del poder que tiene el cerebro para crearlas”.

Oliver Sacks. (Archivo)

En el ensayo “Telling” (“Contar”), Sacks describe el incómodo caso del director de un hospital que, sumido en el pozo del Alzheimer, es ingresado en su propio hospital. Piensa que continúa siendo el director, hasta que un día por casualidad toma su propia historia clínica. “Ese soy yo”, dice, reconociendo su nombre en la portada. Dentro lee: “enfermo de Alzheimer” y se pone a llorar. En el mismo hospital, un antiguo portero es admitido, y también cree que todavía sigue trabajando ahí. Nunca da problemas, y un día muere súbitamente de un ataque cardiaco “sin quizá nunca haberse percatado de que fue todo excepto el portero con una vida de servicio leal detrás del que creía ser”. “¿Deberíamos —pregunta Sacks— haber descubierto esa identidad a la que se habían habituado y que tenían tan bien ensayada, y haberla reemplazado con la realidad que, aunque real para nosotros, no tenía ningún sentido para ellos?”.

Fue mediante historias como esas que Sacks se volvió un escritor popular: hizo ciencia —particularmente neurología— humana. Su escritura es directa, transparente, accesible —demasiado accesible para el editor británico de Faber & Faber, que le rechazó el manuscrito original de Despertares (1973), sugiriéndole que lo hiciera en un tono “más profesional” —. Pero desde el principio, lejos de lo rudo de los aspectos clínicos de su trabajo, fue un destacado escribano. Aquí, también, podemos ver al niño en el hombre: el niño bibliófago devorando con avidez, como él cuenta, en las “bibliotecas”, su lectura favorita: “los varios volúmenes del Tratado integral de química inorgánica y teórica de Mellor” (que son dieciséis). Fue, quizá sorprendentemente, un mal pupilo en la escuela, “pero un buen alumno; [...] tenía que estar activo y era autodidacta”. Consecuentemente, pasaba largas horas en las bibliotecas, lugares sagrados para él. Su rápida desaparición, como lo percibió, tanto en Estados Unidos como en Inglaterra, lo perturbó: visitar la biblioteca del campus que había sido íntegramente digitalizada fue un fuerte golpe.

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En su etapa más feliz, el joven devorador de libros que era Sacks buscaba en la biblioteca cualquier tipo de lectura. Leyó poesía, novelas, obras de teatro, historia. Siendo un adolescente, se topó con Viaje en torno a mi cráneo, del poeta y dramaturgo húngaro Frigyes Karinthy, que describe la operación de un tumor en el cerebro que le practicaron en 1930. La introducción magistral que Sacks hace de este texto para la edición de New York Review of Books Classics está incluida en Everything in Its Place. La resonancia autobiográfica es indudable cuando describe a Herbert Olivecrona, el neurólogo sueco que realizó la operación: “A intervalos, la fría, amable voz de Olivecrona resonaba, explicando, tranquilizando, y la aprehensión de Karinthy era reemplazada por calma y curiosidad. Olivecrona, aquí, era como Virgilio, guiando al poeta-paciente a través de los círculos y parajes del cerebro”.

Su apodo de la infancia era Inky, y con él comenzó a firmar sus colaboraciones en periódicos durante su adolescencia, y nunca se detuvo. Escribía en cafés, en bares, en su bicicleta, incluso cuando iba a conciertos. Casi nunca leía los periódicos; los usaba como hojas de trabajo sobre las que hacía bocetos de los temas, para encontrar la forma, para articular la historia.

En su etapa más feliz, Sacks buscaba en la biblioteca cualquier tipo de lectura.

Para Sacks, lenguaje y ciencia estaban inextricablemente entrelazados. En el particularmente animado ensayo sobre su héroe Humphry Davy (acerca de quien escribió mucho más abundantemente en El tío Tungsteno: recuerdos de un químico precoz (2001), celebraba la “unión de las culturas literaria y científica” representada en la amistad entre Davy y Coleridge: ambos “parecían verse entre sí como gemelos: Coleridge, el químico del lenguaje; Davy, el poeta de la química”. Davy, además, era un gran comunicador: “Siempre era elocuente y tenía un talento natural para contar historias, y en nuestra época se habría convertido en el más famoso e influyente conferencista de Inglaterra. [...] Sus conferencias partían de los detalles más íntimos de sus experimentos [...] y concluían con la especulación acerca del universo y la vida, elaboradas con un estilo y una riqueza del lenguaje que nadie podía igualar”. No es difícil entender por qué se convirtió en el héroe de Sacks, aunque tuvo otro modelo incluso anterior y más a la mano (tal como lo describe en En movimiento. Una vida): su padre, quien eligió ser médico general, ya que era más real y más divertido que practicar una especialidad. “Conocía el lado humano, el interior de sus pacientes de la misma manera que conocía sus cuerpos, y creía que no se podía tratar el uno sin el otro. [...] Ese intenso interés en la vida entera de sus pacientes hizo de él [...] un maravilloso contador de historias”.

“Soy un contador de historias, para bien o para mal —escribió Sacks en En movimiento. Una vida—. El acto de escribir parece tan fresco y tan divertido como cuando comencé a practicarlo hace setenta años”. Contar, por supuesto, es lo que Sacks hace: le cuenta a los pacientes qué es lo que los aflige y le cuenta al mundo acerca de ellos. De hecho, todo su esfuerzo debería de ser razonablemente descrito por el hecho de decir verdades alarmantes, no siempre confortables, acerca de nuestras vidas. Concluye su ensayo sobre Hurry Down Sunshine con palabras que bien podrían ser aplicadas a su propia obra: “Quizá [...] nos recordará a nosotros mismos qué tan delgada es la cresta de la montaña de normalidad en la que habitamos, con los abismos de manía y depresión bostezando a cada lado”.


Fragmento del texto “Truth, Beauty, and Oliver Sacks”, publicado en The New York Review of Books, 6 de junio de 2019. Reseña del libro: Everything in Its Place: Firts Loves and Last Tales, Knopf.

Traducción y edición: Juan Manuel Gómez

ÁSS

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