Al tener en mis manos la apasionante y muy dolorosa novela Olvidarás el fuego, una y otra vez me cuestionaba en torno a los vericuetos de la vida, esos que nos obligan como escritoras a apasionarnos con un tema y no con otro, que nos doblegan y condenan a no dormir, no comer y no pensar en otra cosa, extraviadas en las historias y las palabras, hasta no completar el libro que nos arrebata el sosiego.
Me preguntaba qué hilos tuvieron que moverse para que Gaby Riveros se convirtiera en guardiana de la memoria de los Carvajal, para que el siglo XVI se convirtiera en su obsesión. Para que se enfrentara a la historia oficial, cuestionando esa perversa vocación de sistematizar el olvido. Para que hallara el secreto en esos símbolos reiterativos entre las familias de Monterrey, esa ciudad tan próspera, tan endogámica, tan distinta, tan ajena a la realidad nacional, tan hinchada de catolicismo y moral…
Tan sefaradí.
¿Qué la habrá perturbado para que Luis de Carvajal “El Mozo”, también llamado Joseph Lumbroso, la tomara de la mano, la zarandeara, le susurrara al oído su tragedia, su doble identidad y sus sueños clandestinos?
Para que ese joven que murió a los 29 años en una hoguera pública: poeta místico, soldado conquistador, penitente que escribía cartas y escritos —inclusive en huesos de aguacate para prevalecer, para existir—, le susurrara, le dictara el rumbo, a fin de que ella y solo ella, fuera la voz que le permitiera renacer en el siglo XXI en una novela polifónica magistralmente documentada, articulada y escrita, una novela que es una clara denuncia de la barbarie cometida por la Iglesia y la Corona.
Riveros revela la intolerancia, el fanatismo y el salvajismo de la Inquisición, ese perverso brazo del catolicismo que, buscando “limpiar la sangre”, exterminaba a conversos, cristianos nuevos y opositores, tildándolos de “herejes”, justificando monstruosas tropelías en el “santo nombre de Dios”.
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Hace escasos meses estaba yo en Monterrey presentando Ese instante y ahí entre decenas de gentes que se acercaron, Gaby llegó a presentarse conmigo y a regalarme su Destierros, también de historias silenciadas, que inmediatamente leí. Me comentó, mientras yo firmaba libros distraída, que estaba en proceso de publicar algo de los Carvajal.
Sin ella saberlo, con la simple mención de Luis de Carvajal, me arrancó del espacio de las dedicatorias para arrastrarme a otro sitio: al abrazo y compañía de mi padre, a quien tanto extraño.
Me condujo ella —¿o habrá sido Luis de Carvajal?— a dos momentos precisos.
Primero: a la infancia. Ahí, a la sala de mi casa donde mi papá leía incrédulo, con profundo estupor, las páginas de La familia Carvajal de Alfonso Toro, aquel estudio histórico publicado en la década de 1940 y reeditado en los 70, sobre los judíos en el siglo XVI —ese tomo con manuscritos paleografiados: cartas, memorias y testamento que permanecieron varios siglos en el Archivo General de la Nación y que habían salido a la luz en 1870, cuando Vicente Riva Palacio los descubrió. Yo era niña entonces, no entendía el significado de aquella temible Inquisición, pero veía terror en la mirada de mi papá, en sus pequeños ojos cafés que se llenaban de lágrimas página a página.
Más de medio siglo después, mi padre enfermo en Nueva York en 2016. Con el temerario diagnóstico de que sus horas, quizá sus días estaban contados, como finalmente sucedió, busqué a Diego Gómez Pickering, cónsul de México en la ciudad de los grandes rascacielos. La plática fue intensa y entre otras cosas me contó algo que lo tenía muy emocionado. Meses antes se habían encontrado las Memorias de Joseph Lumbroso en una casa subastadora de Londres, su legado espiritual, el testimonio escrito más antiguo de la presencia judía en América, robado del Archivo General de la Nación en 1932 por un pseudo investigador de nombre Jacob Nachbin.
Gómez Pickering acababa de fungir de intermediario con Leonard Milberg, un coleccionista neoyorquino, y junto con estudiosos mexicanos como Baltazar Brito certificaron que efectivamente eran las Memorias robadas y, según me dijo entonces Gómez Pickering, Millberg estaba en trámite de comprarlas a fin de repatriarlas a México.
Otra vez los Carvajal. Otra vez mi padre.
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A Gaby Riveros —neoleonesa de pura cepa, intuitiva y avispada como es, porque desde niña sabe leer los guiños de la otredad—, la cimbraron los susurros de varios siglos: señas, gestos, corazonadas, ecos silenciados y líneas entrecruzadas de su propia identidad. Con esta historia buscó mirarse al espejo y reescribirse, porque en su pasado familiar y en el origen de su pueblo regiomontano palpaba la presencia de muertos que seguían vivos.
Percibía en la identidad plagada de dobles morales, el revoloteo de otras cenizas. En las exageraciones de un deber ser, en la religiosidad abultada y férrea, en las costumbres furtivas, había secretos.
Siendo una jovencita, ya había puesto el ojo en la Inquisición. Saliendo de la adolescencia la ofuscó saber que a Joseph Lumbroso lo habían quemado vivo por pensar diferente y había incluido un cuento en torno a su vida en su primer libro, publicado en 1994.
Sin embargo, tuvieron que pasar varias décadas, hasta que leyó la noticia de la reaparición de las Memorias de Joseph Lumbroso en Nueva York, esa misma noticia que me comunicó Diego Gómez Pickering, para que ella entendiera que su vida estaba inexorablemente ligada a los Carvajal, a esa hoguera voraz en la que fueron quemados vivos en uno de los mayores auto de fe en la Nueva España.
Ella no descansaría hasta relatar el calvario de esa familia.
Se sumergió en las envidias e intrigas que condenaron a Luis de Carvajal y de la Cueva, El Conquistador —a quien Felipe II, por lealtad y por servicios contra los piratas ingleses, le había otorgado la más ambiciosa capitulación de la Nueva España: ser el primer gobernador del Nuevo Reino de León, una enorme región en Nueva España que incluía parte de Texas y Nuevo México, incluyendo Saltillo, Zacatecas, la Huasteca potosina y Nuevo León, tierras con minas y riqueza, que le concedían aún más poder que el del mismo virrey.
Esa sinigual licencia había llegado además con una jerarquía insólita: sin el requisito de mostrar certificados de “limpieza de sangre” de su tripulación. Fue así como, con El Conquistador, viajaron familias enteras de España y Portugal (117 adultos que incluían mujeres solteras, también 79 niños) que lo dejaron todo en el Viejo Mundo para recomenzar. Entre ellos, Luis de Carvajal "El Mozo", también conocido como Joseph Lumbroso, sobrino consentido y heredero universal del Conquistador, quien, por ser fiel a sí mismo, por mantener su fe judaica a contracorriente y de manera clandestina, inclusive ocultándole ese secreto al tío que tanto lo quiso y protegió, condenó a toda su estirpe.
Cuando Gaby Riveros asumió escribir Olvidarás el fuego, del tema solo había una obra de teatro de Sabina Berman, una película de Arturo Ripstein, una ópera argentina, dos libros de documentos y varios papers alusivos a los Carvajal, ninguna novela que recreara los días y el sufrimiento que padecían los conversos a manos del oscurantismo de la Inquisición.
Durante las pesquisas, Gaby fue encontrando a los suyos entre los Carvajal. En su natal Monterrey, donde hasta hace unas cuantas décadas todos se decían católicos apostólicos y romanos, se eslabonan hasta quince generaciones de una misma cadena, que hoy, con las pruebas de ADN, con las historias que es imposible acallar, conducen a un tal Blas de la Garza, padre de 17 hijos.
La bisabuela de estos hijos, de donde se deduce que casi todo Monterrey es sefardita (no en balde ahora todos piden su nacionalidad española) fue Constanza de la Garza, a quien Gaby le dedica el libro, esa mujer que murió en la cárcel de la Inquisición y cuyos huesos fueron quemados en el auto de fe de febrero de 1526, en la Palma, Gran Canaria.
Desde la libertad del siglo XXI, Gaby Riveros develó esa herencia que persistió. Supo escuchar los lamentos silenciados durante cinco siglos, los gritos de clemencia, el olor de la sangre derramada a fuerza de torturas, persecuciones y miedo. Los neoleoneses, desterrados de su fe, se habían convertido en más papistas que el Papa, como sucede con cualquier converso.
Acostumbrados a guardar silencio, trabajar duro, ahorrar y guardar secretos como forma de vida, se protegían arrullando en la memoria colectiva las huellas y los nombres desdibujados.
Ahí, entre las costumbres y las historias, entre el amor por los libros y la cultura, los valores de prosperidad, trabajo, ejemplo y orgullo, Gaby supo mirar las grietas por donde se escondían los dobleces y los silencios; los símbolos, quizá carentes de contenido, que se repetían en las familias de Monterrey.
A mí me llegó a pasar en algunos viajes a Monterrey que, en voz baja, al saber que era judía, me hablaban de las “costumbres raras” de sus familias, me cuestionaban queriendo descifrar el sospechoso enigma. Siempre era en voz baja.
Contaban que en sus familias solo se cocinaba con aceite de olivo, nunca con manteca; que cambiaban las sábanas los viernes, siempre los viernes. Que los viernes en la tarde era obligatorio bañarse, cortarse uñas y vestirse con sus mejores ropas (como hacen los judíos alrededor del mundo para recibir el shabat). Que algunas mujeres encendían velas que apagaban (velas que deberían de permanecer encendidas, pero cuya flama extinguían en tiempos de la Inquisición para no ser descubiertas como judaizantes).
Aún más: hombres que no trabajaban en sábado. Familias que tapaban los espejos cuando alguien de la familia moría. Mortajas con tela limpia para el muerto, el uso de piedras en las tumbas al visitar los cementerios. Con respecto a la alimentación: tortillas de harina de trigo que ahí inventaron para asemejar el pan ázimo, la matzá que se come en Pesaj. La preparación del cabrito buscaba cumplir con las reglas del kashrut. Las gallinas degolladas que dejaban escurrir toda la noche para que no tuvieran sangre, la carne seca bien salada, el uso de manteca de res.
Según me contó Gaby, hasta dos siglos después de haberse fundado Monterrey no hay registro de que hubiese cerdos.
Así, uniendo 1596 a 2018 —como si 422 años no fueran nada—, Riveros armó el rompecabezas, inclusive con las piezas sobrantes. Se instaló en aquel pasado furtivo y apuntaló con maestría varias voces en la novela, incluida la propia, para cuestionar la historia oficial de Monterrey, esa que prevaleció cinco siglos borrando vestigios del verdadero conquistador: Luis de Carvajal y de la Cueva, quemado en la hoguera de la intolerancia por crímenes que jamás cometió.
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En la Alameda de la Ciudad de México, donde los domingos paseamos viendo globeros y Santa Closes en Navidad, el 8 de diciembre de 1596, se llevó a cabo el acto de mayor intolerancia del que se tenga noticia en la Nueva España: el auto de fe en el que Joseph Lumbroso de apenas 29 años, su madre Francisca, sus hermanas Isabel, Catalina y Leonor, todo el clan femenino, junto con decenas de “herejes”, fueron quemados en hogueras públicas a las que invitaron al pueblo entero, niños y viejos incluidos entre la multitud, para “disfrutar” de la majestuosa puesta en escena, para generar un “espectáculo pedagógico” con trompetistas y tamborileros, a fin de juzgar a 68 procesados. Para que, viendo las piras humanas, todo cristiano aprendiera las consecuencias de no ser fiel a la única religión aceptada, a los dictámenes de la Iglesia.
Pretendían que todo cristiano nuevo supiera lo que le esperaba si mantenía vestigios de su judaísmo. La intención era que todos fueran víctimas de sospecha. La Nueva España se convirtió en tierra de soplones y delatores, acusaban por envidia, crueldad, miedo y deseos de quedarse con las propiedades del otro.
Frente a la incapacidad de discernir lo correcto de lo incorrecto, triunfaban la maldad y el odio. No había escapatoria. Entre robustos muros de tezontle, en varios de los bellos edificios coloniales, donde hoy llevamos a cabo bodas y celebraciones, como San Hipólito, los “guardianes de la fe” tenían cárceles clandestinas donde, con confesiones obligadas, llevaban a sus víctimas al límite de la impotencia.
La Inquisición era una maquinaria monstruosa para urdir acusaciones, saciar venganzas, presentar procesos y exprimir el alma de los condenados con las más crueles torturas. Descoyuntados en el potro, vueltas y más vueltas de cordel sobre la piel viva ante preguntas que no cesaban, tormentos de agua, cuestionarios interminables con los que obligaban un día tras otro a soportar martirios, “castigos ejemplares” les llamaban, para arrancar confesiones de sus presos, para que escupieran nombres y más nombres: los nombres de sus vecinos y familiares, de la comunidad entera.
Escribió Joseph Lumbroso que ahí en San Hipólito, que algún día fue manicomio donde vivieron dementes —también habría que agregar: los dementes inquisidores—, él trapeaba los pisos con sus lágrimas.
Aquellos inquisidores, criminales a sueldo arropados de santidad, desconocían la clemencia, desoían las plegarias, los ruegos, las súplicas, los aullidos de dolor, quizá, inclusive, se deleitaban con los tormentos que practicaban a personas cuyo crimen era ser fieles a sí mismos.
El cruel escenario de los autos de fe, una barbarie, tenía un objetivo muy claro: suscitar turbación, morbo, curiosidad, suspicacia y repugnancia al diferente, al hereje que, ante los ojos del autoritarismo —ese dogmatismo velado con el manto de la santidad—, era merecedor de desgracia.
Los términos de la Santa Inquisición, que de santa poco tenía, con los que condenaron a Joseph Lumbroso, el heredero del vasto territorio del Nuevo Reino de León, estrujan el alma: hereje judaizante, fautor y encubridor de herejes judaizantes, impenitente, relapso, dogmatista pertinaz, blasfemo, apóstata, relajado, enemigo de la Iglesia… Escoria del imperio español y del reino de dios.
Hablaban de “misericordia”.
De relajar, borrar, aniquilar…
Es decir, de entregar a la justicia y al brazo seglar a cualquiera que estorbara, al enemigo que hubiera que aniquilar por la causa que fuera, al manchado sin remedio, para ser sentenciado, para embargarle sus propiedades, tan atractivas para que el Imperio prosperara, para ayudarlo, decían, a “bien morir”: quemado vivo hasta enmudecer su lengua de dolor, sin entierro, sin recuerdo, sin lápida, sin derecho a la memoria.
En aquel tiempo sin esperanza, humillaban sin piedad, deshonraban con salvajismo. Se atrevían inclusive a desenterrar huesos de herejes que hubieran muerto sin sentencia, para ponerles su sambenito amarillo con dibujos de demonios y fuegos, pregonar sus faltas, para luego quemar esos huesos en piras de leña verde, en un espectáculo que redituara.
Lo cierto es que los crímenes de odio de la Inquisición, por quedar impunes en la historia, por haber desparramado el odio desde el poder de la Iglesia, fueron la fuente del antisemitismo contemporáneo, un escalón macizo que preparó el terreno para que siglos después aconteciera el Holocausto, donde también quemaron libros y personas, donde a manos de la más cruel intolerancia murieron seis millones de inocentes, y junto con ellos murieron los valores de la sociedad occidental.
La verdad, por suerte, no pende de un decreto. Aunque la historia haya sido oficial, aunque la Corona y la Iglesia así lo dispusieran, siempre quedan memorias, datos y silencios que se pueden husmear siglos después, para nutrir los textos literarios.
Por paradójico que parezca, en este caso de la Inquisición, como en otros vergonzosos crímenes de lesa humanidad como el nazismo, los líderes, canallas ensoberbecidos con el poder, dejaron registro meticuloso y puntual de sus interrogatorios y fechorías en miles de fojas y legajos que fueron archivados, creyendo que así sepultaban el olvido. ¡Cuánta soberbia tuvieron que poseer, para no temer el juicio de la historia!
La memoria, por suerte, persevera.
Y es la palabra —la palabra escrita, la palabra que permanece bajo mantos de silencio, la palabra que nombra y es leitmotiv, la palabra caligrafiada que es un arsenal de pólvora, que es condena y sentencia, que todo transforma, la palabra que sana o redime— la que permite arropar de detalles las historias.
En Olvidarás el fuego, queda la historia irrevocable del tío conquistador, de los inquisidores, de la madre, hermanas y cuñados de Joseph, de Justa Méndez, la amada… Quedan las memorias, intrigas y traiciones de un tiempo negro de la humanidad, de injusticias y crímenes que no deben de ser olvidados.
Olvidarás el fuego debe ser leída por todos. Además de ser una obra literaria que catapultará a Gaby Riveros como una de las grandes narradoras mexicanas, concede una lápida, una identidad y un espejo a los neoleoneses, a los mexicanos, a los españoles, por supuesto también a los católicos y a los judíos. Al viejo continente y a la Nueva España. Porque los Carvajal fueron víctimas de la más atroz conspiración a manos del clero y el poder.
Su historia es emblemática de la injusticia que se comete cuando se pretende imponer una única verdad categórica y absoluta, una vulgar pureza de fe, bañada con santidad y en el nombre de dios.
La suerte es que Gaby Riveros con Olvidarás el fuego le gana la partida a la historia: hoy menos que nunca olvidaremos el fuego. Luis de Carvajal y de la Cueva no morirá olvidado como pretendían los inquisidores. Tampoco morirá olvidado Joseph Lumbroso, ni su estirpe.
Nombrar es revivir, señala Gaby Riveros y, frente a la herencia que les fue negada en llamas ardientes, este libro les brinda a los Carvajal un sitio meritorio en la historia. Les concede, en nombre de la libertad y la justicia, un lugar de honor, esa merecida dignidad frente al poder delirante.
Sirva su dolor para aprender la lección, para exhibir la vileza del absolutismo, la depravación y bajeza de quienes se creen dueños de “la verdad”.
Versión del texto leído en la presentación de 'Olvidarás el fuego', el pasado 9 de junio en el Museo Memoria y Tolerancia.
AQ