Estoy leyendo Cómo los bizantinos salvaron la civilización. Alguna vez leí Cómo los irlandeses salvaron la civilización. Es todo un género. Hay otros títulos en los que fueron el cristianismo o el islam o Dios o Churchill o los homosexuales o los plomeros o los húngaros o los griegos en Maratón o los griegos en Salamina quienes salvaron la civilización.
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La serie Civilisation de los años sesenta, comienza con un episodio titulado The Skin of Our Teeth, que traducido sería Por un pelito. Aquí Kenneth Clark comienza su historia de salvación en la isla de Skellig Michael, donde monjes fundaron un monasterio en el que el cristianismo pudiera sobrevivir escondiéndose de los bárbaros.
Al comenzar la serie, Kenneth Clark se pregunta ¿qué es la civilización? Y responde al estilo de San Agustín: “No lo sé. No puedo definirla en términos abstractos. Pero creo que puedo reconocerla cuando la veo”.
La palabra de marras tiene mala reputación entre los relativistas. Definida en el diccionario como “el conjunto de costumbres, saberes y artes propio de una sociedad humana”, ¿quién puede decir que la civilización occidental es superior a la oriental o que la cristiana sea superior a la musulmana?
¿Qué se salva, entonces, cuando se salva la civilización? Cuando los monjes de Skellig Michael la estaban salvando, ni siquiera existía la palabra civilización. Hace doscientos años entró al diccionario y nació mejor definida: “Aquel grado de cultura que adquieren pueblos o personas, cuando de la rudeza natural pasan al primor, elegancia y dulzura de voces, usos y costumbres propios de la gente culta”.
Gente culta. También de alma grande. Las masas no salvan la civilización, salvo en una batalla militar contra otra masa que busca lo contrario. Michel de Montaigne ha sido más relevante para la civilización que su palafrenero; Sócrates, que Jantipa; Churchill, que su barbero.
También hoy nos invaden bárbaros que quieren aniquilar la civilización. Anoche fui testigo de esto. Iba en el metro entre dos personas. La de la izquierda leía La muerte y la niña, de Onetti. La de la derecha reía impúdicamente ante breves videos de gente que bailaba para ridiculizarse a sí misma. Como enviando un mensaje, el de la izquierda se detuvo en la página que decía “la inesquivable imbecilidad de la gente que poblaba su mundo: la estupidez de los conformes, la estupidez de los que decían creer en la felicidad universal”. Era la línea nueve, del metro, no de la página. Pronto pasaríamos bajo la Avenida de América. Allá arriba había vivido Onetti. Luego incineraron su cuerpo en el cementerio de la Almudena. Acá en el metro, su alma impresa e inmortal encabezaba la lucha de la civilización contra la barbarie.
Tuve que bajar en la estación Colombia. Iba ganando la barbarie.
AQ