Palabras finales

La guarida del viento

Desde las grandes novelas decimonónicas, el arte de concluir una buena historia se ha transformado. Pero hay una intuición que prevalece.

Gabriel García Márquez: frente a su máquina de escribir. (Archivo)
Alonso Cueto
Ciudad de México /

¿Cómo empezar una novela? Durante siglos se consideraba que el inicio de una novela debía presentar un espacio y un tiempo, del tipo “Érase una vez, en un país lejano...”, algo que la novela hizo hasta el siglo XIX. El inicio de Papa Goriot es uno de los ejemplos más notables: en las primeras páginas sabemos que estamos en París, en 1819, entre el barrio latino y el de Saint-Marceau, en una calle con una pendiente tan brusca que “rara vez suben o bajan por ella los caballos”. Es allí donde está la pensión Vauquer, por donde pasea un sórdido gato, y la también sórdida señora que lleva su nombre. Con Balzac ya sabemos dónde estamos antes de que la acción empiece.

No ocurre lo mismo con la novela del siglo XX que va de frente a la acción desde que en 1915 Gregorio Samsa, “después de una noche de sueños intranquilos”, despierta convertido en lo que todos sabemos. La novela moderna va directo a la acción y con frecuencia usa lo que puede llamarse la “apertura inmediata”.

Empezar una novela o un relato puede ser más fácil que terminarlo. No hay tantas fórmulas sobre lo que debe ser un buen final. Para acabar de contar su historia, la novela decimonónica con frecuencia daba cuenta del destino de todos los personajes involucrados. En el final de muchas de estas novelas el círculo de la historia se cerraba: unos se mueren, otros se casan, otros se casan y se mueren, y en Madame Bovary el miserable Homais “acaba de recibir la cruz de honor”. En el siglo XX eso es infrecuente. Hay en cambio algunos finales reflexivos que proclaman una maldición como el de Cien años de soledad y otros sobre el pobre futuro de un personaje como el de Ambrosio en Conversación en la Catedral. Me fascina el final de Los Papeles de Aspern, cuando el protagonista se queda en su escritorio mirando la foto del gran poeta que le recuerda el tesoro perdido. Pero de todos los finales del siglo XX quizá el de El Proceso sea el más trágico, la ejecución que termina con una exclamación de una culpa incomprendida: “¡Como un perro! —dijo. Y era como si la vergüenza debiera sobrevivirlo”. Entre los finales, el diálogo de Gisors y May, hablando de Kyo, frente a una bahía magnífica, se queda en el corazón de los lectores de La Condición Humana de Malraux.

Pero es muy difícil encontrar las razones por las que un final es bueno o adecuado. Alguna vez, Mario Vargas Llosa dijo que uno descubre un buen final de la novela mientras la está escribiendo y no hay una razón para explicarlo. A propósito de finales, recuerdo dos famosas frases finales en las vidas de escritores. Una de ellas es la de Victor Hugo: “Veo una luz negra”. La otra es de Voltaire. Según la leyenda, cuando en su lecho de muerte, un sacerdote le sugirió que rechazara al demonio, el filósofo contestó con voz débil: “No es el momento de hacer enemigos”.

AQ

LAS MÁS VISTAS

¿Ya tienes cuenta? Inicia sesión aquí.

Crea tu cuenta ¡GRATIS! para seguir leyendo

No te cuesta nada, únete al periodismo con carácter.

Hola, todavía no has validado tu correo electrónico

Para continuar leyendo da click en continuar.