Crecimos allí, donde una piedra se desprendió del cerro y sepultó a su familia. A él lo rescataron con su cuerpo intacto debajo de una estufa de leña. El niño piedra, le dijeron, la etiqueta en sus pies descalzos que a la postre indagarían los misterios del cerro. Crecimos allí, en la herencia de un rastro extinto que nos legó como menú las vísceras fritas en un cazo de metal, un rastro que tuvo su vida justo en el corazón de lo que ahora es una cancha, espacio que sucedió a los corrales donde bramaban por vez última las vacas antes de entrar al callejón de la muerte, antes de penetrar en el filo de un cuchillo. En tradición se convirtió el menudo dominical y tripitas de leche fritas antes de ponerse el sol, lo que los animales dan, el beneficio nuestro.
Los matanceros regresaban a sus casas luego de ultimar a los animales que con precisión levantaban el cuero que luego vendían a los yaquis y que éstos utilizaban para la creación de máscaras, con ellas peregrinaban en rituales de cuaresma. Las máscaras se convertían en postergación de la existencia de las vacas y toros, chivas y burros, un tributo a su paso por la vida. Máscaras que se montaban los fariseos en sus cabezas, máscaras que figuraban animales diversos, payasos y apaches, demonios y orejones que asustaban a los niños que fuimos.
Las enramadas de los yaquis con olor a jécotas, torote, y palma, la yerba que alberga la tribu en sus rituales: danza del venado, pascola, matachines. El recorrido de conti los viernes por la tarde, el domingo de ramos y sábado de gloria. Los yaquis nuestros ancestros, la sangre que nos dio la vida.
Un día, mi abuelo me contó el origen, los porqués de convertirnos en esta tribu de la ciudad, los cómos del arrebato de nuestro territorio, la maldición de la pobreza, el infortunio que significa resistir.
Dijo mi abuelo Juan que el exterminio de la raza se le ocurrió a un presidente dictador, pero que antes de esto el exterminio ya tenía su propia historia, que la maldición se postergó justo el día que otro presidente les confirió el derecho del territorio, el agua y la libertad de su ideología, la independencia de ser yaqui, nación punto y aparte de los yoris, los que matan y mutilan y encarcelan.
Por eso recalamos aquí, a este barrio, por eso la vida nos regaló como un acto de justicia divina la existencia de ese río que nos socorrió, el agua que un tiempo también fue nuestra, de todos los días. Eso me contó mi abuelo Juan.
La matanza, nobleza de un lugar adonde los yaquis llegaron como consecuencia de la construcción de una cárcel, donde participaron, presidiarios, en la edificación con su mano de obra. La construcción de su propio calvario. A ellos los trajeron para que de piedras extraídas del mismo cerro que habitan, construyeran la prisión donde cumplirían sus condenas. El delito cometido no tuvo nombre, ser yaqui bastaba para resistir el castigo, un castigo tan denso como el mismo peso de las piedras.
Las esposas de los presos quienes acudían desde su comunidad a visitarlos a la prisión, poco a poco se asentaron en el barrio, con sus propias manos construyeron sus enramadas de jécotas, torote y palmas, como le enseñaron los ancestros. Luego las enramadas se convirtieron en casas de cartón donde siempre la esperanza de mirar venir a sus esposos permanecía en puertas abiertas. De las vísceras que arrojaba el rastro, mantenían a sus hijos. La matanza y el bramido siempre presente les dio la oportunidad de cercanía con los suyos, esos quienes habitaban en la prisión, la prisión enclavada en el corazón de nuestro barrio. La prisión que a la vuelta de los años se convirtió en un museo, un museo que resguarda el recuerdo de la crueldad.
¿Y por qué tanta violencia?, le pregunté un día al abuelo Juan. Su respuesta fue el silencio y su mirada penetró el horizonte. Tomó de nuevo el rosario y me dictó las primeras frases de un padre nuestro en lengua yaqui. Mientras repetía las palabras como oración me perdí en el recuerdo de una mañana cuando me leyó pasajes de un libro que contaba las enseñanzas de un indio al que llamaban don Juan. Nunca sabré cómo ni por qué yo pude salir de la cárcel, me dijo esa vez, mientras cerraba el libro. Tampoco debe ser cierto eso que cuentan de usted, le dije, eso que dicen que con sus propias manos mató a más de tres celadores para poder liberarse de la prisión. Una sonrisa entre irónica y dolorida sepultó la conversación.
***
La sonrisa de mi abuelo se entremezcla con la sonrisa de Nicanor, como si ambas fueran una misma. La sonrisa de Nicanor me recurre una y otra vez. Sonrisa libidinosa e inocente de cuando bajé de su cuerpo con mi pelo humedecido de sudor. Estábamos sobre una piedra del cerro, contemplando las estrellas, nadie dijo nada, no hubo preámbulo ni urdimos el encuentro, a la par del vuelo de golondrinas, con su gorjeo de sereno, me descubrí un hilo de humedad entre las piernas, el acto más ilustre del placer: el pudor ausente que me dibujó una sonrisa.
El fragmento de este libro publicado por Ediciones Periféricas ha sido reproducido con autorización del autor.
AQ