Aquí me llevan maniatado. No puedo ver la calle, pero sé exactamente dónde está la comandancia. Y sé cuántas calles la separan de La Cárcel Grande. Me llevan agachado con media cara en el asiento y la mano de este pinchi policía en una oreja para que no me levante. Pero conozco el camino. Estamos pasando por la casa del Chato Rin. Cómo jugamos a tantas cosas en esa esquina. Ahora es un baldío. Y en una de sus orillas está creciendo solo un árbol de pingüica.
Siento las ruedas de la troca sobre el pavimento, las piedras y la tierra suelta. Ahora pasamos por la casa del Sastre. ¿Cómo iba a imaginarse el Sastre que me encerrarían con el pantalón que me hizo? Cuando se nos murió el Sastre de tanta noche y diabetes, todo el barrio se puso triste. Nos vestía con sus manos, con la ropa regalada que nos heredaba la gente rica. Para que nos quedara bonita. Qué envidia le tengo ahora al Sastre. Una envidia vieja porque nos hacía valer y una nueva por haberse ido a tiempo. Y otra envidia constante porque nunca usé mis manos para algo tan bello como confeccionar la vestimenta de otro hombre.
Siento que la llanta de la patrulla cae en un hoyo y luego en otro y sé que estamos a punto de pasar por donde vivía la Paola. Me gustaba mucho visitarla en esa casa que estaba al fondo, donde compartía con su mamá. La señora se dormía temprano para dejarnos solos entre las ramas y los aceites y un San Judas gigante, en aquel cuarto donde ocurría la magia. Velas verdes, rojas, negras, blancas. Oraciones y amuletos. A mí aquel escenario me seducía más que cualquier motel de seis horas. En el día desfilaba la gente a consulta en esa cocina: amarres, limpias, adivinaciones. En la noche, se convertía en el lugar favorito de la punta de mi adolescencia.
Se para la troca y entiendo que se acabó el recorrido. Me van a encerrar. Ya parió la leona.
Y si no se hubiera ido cuando me cambió la cara por esta máscara, quizás el domingo entrara por la puerta de visita Mariana. Y le contara, para sonreírnos un poco, cuando vivimos en aquel barrio donde todos los techos de los vecinos tenían carruchas y llantas viejas. Y de la vez que fuimos a la playa y le tomé ochocientas fotos con una tortuga de arena y piedras verdes que hizo con sus manos. Pero se advierte invisible su llegada para siempre.
Y si no se me hubiera muerto de seis corajes mi madre, la vería entrar con bolsas de mandado llenas de chile, tomate, cebolla, machaca y frijoles maneados. Como cuando veníamos a ver a mi papá a este mismo lugar y jugábamos con todos los otros niños que venían a avisar con su sonrisa, que hay una vida todavía en los días que vendrán. Como los niños que veo ahora y que preguntan incansablemente a sus padres cuándo salen, cuándo vuelven a la casa a ver la tele todos juntos a la hora de la comida.
Me dijeron que Mariana se casó y tiene una niña. Me dijeron también que el Chato Rin se fue a Nogales y tiene dos morritos con el amor de su vida. Me dijeron que la Paola se juntó y tiene dos niños con un vato que es maestro. Supe que no hay otro sastre que vista a nadie igual en todo el pueblo hasta la fecha. ¿Se acordará alguien de mí allá afuera?
Heriberto Duarte
Escritor, nació en 1992 en Huatabampo; es autor de 'Hilo, Papel y Tijera', publicado por la editorial Orsai.
AQ