Pascal Quignard: “Si tenemos heridas, no hay que disimularlas”

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En entrevista exclusiva, el escritor francés habla sobre su niñez maltrecha, su apego a los animales, su defensa del estado salvaje y su deuda con el psicoanálisis.

Pascal Quignard, escritor francés. (L'Obs)
Melina Balcázar Moreno
París /

Un premio más se suma a los reconocimientos que ha recibido la obra de Pascal Quignard: el Formentor de las Letras este año. Conocido por su discreción, su rechazo a promocionar sus libros, siempre reserva una generosa atención a sus lectores. Su obra construye así, silenciosamente, una soledad compartida. Rodeado de sus libros, de su piano y su violonchelo, Quignard nos habla aquí de las heridas que lo han formado y de cómo el psicoanálisis le salvó la vida.

En su escritura, encontramos la exigencia de sustraerse, de retirarse del mundo. Sin embargo, hoy se le pide al escritor salir de su torre de marfil y apostar por lo colectivo. ¿Por qué le sigue pareciendo importante sustraerse?

Para mí, sobre todo como novelista, lo que tal vez define a la humanidad es la primera exclusión que se produjo en los pequeños grupos humanos, es decir, el chamanismo, alguien a quien expulsaban porque estaba un tanto loco, pero al mismo tiempo lo transformaban en un sacerdote y, cuando algo no salía bien, en una víctima emisaria. Pero ¿puedo tomarme el tiempo para responder? Porque es una cuestión grave. Durante varios milenios toda religión, ya fuera el sintoísmo, el hinduismo, el cristianismo, en particular el budismo, sin dudarlo un segundo, afirmaban que toda forma de gobierno es horrenda, que debemos huir de toda responsabilidad civil y dedicarnos más bien a crear soledades, monasterios, conventos. Creo profundamente que tenían razón. La idea misma de democracia, de ser dirigido por la totalidad de un grupo, a todos les parecía espantosa, pues no había que ocuparse de los asuntos del mundo, había que huir de la sociedad, y ese impulso creó bibliotecas, monjes —en francés, moine viene de mónos que en griego antiguo significa “solo”, “único”—. Había que volverse solo, nunca un grupo. Y ahora con todo lo que ocurre, en específico el desprecio por el estudio, el saber, es indispensable reconstituir lugares como los conventos, los cartujos, las ermitas donde se aprenda a leer, a estudiar, a tener una vida social mínima. Persiste en mí una reflexión al respecto que me hace dar razón a los antiguos que decían que no estamos hechos para vivir en masa.

Vemos en su trayectoria personal una serie de renuncias a cargos sociales, a responsabilidades. ¿Habría una dimensión política en su decisión de retirarse del mundo? Habla por ejemplo de la importancia de encontrar una “libertad psíquica”.

¿Cómo responderle? No soy un hombre político, soy un hombre de la polis, que quiere decir ciudad, y estoy plenamente en la vida cuando me quedo en París durante el periodo invernal. El resto del tiempo vivo en Sens, donde escogí vivir, a la orilla de un río, en una antigua ermita, rodeado de animales, pájaros y gatos… Desde luego que es un acto político, puesto que se trata de una toma de posición, de partido, respecto al grupo.

Sin embargo, hoy, una nueva tristeza aparece en mi vida que me obliga a comprometerme, a movilizarme, y son los ataques que recibe el psicoanálisis. Mencionaba usted la libertad psíquica pues fue justo lo que encontré gracias a él. El psicoanálisis me salvó. No hay nada político en él, lo suyo es ocuparse de lo singular, lo individual, atrapado en los vínculos familiares, sociales y religiosos, para encontrar algo más natural, vivo, eso que durante largo tiempo estuvo atado.

¿Se relacionaría entonces con la pulsión?

En efecto, encontramos cosas muy extrañas que constituyen el fondo del universo como el empuje del brote que, después del invierno, produce vida. Hay una fuerza extraña, pero más que una libertad psíquica, se trata de una libertad física. Así que, cuando vi el desprecio actual por el psicoanálisis, cuando vi cómo el cognitivismo, las ciencias sociales, ganan terreno y que incluso comunidades de especialistas se organizan para luchar contra el ejercicio individual que es el psicoanálisis, me dije no, basta, tengo que hacer algo. Debemos regresar a lo animal, los humanos debemos ser ariscos, salvajes, individualistas como los animales. En eso consiste para mí la libertad psíquica.

Pero se trata tal vez de una libertad paradójica. En su último libro, Las horas felices, dedica páginas magníficas a esos “deprimidos maravillosos” que, en la angustia, en desdicha extrema, consiguen liberarse de las presiones sociales.

Un gran pensador de ese problema fue Miguel Ángel. No sé si conoce sus sonetos. Sufría terriblemente por sus pulsiones homosexuales y su cristianismo. Se sentía culpable y era muy desdichado. Pero en su poesía, la palabra “fénix” vuelve sin cesar. Tanto en el arte o en el amor, hay que haber ardido, haberse consumido por completo para renacer. Nuestra sociedad quiere eliminar a quienes no funcionan como se espera. Un amigo obstetra me ha explicado que se busca erradicar desde el nacimiento a los autistas, por ejemplo. Yo he vivido una gran depresión, me hundí en la tristeza, pero ahora soy más feliz que antes. Como el fénix, hay que morir para renacer. No hay que fijar a priori un destino a los depresivos, a los solteros, a los solitarios. Sobre todo, no hay que atiborrarlos de medicamentos para anestesiarlos. No me parece que sea lo mejor, es algo que debe vivirse.

¿Tendría que ver con su interés, casi su defensa, por lo salvaje? ¿De ahí viene su apego por los animales? Ha hecho, por ejemplo, performances con rapaces y en su escritura parece buscar la manera de que lo salvaje permanezca salvaje.

“Salvaje” viene del latín solivagus, es decir, soli (solo) y vagus (que erra). El salvaje es el que erra solo. Es la fiera, el tigre. Los animales me han enseñado mucho. Pero necesito regresar muy atrás para responderle. Cuando uno es niño y su familia no lo quiere, ni siquiera su madre, nadie, a uno lo abandonan. Los niños que carecen de amor se refugian entonces en los jardines, buscan la compañía de los animales para compensar lo que les hace falta. Nace así una cercanía porque los jardines siempre están ahí, las estaciones del año siempre vuelven, los animales no abandonan. Nos acostumbramos a su compañía. Los animales me enseñaron a desconfiar, a retirarme cuando es necesario y a ser extremadamente generoso, como lo son ellos. Los gatos me han enseñado algo más: la necesidad de caricias. De niño, nunca recibí caricias y me sorprende su demanda insaciable de caricias, aunque no impide que sean ariscos e individualistas. De hecho, lo primero que me han enseñado los animales y que la antropología no menciona es que cuando uno permanece salvaje nos volvemos profundamente individuales. Se trata de un individualismo intransigente. La domesticación, la modelización, la educación hace que nos parezcamos unos a otros y es algo que nos cuesta pues nos lastima.

En varios de sus libros vuelve a esa herida de infancia, no sé si podemos llamarla así…

Sí, eso es, una herida.

Vuelve a la carencia de amor por parte de su madre.

Sí, pero no le tengo rencor. Sé que mi nacimiento le produjo enfermedades y depresión, no es su culpa. Si no me quiso fue porque conmigo le vinieron muchas desgracias y, bueno, yo solo pagué las consecuencias. No fue algo intencional.

Temo que debo ser más personal en mi pregunta para explicarme.

Sea personal, por favor. La literatura está hecha para llegar al centro de las cosas, para conmover. No se hace literatura para hablar superficialmente de los asuntos del mundo.

Respecto a esa falta de amor materno…

Explíqueme un poco más para que entienda bien.

Encuentro muchas resonancias en mi infancia con lo que cuenta y el enorme trabajo que lleva sobreponerse. Leerlo me ayudó a vivir pues me permitió comprender que podemos hacer algo con ese vacío emocional.

Creo que podemos hacer algo con la carencia, como Miguel Ángel. De la profundidad del abismo en el que nos hundimos podemos extraer conocimiento. Tocar fondo nos da el impulso para comenzar de nuevo.

De la infancia, ha dicho también que es un momento particular en nuestra relación con el lenguaje, un silencio que precede a la palabra, más cercano al lenguaje del cuerpo. ¿Su relación con el silencio ha cambiado con el tiempo? ¿De la afasia de sus primeros años a quien es hoy?

Tiene razón, ha cambiado. Es muy complicado porque, pese a mi afasia, elegí como instrumento —en el sentido musical— el lenguaje, algo que tanto me ha hecho sufrir. Además, mi abuelo materno fue un notable gramático, así que todo daba pie a que me castigaran por las faltas que cometía. Y, sin embargo, es curioso, si bien como escritor me sirvo del lenguaje, lo valioso no está en el lenguaje mismo sino en lo que se encuentra antes. Pero ahora ya no hablaría de silencio, pues el silencio es en realidad muy ruidoso, hay muchos sonidos en la naturaleza. De hecho, la música precedió al silencio, la audición también. Usted ha hablado de paradoja. Es paradójico, efectivamente. Mi síntoma se transformó en instrumento, un instrumento que utilizaban para hacerme sufrir ahora me sirve como plegaria y me ha mostrado lo primordial, algo más profundo, denso, sensorial. Lo que compensa la carencia —que en mi caso se manifestó también mediante la anorexia que experimenté desde bebé— es lo sensorial: comer, tomar, correr… Lo corporal, lo carnal es el mundo al que debemos volver a toda costa, aunque sea algo que al lenguaje no le agrada mucho. Pero cuando volvemos al cuerpo, el lenguaje se transforma y se vuelve como ocurrió en la obra de escritoras admirables, de hecho, son más mujeres que hombres quienes lo comprendieron. Pienso en Colette, Woolf, Sei Shonagon, Duras, mujeres que cultivaron lo sensorial antes que lo lingüístico.

Podemos observar a lo largo de su obra que cuestiona los géneros literarios, con la forma del “pequeño tratado”, por ejemplo, o con su vasto proyecto Último reino donde se mezclan relato, ensayo, autobiografía... Sin embargo, pese al lugar privilegiado de la reflexión, nunca ha abandonado la ficción, practica tanto la novela como el cuento. De hecho, el cuento parece revestir una importancia especial. ¿Se debe a esa cercanía con los sueños?

Yo no tengo ningún problema con los géneros, no me importan. Más bien es la sociedad que se preocupa por definirlos, por distinguir entre el novelista, el poeta, el ensayista, el filósofo, el religioso, el profeta… Desde el inicio ha sido algo espontáneo. Por ejemplo, no me gustaba que me identificaran como poeta, siempre lo negaba. Lo que siempre me ha molestado es que me quieran asignar un papel en la sociedad, no me gustan los roles. Tal vez tenga relación con mi infancia o con mi madre. No me gustaba que me dijeran quién soy, que me definieran. De ahí que no quisiera ninguna caracterización, aunque nunca ha sido algo del todo voluntario, más bien una manera de encontrar mi propia voz. Con el tiempo, no obstante, me vuelvo más lírico que antes, más pasivo ante lo sensorial, más poético a veces.

Tiene razón respecto al cuento. Si me comparo a mis amigos novelistas, he escrito una enorme cantidad de cuentos, cientos y cientos, Triunfo del tiempo* es un buen ejemplo. Quizá se debe al modo de figuración que suponen, son más cercanos a la imagen. Tomemos las imágenes de la Antigüedad, pensemos en Butes y el fresco de Paestum. Bueno, no es el personaje de Butes el que vemos ahí, lo inventé yo al nombrarlo así. La pintura solo muestra, entre una fortaleza y el agua, a un hombre suspendido en el aire, que se lanza, pero desconocemos su significado que por lo mismo se vuelve muy rico. La imagen posee una gran riqueza y, de la misma forma, el cuento, con su extrema simplicidad de formulación, conserva infinidad de significaciones. Los cuentos, como las imágenes, toman muy pocos elementos por lo cual se asemejan mucho a los sueños. En la novela, la lengua construye el relato y el cuento se sitúa entre el sueño y la lengua. Está incluso antes del mito, o más bien se encuentra en la infancia, ese momento en que intentamos transmitir las imágenes al mundo, que lo toquen.

¿Y dónde situaría la novela?

Como lo decía Cayo Albucio Silo con los sordidísimos, la novela condensa los restos, es como la basura de los géneros. Solo en las novelas se encuentran escenas un poco viles, abyectas, un tanto humillantes, aunque bellas y sin relación alguna con los discursos. Mis novelas son un conjunto de cosas humillantes, ahí encuentran su lugar. Si bien, como le decía antes, hay un lugar oral para todo eso, y es el psicoanálisis.

¿Cómo habría que entender lo humillante?

Como algo humilde tal vez…

¿O más bien vulnerable?

Sí, pues no hay que tener miedo de sus heridas. Si tenemos heridas, no hay que disimularlas, no hay que esconder nada. La novela es el género que no oculta.


* Triunfo del tiempo, seguido de Pequeño Cupido. Traducción de Juan Pablo Patiño. Canta mares, 2023.

AQ

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