La decoración de los postres sobre elaborada, versiones comestibles del estilo Pompadour, del rococó, la falsa promesa de felicidad que despertó con la guillotina, que partió cabezas como pasteles de chocolate con crema. Los pasteles, las cremas de colores me recuerdan el mal augurio de las pesadillas, soñar azúcar es vaticinio de tristeza. En esta sociedad sobre indulgente el azúcar se ha convertido en una droga legal. Somos la sociedad azucarada.
¿La felicidad tendrá esas formas? ¿Será de rosetones color fresa y grandes caireles de vainilla, con capas de tres pisos de chocolate y crema batida? ¿Crujirá como una galleta repleta de chips de colores, o se deshace en la boca con la grasa de las donas glaseadas hechas en fábricas como los ansiolíticos? ¿A qué sabe la felicidad?
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No es dulce. No es de colores. No es suave. No se consigue fácilmente. Por eso se promete, porque las promesas son para romperlas, para avizorar que son algo lejano, que en su accidentado trayecto nos perderemos y nunca llegaremos. Donde sí
llegamos es a una pastelería. La repostería es un refinamiento gastronómico que trastorna nuestro cerebro, activa los receptores de opioides, altera el “circuito de recompensa” que provoca placer, al intentar repetir esa sensación se desata el comportamiento compulsivo, y nos enganchamos.
Hemos inventado miles de formas para consumir azúcar, y sus versiones falsas, cada vez más sofisticadas, unas las llevamos al extremo de su fantasiosa apariencia y otras las tenemos con gran accesibilidad, omnipresente, es un dios paralelo que nos da lo que el otro dios nos quita, el de la realidad. En la sociedad sobre azucarada, la evasión es una industria alimentaria, que explota y lucra con esos receptores de opioides en el cerebro. El éxito de esa industria es gracias a nuestra débil condición, incapaz de decir no. Somos felices por unos minutos, lo que dura el helado en la boca, en lo que se disuelve la crema del pastel y masticamos los chips. Hemos enseñado a nuestro cerebro a conformarse con muy poco.
La sociedad azucarada se cree sus mentiras, nos ha convencido de que esa felicidad, casi insípida, que es un ligero spleen de serenidad, de paz y silencio que llega con la austeridad, es para los amargados que no saben disfrutar de la crema pastelera. No hay categorías, ni jerarquías, para el cerebro es lo mismo un pastel de la más sofisticada repostería que unas golosinas industriales, empacadas en papel plateado.
Víctima de nuestra debilidad, de la obsesión de placeres fáciles, la sociedad azucarada se enferma, quiere más y más, los límites se rompen. La felicidad se aleja cada vez más y para aparecer necesita más pasteles, más crema, colores artificiales, ingredientes exóticos, porque el sentido del gusto se ha atrofiado, mientras el cerebro desfallece ante un apetito incontrolable. Ahogada en un inmenso tanque de helado, la sociedad azucarada ha conseguido su gran triunfo: morir insatisfecha.
AQ