La desigualdad social es uno de los grandes problemas nacionales y motivo permanente de conflicto en el país. Con la mitad de la población en la pobreza, 10 millones de personas en pobreza extrema, y la concentración del ingreso en menos del 10% del total, periódicamente se corrobora el fracaso, o la virtual inexistencia, de las políticas redistributivas del Estado y el modesto aporte de la filantropía privada. Acaso por ello, la desigualdad social suele ser una constante en el discurso público. En su nombre, y por medio de apropiaciones diversas contradictorias a veces, se justifican decisiones, cátedras, investigaciones, silencios e incluso omisiones, funcionales a los actores sociales para orientar prácticas (políticas, científicas, asistencialistas, populistas, revolucionarias, neoconservadoras, religiosas, etcétera), alcanzar objetivos y dar un fundamento moralmente aceptable a sus acciones.
Si bien quiso hacer vocación de la “justicia social” el régimen de la Revolución Mexicana, la preocupación por las “clases menesterosas” venía de antaño. Al Hospicio de Pobres, creado por los Borbones para retirar a los mendigos de la vía pública e institucionalizar a los “verdaderos pobres”, lo acompañaron una batería de normas legales que criminalizaron el desempleo en aras de combatir la vagancia. Tardó el pensamiento social en esclarecer sus causas y prescindir de la condena moral simplona con la que lo caracterizaban las autoridades y las clases propietarias. Todavía en el siglo XXI se apela a la atención de los eufemísticamente nombrados “grupos menos favorecidos” para legitimar posturas políticas de diferente naturaleza, elaborar programas sociales, ahora sí hacérselas buena y sacarlos de la pobreza y el atraso.
Los liberales reivindicaron el pasado prehispánico, pero poco hicieron por el indio contemporáneo. En su afán de mostrar la Independencia como una restitución de la nación a sus dueños originarios, definieron la identidad del mexicano a partir de bases étnicas y, por tanto, de origen quedó sembrado el conflicto con el extranjero potenciado con el desastre de 1847. La convicción de que aquellos conformaban un “pueblo débil”, muy a tono con la calificación de las civilizaciones recién esbozada por la antropología, sirvió de coartada científica para promover la inmigración europea (blanca) y, con ella, la modernización del país. En eso, los liberales estaban cerca de conservadores como Francisco Pimentel, quien diseñó la estrategia para desaparecer al indio, además de establecer la premisa según la cual ser mexicano, por sobre todas las cosas, es ser católico. Mientras las mentes mejor dotadas del Porfiriato apostaron por el mestizaje como solución al “desequilibrio racial”, pensemos en Justo Sierra y Andrés Molina Enríquez, el grueso de la inteligencia del régimen optó por mirar con sospecha a las clases subalternas y diseñar políticas de contención social con evidente contenido racista. El orden que pretendían imponer finiquitaba la ilusión liberal, atribuida al estadio metafísico comteano, de que los individuos eran esencialmente iguales, asumiendo en contrario que había diferencias naturales irremontables las cuales legitimaban la dominación.
Las llamadas patologías sociales tuvieron por remedio la profilaxis, como si de enfermedad se tratara. Estas señales de alarma contaron también un registro literario donde quedó constancia que el progreso material y científico no se avenía con una mejora moral y, más todavía, podía empeorarla al socavar la influencia de la Iglesia católica dentro de la vida privada, desdeñando la educación de las costumbres ofrecida por ella sin construir alguna alternativa viable para remplazarla, a no ser un irreligioso cientificismo que alentaba el desorden de las clases bajas contaminando a la sociedad entera. La narrativa literaria y la sociología de la criminalidad coincidieron en señalar a la ciudad como el lugar que descomponía a las almas puras induciéndolas al vicio que, de no haber mediado la Reforma, seguramente habrían llamado pecado. Aquellas soñaron con una modernidad sin costos, tratando inútilmente de desligar la moralidad de su entorno, de proteger la trinchera católica de la acometida de los patrones de conducta importados. Aunque en la forma y el contenido había roto con el romanticismo, las narrativas realista y naturalista compartían todavía con él la convicción de que en el mundo rural existía el México auténtico, esa esencia que después la filosofía de lo mexicano tratará de rescatar también en oposición a la copia obsecuente de lo externo.
Obturado el camino del ascenso por un orden impermeable a la movilidad social para los nuevos actores producto del desarrollo económico porfiriano, amén de los grupos sociales desatendidos de antiguo, a la vuelta de siglo se extendieron las ideas revolucionarias que no veían más posibilidad para el país que rehacer el pacto social en sus fundamentos, abandonando la utopía rural de sus predecesores decimonónicos. La lucha armada corporizó el temor de las élites hacia la multitud, hasta entonces atajado con la sociología positivista, aunque el régimen surgido de ésta tuvo a bien incorporar a las clases populares al discurso, las artes y el sistema político a cambio de su subordinación; educación, reparto agrario, organización sindical y cooptación de los dirigentes, de por medio. Una estética animada por propósitos didácticos auxilió a este proyecto de cambiar el país pintando los muros e incorporando al pueblo en las tramas literarias, en tanto que comenzaba a desarrollarse una línea filosófica que hizo de la autognosis nacional materia de análisis.
El racismo con respecto de los indígenas, y el clasismo hacia los sectores populares en general, son puntales de la perspectiva de los grupos privilegiados en relación con los dominados. La reacción de aquellos frente a la sociedad de masas fue justamente el clasismo, una forma de discriminación que incorpora los supuestos racistas sin hacerlos explícitos (quizá por el descrédito de las ideologías de esta índole posterior a la derrota del nacionalsocialismo), además de añadir diferencias basadas en la cuna y las costumbres. De esta forma, la movilidad social ascendente, propiciada por la educación pública y la expansión económica de la posguerra, la contrarrestó dentro del imaginario conservador el clasismo quien recuperaba las fronteras sociales que la cultura oficial intentó disolver en el denso ácido del nacionalismo.
En ciertas coyunturas críticas, las clases populares han tenido respuestas xenófobas hacia las minorías extranjeras, identificándolas con las élites enriquecidas. Actualmente habitan pocos extranjeros en el país (0.5% de la población nacional) y la mayoría de los mexicanos, de acuerdo con los estudios de la CONAPRED, no los quieren. También habría que agregar que hay alrededor de 10% de indígenas (esos sí nacidos en el país) y la mayoría de los mexicanos tampoco los quieren, de acuerdo con el lenguaje común. En consecuencia, habría que ver cómo es que la cuadrícula social se encimó a la diferenciación étnica en una suerte de superposición de la estructura de clases a un sistema de castas, de manera tal que las clases propietarias quedaron identificadas con los blancos y las subalternas con los subiditos de tono.
Invaluable refuerzo de la literatura y el ensayo —terreno de cultivo de teorías y prejuicios con respecto de las clases populares y las “razas”— fueron el cine, la música y la televisión, quienes recodificaron los tipos costumbristas decimonónicos cual estereotipos culturales. El cine recuperó al artesano honrado de la novela de folletín (Pepe el Toro, de oficio carpintero), y trasmutó al chinaco en el charro, en esa nostalgia por la hacienda porfiriana justo cuando la reforma agraria cardenista. La lucha de clases se insertó en las pantallas de todos tamaños, en la fotonovela y el acetato, atribuyendo a las clases populares un sentimentalismo ramplón y una simpleza mental que explicaba de suyo el desencuentro con la fortuna. La complejidad, de haberla, estaba en el alma nacional —impenetrable entonces para la antropología— o en el lenguaje, como documentan Cantinflas y Tin Tan. De todos modos, la pobreza tenía su encanto, pues mantenía intacta la pureza del alma sin contaminarla con lo superfluo. A ese mal congénito de los ricos aplica una terapia de choque el Gran Calavera (Nosotros los Nobles, su versión pirata). Mientras los pobres derramaban lágrimas de felicidad y de tristeza de antiguo, los ricos aprenderían a llorar avanzado el siglo xx.
Las clases medias y el pueblo llano tomaron la batuta en las últimas décadas, cada cual arquetipo social de un discurso político particular. Aquéllas, pujantes y responsables, ilustradas y emprendedoras, democráticas y críticas, más otras cualidades que se nos escapan, darían certidumbre a la democracia (con su raciocinio) y sustento al mercado (por su capacidad de consumo). El pueblo, abnegado y sabio, honesto y trabajador, auténtico y diáfano, rescataría a la patria de la vorágine neoliberal, además de recuperar la senda de la historia entendida como destino si no es que como salvación. Dos teleologías en colisión dentro de una esfera pública más próxima a la sociedad del espectáculo que al lugar del debate y formación del consenso habermasiano.
Carlos Illades es profesor distinguido de la UAM y miembro de número de la Academia Mexicana de la Historia. Autor de Vuelta a la izquierda (Océano, 2020).
Este texto es el prólogo de 'Patricios y plebeyos. Crónicas del clasismo mexicano' (Akal/UAM, 2022).
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