McCartney: 80 años del músico con espíritu de ‘working class’

Los paisajes invisibles | Nuestros columnistas

Podríamos conjeturar que el ex Beatle sigue la prédica de Nietzsche, “lo que importa no es la vida eterna, sino la eterna vivacidad”.

Paul McCartney en 2018. (Foto: Jacques Boissinot | AP)
Iván Ríos Gascón
Ciudad de México /

Paul McCartney cumplió 80 el 18 de junio. Junto con Ringo Starr, se mantiene en tierra luego del naufragio de 1970, bueno, los Beatles zozobraron formalmente cinco años después, cuando el recién octogenario finiquitó el proceso judicial de la ruptura. De cualquier modo, su longevidad no es lo único que cuenta sino el empeño o la negligencia por seguir haciendo ruido.

El miembro de la Orden Británica (con el que también fueron ungidos el resto de los Beatles en 1965) y Caballero del Imperio, con la medalla y el blasón que recibió en 1997 de manos de la reina, no piensa retirarse. Sigue creando, produciendo, alternando con colegas aquí y allá, y presentándose en conciertos que, encima, suelen agotar el boletaje, pues las rolas más significativas de los Beatles forman parte del setlist que el público, sea de la generación baby boomer, X, millennial o centennial quiere escuchar en vivo, aunque tampoco este empuje, o energía, es algo excepcional.

McCartney proviene de una estirpe de músicos tenaces, curtidos en el esfuerzo, artistas con espíritu de working class. Esos que no se apaciguan con los achaques ni se conforman con amasar una fortuna, jubilarse y sucumbir en algún retiro glamoroso contemplando fotos viejas del tiempo perdido. Jagger, Keith Richards, Bob Dylan, David Gilmour y algunos más, también pertenecen a esa casta en la que, tal vez, John Lennon y George Harrison estarían inscritos, de no ser porque al primero se le cruzó Mark David Chapman y lo mandó a cantar a otros territorios en 1980, mientras que del segundo se ocupó su propio cuerpo, borrándolo en noviembre de 2001 con un cáncer, cuando apenas tenía 58.

Completar ocho décadas en el planeta es significativo para cualquiera, claro, sobre todo si la vida vale (o valió) la pena de ser vivida: tras semejante hazaña quizá se podría responder a la pregunta esencial de la filosofía, esa que, a propósito del suicidio, Albert Camus enuncia en El mito de Sísifo. Ahora bien, si atendemos que el escritor argelino procuró enunciar que “el pensamiento de un hombre es, ante todo, su nostalgia”, resultaría entonces que McCartney sigue en el camino para no añorar. Esa era, curiosamente, la fobia más terrible de su colega John. Terminar rememorando tiempos mejores, frustrado por no volver a colocar un sencillo en el Billboard, o peor aún, llegar a una avanzada edad calvo, barrigón, y pasando el tiempo en la inmensa cocina de su depa en el Dakota.

Es poco probable que McCartney se haya enterado de esa paranoia en boca de su propio amigo. Posiblemente la leyó en una de las tantas biografías que se han hecho de Lennon, y siendo casi almas gemelas (Lennon era diestro y McCartney zurdo pero a todos asombraba que cada cual se prestaba su guitarra y la tañía de forma natural), seguramente se aplicó en el estudio de grabación para no caer en el infame destino de los Has Been.

O es de suponer que no. Podríamos conjeturar que McCartney sigue la prédica de Nietzsche, “lo que importa no es la vida eterna, sino la eterna vivacidad”. Con las horas de vuelo acumuladas, el vigor ya es lo que le conviene. Lo otro lo consiguió desde el álbum Help! “Yesterday”, su track más interpretado y versionado de la historia, le extendió las escrituras de una envidiable parcela de perpetuidad y lo demás sale sobrando. Sus discos de solista. Sus creaciones pretendidamente clásicas. Incluso los Wings.

AQ

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