Qué comen los personajes de Juan Rulfo en 'Pedro Páramo'

Ensayo

En varios momentos, los alimentos y las bebidas escasean en la desdichada tierra que gobierna Pedro Páramo, ese rencor vivo que nos legó el escritor mexicano.

Juan Rulfo (1917-1986). (Archivo MILENIO)
Alejandro Ordorica
Ciudad de México /

En cuanto nos aproximamos a Comala, Juan Rulfo parece darnos una inevitable recepción a los sabores de la desdicha y el infortunio.

Leo una vez más Pedro Páramo y me intriga saber cuántas veces y qué daba de comer a Pedro Páramo y a su profusa dinastía. Preguntas seductoras que, inevitablemente, apenas pueden hallar respuesta en los bordes de la muerte, con sus abstinencias y pérdida del apetito.

Pero ya en su cuento “Diles que no me maten”, Rulfo se anticipa y nos previene que “cuando ronda la muerte no da hambre”, como se expresa doliente e indolente el hombre al que están por fusilar.

En Pedro Páramo, los muertos que pululan por las calles se sientan muy pocas veces a la mesa y sus intercambios a la hora de la sobremesa suelen ser fugaces y sombríos.

Los alimentos que aparecen son tan reducidos que igualmente aparecen y reaparecen fantasmalmente. No se ofrece en el menú más allá de los infaltables frijoles y tortillas, y acaso por excepción un trozo de cecina o la simpleza de unos huevos, sin especificar variable alguna.

Sólo cuando irrumpe un grupo de revoltosos en la Hacienda de la Media Luna, que se había incorporado a la Revolución sin conocer bien las causas por las que peleaban, intuimos que para apaciguar el hambre que les corroía, mataban a la primera res con que se topaban, pero que de tanto repetir su consumo tornaban en el hastío, el empalago y hasta en la súplica a Pedro Páramo… de que les facilitara acceder a: ¡una gorda con chile!

Rulfo apenas abre un poco más el abanico de alimentos cuando hace referencia a lo que brota del campo, aunque sin abandonar la austeridad de esa forzada frugalidad a que obligaban las tierras que trabajosamente daban maíz y alfalfa o hierbas como el tomillo, romero y manzanilla.

De las bebidas qué decir, si tan sólo menciona una vez el atole, otra el pulque y no más de cinco veces el chocolate, además de un par de referencias al alcohol, que en alguna ocasión se convierte en ingrediente fatal y detonante de la tragedia.

¿Cuántas veces entonces permite comer Rulfo a Páramo? No más de dos o tres veces, según se quiera inferir, pues explícitamente no se desliza en su mesa platillo ninguno, entre tenues generalizaciones de desayunos o comidas. Por igual, los demás personajes, como Miguel, su hijo, que degusta escuetamente, y por única vez, huevos (“a la nada”).

Cuando los hombres y mujeres del pueblo están a punto de comer se niegan a hacerlo, ya que para los muertos no es necesario, como tampoco lo es respirar. Sólo andar y aparecerse en el momento que haga falta para decir algo entre murmullos.

Igual, cuando llega un hijo más de Pedro Páramo a Comala, a la búsqueda de su padre, y encuentra hospedaje con Eduviges, la amiga de su madre que lo invita a probar algún bocado que él pospone con un “Iré. Iré después”. O, tal como le contaron de su madre, que escuchó muchas veces la voz imperativa de Pedro Páramo ordenándole que le preparara el desayuno para inequívocamente rechazarlo con su prepotente reclamo: “Doña Doloritas, esto está frío. Esto no sirve”. Y una más de Eduviges, al salir a colación “su estómago engarruñado por las hambres y el poco comer”. O del Padre Rentería y su queja de que de los pobres nada conseguía, pues “las oraciones no llenan el estómago que se le asigna”, aunque eso sí, noche a noche, en la cena, bebía su chocolate entre refunfuños porque “la mesa de su comedor está toda desconchinflada”; o sentencioso, a propósito de que las uvas en esa tierra no se daban, pues “sólo crecen arrayanes y naranjas; naranjas agrias y arrayanes agrios”. O en otro momento, los hermanos que viven en incesto y no pasan de ofrecer un tarro de café a los visitantes, excusándose:

          —No tenemos más. Perdone lo poco. Estamos tan escasos de todo, tan escasos…

Flota Páramo, de lo tan volátil de su ser a lo tan terrenal de sus intensas pasiones, más aún ante las tentaciones que él mismo reconoce en la frase icónica de “Hacía tanto que no alzaba la cara, que me olvidé del cielo”.

Ignacio López Tarso y John Gavin en una escena de 'Pedro Páramo', de Carlos Velo. (Especial)


El apetito de Pedro Páramo

A veces, el alimento es medicina sobre todo para el susto, como la recomendación de ingerir una dosis de agua de azahar, asegurando que “con esto se bajará el miedo”.

Pero continúan las penurias en el secreteo de Justina y Dorotea. Una a otra le confía que… “vinieron las guerras esas de los cristeros y la tropa echirialada con los pocos hombres que quedaban. Fue cuando yo comencé a morirme de hambre y desde entonces nunca me volví a emparejar”.

En diferentes momentos, los alimentos y sabores escasean por igual en esa tierra de desdicha “que se le conoce con sorber un poco de su aire viejo y entumido, pobre y flaco como todo lo viejo”. Y que parecen menguar un tanto en alusión a Susana San Juan, que es “como de dulce” (de menta y hierbabuena); o de otra, cuyos pies mordía su amante y “eran como pan dorado en el horno”.

Un pueblo destinado al caprichoso destino de Páramo y más cuando se siente desdeñado por la inasistencia del pueblo al velorio de su adorada Susana:

          “—Me cruzaré de brazos y Comala se morirá de hambre. Y así lo hizo”.

Y comerán todos en silencio, con la excepción de la regla de aquellos supuestos revolucionarios invitados a cenar por Pedro Páramo, cuando “sólo se les oyó sorber el chocolate” y “masticar tortilla tras tortilla”.

En Comala sí, donde va implícito el comal que media entre el fuego del infierno y el alimento negado.

A momentos parece haber alimentos, pero acaban por esfumarse. Los fantasmas oscilan entre el comer y no comer. Hasta cuando se hace referencia a una boda, la lista de los guisos es inexistente y apenas se infiere que los hubo.

Y por encima del reduccionismo culinario, transitan transparentes sabores y aromas ante nuestro olfato y gusto, gracias al prodigio de su realismo mágico, dentro del círculo incompleto de poca mesa y sin sobremesa.

Muerte y muertos que acaban por sumergirse tiempo después en un mundo incoloro, insaboro, inodoro.

No necesita Rulfo, ¡claro!, de aderezos ni de sazones porque traza magistralmente la miseria imperante y la presencia de la muerte tan ajena a los placeres culinarios o a los banquetes suculentos. Viven y no sus pobladores.

Una nada que lleva a la nada.

Una nada que es la pobreza donde escasea el todo, menos el hambre.

Cómo no recordar aquí el llamado terminal de Damiana Cisneros —la fiel sirviente, a la que quiso tener entre sus brazos y nunca tuvo, porque la puerta a la que él tocó no se abrió y él ya nunca regresó— en la agonía de su patrón...

          ¡No quiere que le traiga su almuerzo!

A lo que él responde, herido de muerte, tirado en el suelo:

          Voy para allá. Ya voy.

Y casi enseguida morir e irse “desmoronando como si fuera un montón de piedras”.

Digo, entonces, que a Pedro Páramo le llega la muerte en ayunas, sin probar bocado, ni siquiera el sabor de un terrón que quede en su paladar.

Rulfo no quiere abrirnos el apetito porque apenas alcanza lo poco que hay de comer para sus vivientes de Comala.

No hay quien peque por vía de la gula ni nadie que muera de congestión. En cambio los comalenses copulan más que comer.

Dualidad de una muerte que da vida y una vida que termina por morir.

Muerte viva y vida muerta.

Ese recuerdo que basta para dar vida a la muerte o tal vez una denuncia que asigne la muerte en vida.

El mayor apetito de Pedro Páramo se finca en el poder y las mujeres.

El dominio del cacique que se extiende entonces hasta el dictado mismo del apetito arrejuntado con la abstinencia desabrida, el sabor oculto o el sinsabor del orfanatorio, que Rulfo padeció en su niñez.

Pródigo y telúrico en sus letras, a fin de cuentas, supongo que si sus personajes poco comen en Comala, es porque en él gravita su deseo de sopesar y condenar de paso el hambre ancestral de la pobreza extrema tan adentrada desde hace siglos en lo más profundo de nuestra tierra… y en la enigmática y hasta indescifrable dualidad de la muerte viva y la vida muerta.

ÁSS

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