Hablando de un cine que podría calificarse de “ligero”, hace años una amiga más conocedora que yo me dijo algo digno para pensar sobre la arraigada costumbre de volver a ver ciertas películas aunque no sean obras de arte o siquiera algo cercano: uno ya las conoce en sus limitaciones y aun así elige verlas de nuevo. ¿A qué se deberá?
Confieso que yo lo hacía (y lo hago), pero sin saber bien a bien porqué, y aprovechando aquella revelación, ahora usaré la denominación de “películas de compañía” para introducir una categoría adicional a los términos ya empleados en mi primer artículo sobre cuestiones relacionadas con creaciones de autor y otras clases afines. Hablaremos de filmes que si bien no son grandes, tampoco son de esos hechos para un ineludible consumo junto con palomitas o similares, como las de Godzillas rápidos y furiosos, súper héroes de maravilla, choques de carros, aviones presidenciales en peligro o tiernos amores juveniles. A cambio me referiré a lo que en inglés se conoce como supermarket quality, calidad aceptable a precio razonable (una especie de oda a Walmart, pues), entendiendo por precio lo que me cuesta verlas en términos de dinero, tiempo, salud mental y similares.
En general, no es muy difícil distinguir entre diversas clases de mercancías —pues desde una cierta perspectiva el cine eso es— y, por ejemplo, si hablamos de cosas como baterías de cocina, las hay desde casi piezas de arte (en acero quirúrgico, acabados extraordinarios y con garantía de por vida), hasta la basurita de ínfimo costo y calidad, hecha para el triste uso obligado por la necesidad económica, que nadie en su sano juicio (financiero) elegiría por gusto. Pero también hay variedades intermedias, con las cuales uno puede convivir aun sin perder de vista mejores aspiraciones. La enorme diferencia: aquí la calidad se relaciona más con sensibilidad y recursos artísticos y menos con el dinero.
Así, pues, ante el curioso fenómeno de volver a ver una de estas películas no estamos hablando de “matar el tiempo” (fea expresión), sino de una especie de cultura-de-no-muy altos-vuelos, pero cultura al fin: algo intermedio entre atender el espíritu y meramente pasar el rato. El cine industrial sí puede llegar a tener una probada capacidad de combinar entretenimiento con provecho, de ofrecer un producto de calidad si no excelsa, tampoco despreciable, puramente consumista o de mero escapismo, como esas llamadas “calorías desnudas” en nutrición: energía sin capacidad de aportar valor.
Por supuesto, muchas personas tienen su lista de películas ligeras a las que acuden en caso de gula o necesidad, y de ninguna forma digo ni pienso que estas se encuentren por encima de cualesquiera otras en la categoría de “lejanos amigos”, aquellos a quienes ocasionalmente se llega a visitar tan solo para compartir unos minutos, sin mayores pretensiones. No dudo de que alguien pueda solazarse en forma repetida con, por decir, Ocho y medio, de Federico Fellini, pero pues no todos tenemos esa capacidad. Hay, sin embargo, diferencias entre una compañía agradable y otra impulsada por el hastío, la desesperación o la mera costumbre sin mayor sentido. No hablamos de pura evasión hueca, sino de cierto goce estético; una especie de mini refugio elegido en forma voluntaria, transitoria y ocasional, aun fuera para tan solo ver una parte o con la loable intención de quedarse dormido...
“Mi vida es muy monótona. Cazo gallinas y los hombres me cazan a mí. Todas las gallinas se parecen y todos los hombres son iguales; por consiguiente me aburro un poco. Si tú me domesticas, mi vida estará llena de sol. Conoceré el rumor de unos pasos diferentes a todos los demás. Los otros pasos me hacen esconder bajo la tierra; los tuyos me llamarán fuera de la madriguera como una música” le dice el zorro al Principito de Antoine De Saint-Exupéry, y creo posible conseguir algo “lejanamente cercano” a eso en más de algunos casos, como los siguientes, en donde el tema no es lo realmente importante, sino más bien el grado de confianza y familiaridad que podemos tener con ellas como ocasional compañía. Uno ya se las sabe, pero aun así las recibe como una especie de novedad solazadora, al estilo del poema —luego convertido en canción— de Renato Leduc:
“Y hoy que de amores ya no tengo tiempo,
amor de aquellos tiempos, cómo añoro
la dicha inicua de perder el tiempo...”
Comenzaré mi listita por el socorrido recurso del fin del mundo, en donde una opción ligera y digna de volver a ver es Deep Impact (Impacto profundo), de Mimi Leder (1998). La cinta es entretenida, tiene algunos buenos actores (incluso un rol menor de Vanessa Redgrave), adecuados efectos especiales y pocos excesos; para mi gusto representa la mejor opción de entre las películas sobre el tema pues es interesante, está bien armada y “se deja ver” con placentera facilidad. (En una entrega anterior divagué sobre otras similares, incluido un supuesto trabajo artístico y una más reciente superproducción de Hollywood.)
Al igual que buena parte del género de ficción, Impacto profundo requiere de una condición necesaria llamada suspension of disbelief, suspensión de la incredulidad, consistente en una especie de “pacto” establecido de forma implícita entre creador (artista, escritor, director, etc.) y espectador. Sin este acuerdo, la bienvenida complicidad bidireccional deja de existir, y con ello todos pierden: la fabulación creativa desaparece y las cosas caen por su tosco peso hasta el mínimo común denominador. En todo pacto racional hay ciertos límites, y si el autor abusa de la inteligencia, buena voluntad o capacidades de pensamiento del espectador pidiéndole su anuencia para cosas absurdas o tontas (¡como tantas veces sí ocurre en la política!), se expone a una pérdida de confianza. Es decir, aun en trabajos poco artísticos, la imaginación y la participación más o menos activa del público resulta fundamental para mantener la gracia del asunto.
Con todo y sus imperfecciones, fallas de lógica, simplezas y errores fácticos, el aspecto humano bajo enfoque no desaparece frente a los demás elementos, y tiene algunas escenas memorables, como esa donde el presidente de Estados Unidos (el eminente actor Morgan Freeman) declara: “Creo en Dios. Sé que muchos de ustedes no creen en Dios, pero aun así quiero ofrecer una oración por nuestra supervivencia, incluida la mía, porque creo que Él escucha todas las oraciones, pero a veces la respuesta es no”.
Como nota curiosa, en una entrevista posterior, la directora dijo: “Por el título del proyecto, inicialmente pensé que sería una película porno”. Sea como sea, al menos a mí me sigue pareciendo una buena y poco riesgosa compañía por allí de una vez al año... aunque aún nos quedarán ciertas rudas e inescapables consideraciones —a tratar en la segunda parte— acerca de la hegemonía mundial de la industria norteamericana del cine, la domesticación de las conciencias, el “imperialismo cultural” y otras similares y nada agradables revelaciones para reflexionar.
Esos escabrosos temas piden no caer en la complacencia y sí preocuparnos por romper la inercia de mantenerse en este cómodo “reposo activo” en donde uno ya no tiene la motivación de alimentar la curiosidad ni las ganas de explorar opciones nuevas. Plantarse heroicamente ante lo desconocido (aun sea en el grato y protegido espacio del cine, el sofá frente a un libro o a la pantalla de la televisión) suele costar algo de trabajo. A veces, sin embargo, se antoja simplemente recibir a una conocida y nada demandante presencia o compañía en la forma como inicia el Salmo 133, convertido desde hace siglos en una sencilla y repetitiva canción al modo usual de Oriente Medio:
Hinéi ma tov u ma na’aím shévet ahím gam yáhad
¡Oh, qué bueno, qué dulce
Habitar los hermanos todos juntos!
Advertidos como estamos, van estos otros dos ejemplos:
Cast Away (Náufrago), de Robert Zemeckis, año 2000. Se trata de un productivo y talentoso (aunque no excelso, digo yo) director de muchas películas razonablemente buenas, entre otras la divertida comedia de aventuras Romancing the Stone (1984); la célebre Volver al futuro (1985); la innovadora ¿Quién engañó a Roger Rabbit? (1988); la gran saga americana Forrest Gump (1994); una adaptación cinematográfica de la novela de ciencia ficción de Carl Sagan, Contacto (1997); Flight —reseñada más abajo—, y The Walk (En la cuerda floja) en 2015, todas bastante recomendables dentro de nuestra inocente clasificación en el cine industrial.
La primera parte de la trama de Náufrago gira alrededor de un ejecutivo (el laureado actor Tom Hanks) de una empresa mundial de paquetería, obsesionado con el uso eficiente del tiempo, quien resulta el único superviviente de un accidente del avión de carga cuando volaba encima del Pacífico. Allí comienza la segunda parte, la más extensa e interesante, porque asistimos al inicio de su nueva y azarosa vida en una pequeña isla remota, sin posibilidad de contacto con absolutamente nadie más. La escena en donde ingenuamente se enfrenta a las olas tratando de salir en una mínima balsa resulta estremecedora al mostrar la nimiedad de sus intentos por sobreponerse a las ilimitadas fuerzas de la naturaleza.
Así, durante los siguientes 50 minutos (cuatro años según la narrativa) el moderno Robinson Crusoe primero batallará y luego aprenderá a convivir con un entorno en donde realmente sale sobrando y nadie ni nada lo necesita. Hay una buena cantidad de tomas para ilustrar la fría y autosuficiente belleza de un mundo por completo alejado de nuestra vida cotidiana, siempre llena de anhelos, gustos y necesidades.
La tercera parte, de regreso al mundo de los vivos y a la historia personal truncada y ahora irreversible, ofrece un discurso-lamento en una sobresaliente toma continua de casi cuatro minutos de duración en la que Tom Hanks recita una especie de poema como conclusión. Se antoja volverla a ver.
Como dije, no es una pieza de arte, y tiene partes discutibles o tal vez innecesarias, pero su fuerte mensaje de miedo, supervivencia y esperanza la convierte para mi gusto en una muy bienvenida compañía.
Flight (El vuelo, 2012) es otra obra de Zemeckis, con el reconocido actor Denzel Washington, aunque ahora no en un papel de activista, narcotraficante o hasta héroe de Shakespeare (estudió teatro), sino como el hábil piloto que logra salvar un avión, aunque se encuentra atrapado entre su alcoholismo, su afición a las drogas y las constantes mentiras para evadir su responsabilidad por haber escogido esa clase de vida. Desde el inicio hay dos líneas narrativas paralelas e independientes y pronto se cruzarán, luego de unas muy bien logradas escenas de alta tensión dramática —y de baja cursilería, afortunadamente— en la cabina de una nave condenada a caer por una grave e inesperada falla mecánica. Zemeckis mismo es piloto amateur y algo sabe del tema, además de antes haber filmado la obra recién reseñada en donde un avión también es parte fundamental del argumento.
Luego del accidente, la cámara nos lleva a un encuentro en las escaleras de servicio del hospital en donde él y una desconocida ella igualmente adicta convergen por casualidad. Allí se da un extraordinario diálogo con otro paciente en la búsqueda de fumarse un cigarro. “A mi cáncer le puede dar cáncer” dice burlesco y resignado el transitorio testigo de ese cruce de caminos a partir del cual se desarrollará el resto de la atrayente historia. Tal vez solo por este pasaje vale la pena verla.
En la segunda parte del relato vemos las peripecias y trucos legales emprendidos para tratar de lavar el caso ante las autoridades responsables de la vigilancia aeronáutica. Cuando la cuidada estrategia de simulación está a punto de dar sus frutos y el piloto quede libre de toda sospecha faltará únicamente el escollo final, una pregunta fácil de responder, la última mentira y nos vamos.
Pero no, y aunque por inercia pudiera esperarse la consabida resolución moralista del asunto, la poderosa actuación de Denzel Washington conlleva una especie de imperativo kantiano que logra convertirla en una bienvenida y apreciada compañía, como otras por explorar en la siguiente ocasión.
Antes de irnos: si usted tiene la suerte de conservar películas en su disco original (DVD o Blu-ray), conocerá el tesoro de poder consultar las secciones “Detrás de cámaras” o de entrevistas, o incluso a veces todo un segundo disco con materiales adicionales de gran riqueza. En ocasiones ofrecen verdaderas lecciones de cine y constituyen toda una fuente escondida de valor agregado, incomprensiblemente ausente de las versiones en las famosas plataformas. Una lástima, pues hay una gran diferencia entre aprender, apreciar o tan solo consumir.
AQ