Continuando con el tema de la entrega anterior, esto de descansar en forma activa haciéndose acompañar de películas cercanas para simplemente pasar un rato agradable y sin apremios tiene, como casi todo, sus complicaciones, y en esta segunda parte exploraremos ambos lados: volver a ver sin culpas, y cuestionar las cosas, porque —así es la vida— perder provechosamente el tiempo también llega a tener sus costos, aunque igualmente beneficios si uno intenta repasar su relación emocional y estética con filmes de una categoría intermedia entre el cine de autor y el puramente comercial.
Regresamos al tema de los aviones (una debilidad personal) para hablar de una buena película sobre un asunto difícil, del cual uno sospecharía no querer saber de nuevo, y menos para —como en general es el caso de las películas de compañía— pensar en no pensar. Esta, sin embargo, tiene la muy interesante capacidad de mostrar algunos sucesos reales “por dentro”, lo cual la hace digna de ver otra vez con atención.
United 93 muestra uno de los aviones del fatídico atentado del 11 de septiembre de 2001 en Nueva York. El director inglés Paul Greengrass la filmó en 2006, y años más adelante, en 2018, también hizo July 22, sobre otro sangriento ataque ocurrido en una isla en Noruega, cuando ya el terrorismo de tintes políticos se había casi adueñado del mundo. Aquí, desde la perspectiva de los controladores de tráfico aéreo, inicialmente se examinan los acontecimientos de ese aciago día para luego enfocarse en el cuarto avión secuestrado, ese que no logró alcanzar su objetivo en Washington y cayó a tierra matando a todos a bordo.
Además de ser sumamente interesante, la película tiene como característica importante el hecho de que el director de operaciones de la Oficina Federal de Aviación (FAA) de Estados Unidos, responsable directo de la suspensión del tráfico aéreo en todo el país, es quien verdaderamente estuvo a cargo ese 11 de septiembre; lo mismo sucede con varios de sus funcionarios, con los controladores aéreos y con los operadores de la torre de control en el aeropuerto de Newark, a un lado de Nueva York, cuando los aviones chocaron con las torres. Es decir, no son actores sino los personajes reales, recreando las mismas escenas menos de cinco años después.
Todo se cuenta en estilo documental, con una visión casi objetiva, sin estereotipos y sin tomar partido por nadie (terroristas incluidos), manteniéndose ajena a las usuales consideraciones morales o políticas, aunque por supuesto fue necesario tomar algunas libertades creativas porque no se sabe con precisión lo acontecido durante los minutos antes del colapso. Todo se basa en las transcripciones reales del vuelo y en las llamadas realizadas por algunos pasajeros avisando del secuestro en proceso.
¿Por qué uno se inclinaría a verla más de unas veces? Bueno, en primer lugar, no todo puede, ni debe, ser siempre “divertido”, y el entretenimiento igual pasa por la comprensión de las cosas. Tampoco es por morbo —la película no se presta a ello— sino más bien por el respetuoso y cuidado trabajo sobre uno de los acontecimientos definitorios del siglo XXI que cambió la geopolítica mundial. Eso, por ejemplo, no llegó a ocurrir con el ataque terrorista de 1972 en la Olimpiada, narrado en la película Munich de Steven Spielberg (2005), además menos fácil de considerar como objetiva, y porque ese nefasto atentado tampoco tuvo el alcance requerido para alterar la política global.
Nos acercamos, pues, a cuestiones de mucho más calado que la simple e inocente acción o el placer culposo de volver a ver una película, y a partir de ahora no nos será tan fácil desentendernos del tema, porque la necesidad artística asimismo responde a razones profundas que intentaremos comenzar a explorar, aun sea sin entrar en los muy amplios y especializados temas de la teoría del cine.
Por el lado de la filosofía “pura”, al menos sí debiéramos mencionar las complejas y refinadas construcciones teóricas del filósofo marxista húngaro de origen judío Georg Lukács (1885-1971). El primer volumen (368 páginas) de su obra titulada Estética tiene este epígrafe:
No lo saben, pero lo hacen
Marx.
Lukács escribe en su prólogo: “Es imprescindible aclarar el lugar del comportamiento estético en la totalidad de las actividades humanas, de las reacciones humanas al mundo externo, así como la relación entre las formaciones estéticas que así surgen, su estructura categorial (forma, etcétera) y otros modos de reacción a la realidad objetiva” (p. 11), y más adelante indica: “Del mismo modo que el trabajo, que la ciencia y que todas las actividades sociales del hombre, el arte es un producto de la evolución social, del hombre que se hace hombre mediante su trabajo” (p. 24).
Como el tema es muy complejo, prefiero entonces tratar de entender (ojalá no en forma resignadamente pasiva) la dominancia del poderoso sistema de entretenimiento industrial que Estados Unidos planteó al final de la Segunda Guerra Mundial, asegurando en el Plan Marshall para la reconstrucción de Europa ciertas provisiones formales para garantizar la hegemonía Hollywoodense, vigente hasta la fecha en prácticamente todo el planeta. Décadas después, las películas y la cultura dominante siguen siendo las de su industria y sus valores. Aquí nos mantendremos un tanto al margen, más bien fijándonos en sus características, digamos, amistosas, aunque no por ello carentes de “peligros”, como los que ahora mencionaré.
Ariel Dorfman, profesor y activista argentino también de origen judío (naturalizado chileno, y después de “años de exilio y derrota” establecido como estadunidense) es el coautor junto con Armand Mattelart del controvertido libro Para leer al Pato Donald (1971). En 1985 escribe otro, titulado Patos, elefantes y héroes: la infancia como subdesarrollo, donde indica lo siguiente respecto al llamado “imperialismo cultural” y las historietas para niños:
“Esa historia, la del elefante Babar, no es otra, entonces, que la realización del sueño de los países dominantes con respecto a sus colonias. Desde el siglo XVI en adelante, el capitalismo en expansión va a justificar literariamente su intervención en otras realidades” (p. 30), para pasar luego a una densa investigación de cómo se “dulcifica” la historia y se presenta ante las audiencias infantiles en forma de agradables y edificantes relatos en los que “no se considera al subdesarrollo como el resultado del desarrollo de otras naciones, no se ve la pobreza de unos y la sobreacumulación de otros como parte del mismo fenómeno” (p. 45), con “la inocencia [como] el sustrato básico sobre el cual se constituye este tipo de espacio, permitiendo conciliar la fantasía y la realidad sin desgarros o dudas” (p. 49) mediante una “espiritualización suave”.
Por supuesto, ni lejanamente todo el cine comercial tiene este enfoque depredador, del cual suelen abusar ciertos círculos hoy día llamados “progresistas”, más ideologizados que conocedores, pues la realidad no puede explicarse mediante teorías conspiratorias, ni tampoco todas las películas son Rambo, Superman o algo cercano a esa burda dominancia de los poderosos. Los estudios teóricos de cine constituyen un campo amplio y serio del quehacer intelectual, pero en este espacio no podremos entrar ahí.
El amor y la muerte
Como a final de cuentas nuestro tema sigue siendo el de las películas de compañía, pasamos ahora a una definitivamente muy lejana de las sesudas consideraciones previas, pues se trata de una bella metáfora acerca del amor terrenal y de la muerte esperándonos, literalmente, a la vuelta de la esquina; nada o poco relacionada con “el imperialismo” o graves materias similares, porque si algo hay de fijo en la cultura humana es el temor, respeto o hasta reverencia por el ineludible fin de la vida personal. La demoledora frase de Benjamin Franklin lo dice bien: “En este mundo nada es seguro excepto la muerte y los impuestos”.
Meet Joe Black (¿Conoces a Joe Black?), de 1998, es una elegantísima película de casi tres horas de duración del director Martin Brest con las magníficas actuaciones de Anthony Hopkins y Brad Pitt (cada uno ganador de dos Premios Oscar). Está basada en la obra de teatro La muerte se va de vacaciones (1923), del italiano Alberto Casella, filmada en blanco y negro en 1934. Casella fue un soldado del ejército italiano durante la Primera Guerra Mundial, y después de haber sobrevivido a una sangrienta batalla comenzó a preguntarse qué pasaría si la muerte dejara repentinamente su "trabajo" y se tomara unas vacaciones. En la versión moderna, la muerte quiere saber por qué los humanos le temen tanto y decide tomarse unos días de incógnito entre ellos para averiguarlo.
“¿Y qué vida sería la de un hombre
que no hubiera sentido, por una vez siquiera,
la sensación precisa de la muerte,
y luego su recuerdo,
y luego su nostalgia”?
Xavier Villaurrutia
Una de las reseñas en el sitio de cine IMDb (en inglés) dice: “El director convirtió un simple acontecimiento vital en una experiencia mágica. El amor y la muerte van de la mano en una mezcla de actuaciones sublimes, escenarios asombrosos y diálogos magníficos, dando como resultado un drama romántico en el que el final feliz no cubre la tristeza y las emociones”.
Muchas escenas, como esa deslumbrante coreografía del primer encuentro de la muerte y el acaudalado protagonista entre los cristales de la biblioteca de su mansión, son de una enorme refinación visual y artística y permanecen en la memoria como muestra del poder estético de la imagen, la palabra y la distinción, capaces incluso de sobrepasar una trama secundaria y un final más bien de tipo convencionales, pues igualmente en ese mundo de belleza, elegancia y distinción, la muerte acaba por imponerse a todo.
Además, durante los créditos finales —esos que solo los aguerridos amantes del cine suelen ver completos— se escucha una extraordinaria versión de las canciones Somewhere Over The Rainbow / What A Wonderful World, interpretada por el músico hawaiano Israel Kamakawiwo'ole, y solo por eso valió la pena seguirlos, porque produce un profundo impacto emocional y una mezcla de belleza, emotividad y tristeza no muy fácil de olvidar.
Aunque no es una obra de arte, sí califica para ser otra de las diversas películas de compañía bajo revisión, en donde lo importante no es tanto el tema sino la cualidad de mantenerse a nuestro lado y estar presentes en algún momento futuro. A final de cuentas, esa es una de las ventajas de tener un aliado, y estos son gratuitos. Otro ejemplo: la bella y muy bien realizada serie de Netflix Gambito de dama, acerca del mundo del ajedrez.
Sin embargo, ya lo habíamos advertido, también debemos pasar a temas menos gratificantes, porque no necesariamente todo es tan inocente como pudiera aparentar, y no conviene perderlo de vista.
En 1964 el filósofo marxista alemán Herbert Marcuse (1898-1979) igualmente de origen judío, y nacionalizado estadunidense, señalaba en su libro El hombre unidimensional lo siguiente:
“En esta sociedad el aparato productivo tiende a hacerse totalitario en el grado en que determina no solo las ocupaciones, aptitudes y actitudes socialmente necesarias, sino también las necesidades y aspiraciones individuales. De este modo borra la oposición entre la existencia privada y pública, entre las necesidades individuales y sociales. La tecnología sirve para instituir formas de control social y de cohesión social más efectivas y más agradables” (p. 17).
Dentro de ese contexto, retornamos al libro de Ariel Dorfman para citar unas últimas observaciones referentes al predominio cultural de Estados Unidos:
“En cierto sentido una hazaña más increíble que convertir trece colonias en un imperio global en menos de dos siglos, fue que el país logró efectuar tal transformación sin que sus ciudadanos estropearan su básica certeza de que eran seres buenos, sanos y limpios [...] A diferencia de los españoles, los franceses, los ingleses, ellos no proclamaron estatutos, reglamentos ni doctrinas para instituir un trato global con sus posesiones y, debido a que, por lo general, el dominio se llevaba a cabo más por medio del mercado que por medio de una ocupación, tampoco se sintieron obligados a hacerlo [...] Podemos volvernos norteamericanos sin que nos separen la cultura, los intereses, las religiones, los credos, las razas o la edad. Para aspirar a esta culminación humana, lo único que hay que hacer es consumir mucho y soñar los sueños apropiados” (pp. 210-211).
Y sí, la imponente fuerza de la tecnología, los productos, el mercado y la penetración cultural me recuerdan la frase de Carlos Monsiváis en los años 70, después del Festival de Avándaro: “Asistimos al surgimiento de la primera generación de norteamericanos nacidos en México".
Pero igual cada acción de cada día puede ayudarnos a transformar lenta, arduamente, los mensajes de supremacía, para nuestro caso repensando cómo consumimos cine, cuestionando las narrativas dominantes y buscando un mayor entendimiento crítico del arte y la cultura. Esta propuesta de reflexionar sobre películas de compañía como una especie de refugio estético intenta aportar a la discusión sobre las posibilidades del cine para ocupar un espacio personal más allá del entretenimiento en nuestra vida cotidiana.
Termino entonces con una “revelación” que tuve en mi ya lejana adolescencia: la libertad ciertamente no consiste en poder escoger entre Coca Cola y Pepsi Cola; debemos aspirar a más, mucho más. Un posible camino para lograrlo es el del conocimiento, la cultura y el pensamiento crítico, y esa responsabilidad toca a cada uno de nosotros como individuos.
AQ