Peter Szendy (París, 1966) es filósofo y musicólogo, profesor en la Universidad de Brown y consejero musical de la Filarmónica de París.
En sus ensayos hace una crítica de la escucha y de su historia, en particular de su relación con el poder. Su pensamiento —ante todo político— propone una manera diferente de escuchar, leer y mirar, pues explora las relaciones complejas entre música, imagen, escritura y poder. Entre sus libros se cuentan: Escucha. Una historia del oído melómano (2003), Grandes éxitos. La filosofía en el jukebox (2009), En lo profundo de un oído. Una estética de la escucha (2015), A fuerza de puntos. La experiencia como puntuación (2016).
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En Bajo escucha. Estética del espionaje (Canta Mares, 2018), Szendy establece una topología del espionaje que nos lleva desde la Biblia hasta Derrida, pasando por Bentham y Deleuze, a partir de obras tan diversas como las óperas de Mozart y Monteverdi, el cine de Fritz Lang, Hitchcock y Coppola. El autor advierte un fantasma que habita tanto la actualidad política y mediática como nuestros comportamientos: el fantasma de escucha, de ser escuchado.
—En Bajo escucha. Estética del espionaje, encontramos el impulso arqueológico o genealógico que me parece atraviesa tu pensamiento. Tu enfoque cobra la forma de una pesquisa, casi de una persecución, a fin de interrogar la relación entre escucha y poder, que anima una “voluntad de captación absoluta”. ¿Por qué elegiste una forma cercana a la ficción para una reflexión filosófica?
Estos dos gestos recurrentes en mi trabajo sobre la escucha, a saber, la búsqueda arqueológica o genealógica y el recurso a elementos ficcionales —una cierta necesidad de la ficción— provienen en el fondo de Nietzsche. En Aurora, comenzó a introducir “eras” en el seno de lo que creíamos era históricamente invariable en un órgano: “la oreja”, dice, no pudo desarrollarse tan ampliamente como lo hizo sino en la noche o la penumbra de los bosques y cavernas, según el modo de vida de la “era del miedo”. Ahora bien, si hay eras distintas de la escucha es porque hay una genealogía. Y es lo que me interesa desde Escucha. Una historia del oído melómano: la fabricación de un sentido.
En un fragmento póstumo, que me interesó mucho cuando trabajaba en Miembros fantasmas, Nietzsche afirma también que la “formación de un órgano” es ya “una interpretación”. Dicho de otro modo, lo que produjo a la oreja tal y como la conocemos son las relaciones de fuerza, las tensiones cuya resolución hubiera podido ser otra. Nuestra oreja es una ficción en el sentido de que no tiene nada que sea absolutamente necesario, no es más que una construcción que responde a un conjunto no saturado de problemas.
En otro fragmento un poco más antiguo, Nietzsche dice aun que “escuchar bien” implica en el fondo “adivinar” y “llenar” lo que hay entre las raras sensaciones que realmente percibimos. En suma, lo que sugiere esta vez es que los sentidos no nos proporcionan más que ínfimas ocasiones, pequeños motivos o pretextos, que de inmediato “ficcionalizamos”.
Hay entonces muchas razones para entrelazar la genealogía y la ficción en una investigación sobre la escucha.
—El cine ocupa un lugar privilegiado en tu investigación, en la que analizas películas de Hitchcock, Fritz Lang, Coppola, Brian de Palma. ¿Cómo articulas ver y escuchar en tu reflexión acerca del espionaje?
Me dejé guiar por cierto número de películas que, a su manera, que no es discursiva ni teórica, son magistrales análisis comparados de los mecanismos de escuchar y ver. Tomemos El hombre que sabía demasiado de Hitchcock (la versión de 1956): en la famosa escena del concierto en el Royal Albert Hall de Londres, todo gira en torno a un acontecimiento sonoro —un disparo— que es lo único que no oímos, porque lo ocultan los címbalos. Extraje de ello todo un pensamiento de la escucha como puntuación: escuchar es puntuar, marcar (mark me!, dice el espectro a Hamlet cuando le pide que preste oídos); pero esta marca o puntuación auditiva sin la cual no hay escucha introduce también en el centro mismo de la escucha, hasta en sus momentos más intensos, un elemento de sordera. Ya que el gesto mismo que marca —el sonido de los címbalos real o simbólico, ruidoso o interno y silencioso, que marca cada acontecimiento sonoro al repetirlo y acentuarlo— es simultáneamente ocultamiento. En el punto más tenso de mi atención auditiva hay una especie de punto sordo, equivalente a lo que numerosos autores han analizado como el punto ciego en el centro de la retina. Mi investigación se pone al acecho de esta sordera secreta que se aloja en la escucha y que desencadena todas sus pulsiones de apropiación, justamente porque la pérdida, la falta, forman parte de ella de manera estructural.
—Al igual que la música, el cine parece servir tanto a la emancipación como a la sumisión. ¿De qué depende que puedan liberarse de las redes de poder?
Déjame responder de manera simple y breve, para evitar que entremos en la cuestión general, inmensa y retorcida, de las relaciones entre música o cine y poder. Para limitarnos a la escucha —aunque sería igualmente válido para la vista—, creo que cuando la música o el cine exponen, ponen en escena las condiciones de la percepción auditiva, sus mecanismos e imperativos, se pone ya en marcha una cierta emancipación, una toma de conciencia —aunque sea inconsciente, si puedo decirlo así—. Y es aún mejor tal vez cuando la exposición o la puesta en escena no se opera mediante una demostración didáctica. Por eso me gustan tanto ciertos momentos en las películas de Brian de Palma: son verdaderas alegorías de la escucha, que al mismo tiempo pertenecen plenamente al género de la película policiaca; pienso, por ejemplo, en Blow Out.
—Nos haces recordar en tu libro que escuchar comparte la misma raíz que auscultar. ¿Tu reflexión sobre la escucha implica un pensamiento del cuerpo escindido, desdoblado?
Aquí también Nietzsche abrió la vía. En el prólogo al Crepúsculo de los ídolos, se apodera de ese modo de escucha particular que es la auscultación médica. Nietzsche generaliza la auscultación a toda especie de cuerpo o corpus: lo que debemos auscultar ya no es solo el pecho del enfermo, sino también los discursos, las ideologías (lo que Nietzsche llama los ídolos).
Sin embargo, lo que persiste en tal generalización es una relación “cuerpo a cuerpo”. El médico que ausculta al enfermo debe tocarlo, entrar en contacto con el cuerpo, aunque este contacto se haga a través del estetoscopio. La auscultación, en la historia de la medicina, se desarrolló, por cierto, a partir de la práctica de la percusión, a la cual Nietzsche hace alusión cuando habla de “plantear preguntas a martillazos”, no para destruir, como se cree con frecuencia, sino más bien para solicitar una respuesta en el cuerpo hueco al que se le presta oídos para “escuchar a modo de respuesta”, como dice Nietzsche, “ese reconocible sonido hueco que indica que las entrañas están hinchadas”.
Algo de este tipo de contacto corporal permanece incluso cuando la auscultación pasa de la medicina a la filosofía, entendida como interrogación que sondea, percute el corpus del poder.
—En tu análisis de la ópera de El Orfeo de Monteverdi, deconstruyes el fantasma de una escucha soberana, la de una “afirmación de sí”, analizando la marca de nuestra “oreja mortal”, signo de la vulnerabilidad del cuerpo, una oreja “débil y defectuosa”. ¿Podrías hablarnos del vínculo entre escucha y muerte?
La estremecedora historia de Orfeo, tal como Monteverdi y su libretista (Alessandro Striggio) la pusieron en escena consiste en la duda radical que invade la escucha. Orfeo no debe darse vuelta —tal es el contrato—, mientras Eurídice lo sigue por el camino que la conducirá fuera del reino de los muertos: solo cumpliendo esta condición podrá hacerla resucitar. Pero la oreja de Orfeo, como lo canta la figura alegórica de la Música en el prólogo de la ópera, es una “oreja mortal”. Dicho de otra forma, se trata de la oreja de un mortal, es decir, de un ser destinado a la finitud. Pero, por lo mismo, se trata también de una oreja que no puede escucharlo todo, una oreja sujeta al error, confinada a una porción siempre limitada e incompleta de lo audible. Lo cual la vuelve desconfiada y la hace tender siempre hacia lo que vendrá, siempre atenta a lo que podría haber perdido, o dejado escapar. Y precisamente por esta razón Orfeo se vuelve: para ver lo que teme no haber oído. De modo que su oreja de mortal también se convierte en una oreja mortal en el sentido en que lleva en sí la muerte: condena a la que debería haber resucitado a morir una segunda vez.
Este drama representa desde luego la tragedia de la escucha en general, de toda escucha, a cada instante, en su calidad finita. Pero esta finitud lleva asimismo la escucha a una responsabilidad: debido a que la escucha es finita, a que no puede escucharlo todo, es responsable de lo que oye. Si la escucha debe dar cuenta de algo —como lo creo—, si hay una ética de la escucha, se encuentra justamente en esta finitud de la oreja mortal.
—En el capítulo que consagras al “fantasma de escucha”, presente “tanto en los gestos cotidianos como en la actualidad política”, escribes: “todo oyente es tal vez primero y ante todo un espía”. ¿Podrías explicarnos esta “afinidad estructural” entre escucha y espionaje?
Me interesaba comprender de dónde provenía el desarrollo inaudito de la vigilancia auditiva a la cual asistíamos cuando escribía Bajo escucha (la versión francesa se publicó en 2007). Recurrí a diferentes modelos históricos para analizarla y explicarla: el panóptico que Jeremy Bentham describió en una serie de cartas publicadas en 1787 y que Michel Foucault tomó como paradigma disciplinario en Vigilar y castigar; o las “sociedades de control” de las que habla Deleuze en uno de sus últimos artículos.
Pero me importaba también identificar en la escucha más cotidiana —la menos política si se quiere— estructuras o relaciones que ya anuncian, que contienen en ciernes, de manera micro política, por decirlo así, el despliegue a gran escala de la vigilancia generalizada. Por ello, comparo por ejemplo el problema de la disimetría —condición del poder—, por una parte, en el seno del dispositivo panóptico de Bentham, y, por otra, en el seno de lo que el psicoanálisis freudiano llama el “fantasma de escucha”, a saber, la situación (imaginaria o real) del niño que sorprende el “comercio entre los padres” (como lo dice púdicamente Freud).
—Encontramos la idea de circulación, de intercambio, que formaría parte estructuralmente tanto de la mirada como de la escucha. Propones así entender la escucha a partir de una relación triangular, incluso múltiple. ¿Este tipo de escucha sería el de tu propio método de lectura, escucha, visionado?
Desde Escucha. Una historia del oído melómano en 2001, no he dejado de insistir en el hecho de que no hay escucha sino dirigida al otro. La escucha aparece siempre triangulada: escucho algo, un sonido o discurso, desviándolo ya para dirigírtelo. Somos entonces tres: yo, lo que hay por oír y un destinatario, el otro. Pero ya que existe una estructura inherente a la escucha como tal, no se trata de “mí” o de mi manera de escuchar. ¿He sido acaso más sensible que otros a esta triangulación de la escucha? No lo sé, pero si tal es el caso, no podría decir con certeza por qué.
—En tu análisis, el miedo que surge del espionaje tiene un lugar central, que defines no como un sentimiento sino como “un modo de vida”, en el que residiría incluso “la fuerza de toda escucha”. ¿Cuál sería la relación entre miedo y poder?
Nietzsche de nuevo, que evocábamos al inicio de esta entrevista, habla de la genealogía de la escucha a partir del modo de vida de la era del miedo. Cuando lo hace, no habla de poder, al menos no en sentido político. Habla de una relación pre política, de una relación que Barthes interpretará como animal, el del predador y el de su presa. En este miedo, Barthes identifica de igual forma el primer estadio de la escucha.
El miedo le interesaba mucho a Barthes. En su intervención durante un coloquio que se le dedicó en 1977, llegó incluso a parafrasear el cogito de Descartes de la manera siguiente: “tengo miedo, por lo tanto vivo”. Y pone como epígrafe a su Placer del texto esta formulación de Hobbes: “la única pasión de mi vida ha sido el miedo”. El miedo, sabemos, era para el autor del Leviatán lo único en lo que se podía contar para erigir un cuerpo político.
En Bajo escucha, intento comprender en el fondo lo que persiste de este miedo primigenio —el de la “era del miedo” en el que se enraíza la escucha— en el uso del miedo con fines de disciplina o de control. Es el lazo entre lo que Barthes llama la “escucha pánico” y la vigilancia auditiva generalizada.
ÁSS