La escuché narrar, en una charla de sobremesa en un encuentro de escritores en Jaén, su plan de viajar a Bilbao y realizar un performance con la escritora española, de origen belga, Chantal Maillard, sobre el suicidio de sus respectivos hijos, que se lanzaron al vacío desde un edificio: ambos de nombre Daniel, ambos de la misma edad, ambos arquitectos. Meses después de ese encuentro, Piedad Bonnett (Antioquia, Colombia, 1951) era anunciada en Andalucía como la ganadora del Premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana 2024.
Piedad Bonnett ha visitado México en numerosas ocasiones, una de ellas cuando en 2012 recibió el Premio Víctor Sandoval de Poetas del Mundo Latino —un año después del suicidio de su hijo Daniel en Nueva York, a los 28 años de edad—. Con voz serena y a la vez emocionada, leyó varios poemas inéditos sobre su desgracia. Al año siguiente, Alfaguara publicó Lo que no tiene nombre, una novela (así la clasificaron) testimonial o, mejor dicho, un testimonio sobre el proceso que siguió al diagnóstico de esquizofrenia de Daniel: la inevitable caída del artista plástico y arquitecto.
Le pregunto qué espera tras la recepción del Premio Reina Sofia de Poesía Iberoamericana y me responde: “Lo primero es que se trata de un reconocimiento a mi poesía. Lo segundo es que abre posibilidades para la traducción de mi obra poética, porque mis poemas han sido traducidos a escasos idiomas mientras que mi narrativa ha sido llevada a numerosas lenguas. En tercer lugar, deseo que no me quite demasiado tiempo, que no me distraiga de esta serenidad y de este ascetismo en los que estoy ahora”.
Tu primer libro de poemas, De círculo y ceniza (1989), salió cuando tenías alrededor de 38 años. ¿Por qué demoraste tanto en publicar?
Publiqué tarde, pero comencé temprano. Escribo desde los 15 años de edad. Me faltaba fe para creer que a alguien podía interesarle lo que escribía. Tiene que ver además con la formación universitaria. Nos hicieron pensar que si no habíamos leído todo no teníamos derecho a publicar. Escribía silenciosamente, hasta que la propia universidad me premió un libro y lo publicó. Eso me dio confianza. Pero yo, antes que poeta, quería ser novelista. Tampoco se dio porque fui muy autocrítica y detuve mis impulsos narrativos. En 1989, la Universidad de los Andes publicó De círculo y ceniza, y en 1994 recibí el Premio Nacional de Poesía por El hilo de los días (Vicente Quirarte fue uno de los miembros del jurado.) Fue entonces que se me abrieron las puertas de las editoriales y asumí que la poesía era el camino de la escritura. La narrativa fue postergada hasta varios libros de poemas después, al menos unos cinco. Pero he corrido con suerte porque muchos de mis lectores de poesía me los han aportado mis novelas. Lo que no tiene nombre ha sido traducido a muchísimos idiomas que mi poesía ignora. No obstante, cuando un gran poeta publica una novela veo con recelo el acontecimiento. Pero sí, continúo siendo más reconocida como poeta que como novelista.
El Premio Reina Sofía es un reconocimiento a la poeta de un país en el que la nómina de hombres poetas es apabullante ante la escasez de mujeres poetas destacadas internacionalmente.
El número de mujeres poetas relevantes en países como Argentina, México, Chile, Uruguay, Cuba, Venezuela, es muy contrastante con el de Colombia, por lo menos hasta mi generación. Viene una lista de mujeres jóvenes que están consolidando sus obras y en un futuro corto serán visibilizadas internacionalmente.
María Mercedes Carranza, poeta y periodista, era una excepción y abrió las puertas a la poesía local y extranjera desde su trinchera en la Casa de Poesía Silva, en Bogotá. Pero se quitó la vida antes de mostrar la suya. ¿Tienes afinidad con su poética?
Con ella, la Casa Silva tuvo un periodo de reverberación para la poesía y los poetas, nacionales y extranjeros. Había un público ávido que solía llenar sus salas. Soy cercana por edad a María Mercedes y estudiamos en la misma universidad la misma carrera. No era mucho menor que ella, pero no me sentí identificada con el grupo de poetas al que ella pertenece, la llamada Generación sin nombre, que hicieron una poesía más coloquial, con una tendencia a lo prosaico, lo irónico. Yo me encaminé desde el principio por un camino más lírico, aunque estuviese presente la ironía y lo cotidiano.
Vienes de la provincia antioqueña, de Amalfi, y de una familia de maestros. ¿Qué representan esos dos hechos en tu vocación de escritora?
Venir de una familia de maestros fue muy importante para mí porque pertenezco a una familia de clase media, ilustrada, relativamente, como sucede en un pueblo colombiano, con una veneración por el lenguaje, por la palabra escrita. Creo que los escritores tenemos un cerebro distinto, especial, pero sin el impulso de esas dos figuras tal vez no habría encauzado por allí mi descontento con el mundo. Desde niña fue una disidente con mi entorno; esa pertenencia me marcaba, pues vengo de la región antioqueña más puritana. Por fortuna, no de una religiosidad extrema, pero sí de una cultura del trabajo, del ahorro, de una mentalidad muy ordenada, pequeñoburguesa. Mi vida se construyó en una lucha permanente por vencer esa camisa de fuerza, de libertades restringidas, de tabús, de compromiso con la verdad y la honestidad. Me metieron a estudiar a un internado con la intención de moldear mi carácter; mi padre era de derecha y yo, desde la adolescencia, me forjé un pensamiento de izquierda. La rebeldía fue un instrumento muy importante para mí, para mi determinación de ser escritora. Le debo mucho a esa crianza y a la oposición de mi parte.
¿Por qué la palabra exilio es tan frecuente en tu poesía, tiene acaso una connotación espiritual o religiosa?
La literatura y la poesía fueron mi exilio desde la infancia. La poesía desafía el orden de la comunicación, se mueve con absoluta libertad. No soy religiosa, me desprendí de mis creencias a los 14 años. Fue una ruptura muy dolorosa, porque quedé huérfana, desamparada, como todos los que no creemos en divinidad alguna. Los libros y la imaginación han constituido el espacio donde encuentro mi territorio. A diferencia de mis hermanos, que estudiaron y han vivido en otros países, yo, por mi propia biografía, me quedé anclada en Colombia. Tal vez también a una cierta propensión que tengo a la quietud. No soy nómada, soy una mujer disciplinada, dedicada en cuerpo y alma a cultivar ese espacio que habito y que me habita. Son frutos de un trabajo arduo en la novela, la poesía, el teatro, el periodismo, la crítica, y por supuesto en la academia, en la enseñanza. Fui educada en la ética del trabajo.
Esas características de tu sociedad representaban justamente lo que el nadaísmo, surgido en 1958, pretendía derrumbar. ¿No es así?
Absolutamente. Pero el gesto irreverente de los nadaístas era, en el fondo, también una reacción pequeñoburguesa. No fueron revolucionarios, sino un grupo de escritores contestatarios que desafiaban las buenas conciencias con aspavientos y actitudes provocadoras como fumar marihuana, escupir sobre las hostias en las iglesias, perturbar a la sociedad de su época. Yo los seguía con admiración a mis 16 años, porque sostenían que los escritores y los artistas debían de estar al margen del establishment, en la disidencia moral. Ahora falta ver que va a quedar de esos escritores… Hay algunos que se salvan.
Y dentro de esa disidencia familiar y social, ¿tuviste alguna vez una conciencia feminista?
Es difícil responder esa pregunta porque no tenía una conciencia feminista estructurada. Llegué tarde a un feminismo razonado e ilustrado. Hará unos 20 años que comencé a leer sobre el tema y a pensar en el feminismo, pero puedo decir que fui una feminista intuitiva ante el peso del prejuicio masculino. De hecho, cuando registraba una obra mía en un concurso, firmaba con seudónimo masculino porque sospechaba que un nombre femenino me descalificada de entrada. En la universidad matizaba mi feminidad eligiendo ropa de corte masculino, pretendiendo con ello ganar un poco de respeto, porque además me veía más joven de lo que era. También porque militaba en la izquierda, de una manera tangencial, por los laditos, pues nunca me ha convencido afiliarme a las consignas.
El libro que acabo de entregar a la editorial es de carácter autobiográfico, no es una autobiografía. Escribo cómo una mujer tiene que enfrentarse a montones de prejuicios, de dificultades. No se trata de mostrar a una heroína sino a una persona vulnerable que ha tropezado muchas veces en el camino de su vocación, pero a la que salva la pasión por la literatura.
Qué hacer con estos pedazos es un libro sobre temáticas familiares, domésticas, laborales. ¿Es autobiográfico, testimonial? ¿Está relacionado con La mujer incierta que acabas de entregar a la editorial?
En Qué hacer con estos pedazos (2022), ficciono sobre un tema que siempre me ha interesado en mi poesía: el de los lazos familiares, muy difíciles, de mi padre, un hombre autoritario y en el fondo muy débil. Hablo de Dios, del marido. En el fondo, es un rechazo feminista a un orden patriarcal. También hablo de los desencuentros con el otro, que se dan sobre todo en el seno familiar. Destaco sobre todo el minimaltrato, que puede ser masculino, pero también femenino, en la relación amorosa y conyugal. Hablo de las relaciones desgastadas, acabadas, de las ganas de huir, de lo que está muerto en una familia, de la edad, del peso de las cosas. Quise hacer ese libro en la pandemia, pero en ese periodo los objetos nos avasallaron.
En La mujer incierta hablo desde la intimidad del cuerpo. Yo era la mujer incierta y sigo siéndolo. Cuando era niña no tenía siquiera palabras para nombrar el cuerpo, una relación con la sexualidad completamente velada. No quiero quedarme en el yo, sino hablar de la sociedad que me tocó. Hablo de mujeres que fuimos a la universidad masivamente, que practicábamos el amor libre, pero no podíamos conseguir la píldora fácilmente. Nos embarazamos y nos casamos tempranamente. La maternidad nos pesaba mucho porque era muy ambiguo el sentimiento ante lo que deseábamos hacer. No es ficción, hablo de mí, pero también de las empleadas del servicio, de las monjas, de mis tías solteronas. Un mundo femenino condicionado por numerosos tabúes.
En Lo que no tiene nombre empleas el yo para exponer el drama de tu hijo, desde el diagnóstico de esquizofrenia hasta los ocho años que transcurren cuando muere, pero con un pulso en el que lo literario se impone sobre lo anecdótico.
Comencé a escribir ese libro con el dolor vivo, dos meses después de la muerte de Daniel, pero con una aceptación del suicidio, porque supe siempre que esa era una salida muy digna y una liberación de un sufrimiento infinito, de la posibilidad de un futuro incierto. Más allá de la serenidad que ese pensamiento puede dar, estaba mi conciencia literaria. Durante años tuve unos talleres de escritura creativa y les hablaba a mis estudiantes de lo nocivo del sentimentalismo, de la autocompasión, del quedarse en lo puramente anecdótico. Yo tenía muy claro que mi escritura debía ser lacónica, sin florituras. Comprendí además que mi libro encerraba un gesto político, porque estaba hablando de la reivindicación del suicidio, de la dignidad del enfermo mental. Me negué a hacer de mi hijo una figura épica, porque era un chico como tantos, pero era además un buen muchacho y con un talento grande como pintor. Leí varios libros de duelo en los que el doliente se pone en primer plano, y eso me resultaba repugnante. Concebí el libro como un camino de reconocimiento y recuperación, de indagación, pues las madres no sabemos todo de nuestros hijos, sino apenas una fracción. Fue hablar con sus médicos, con sus novias, investigar a fondo el efecto de los medicamentos. El proyecto obligaba a un ejercicio de austeridad y contención emocional. Por respeto al lector, no debía abrumarlo con mi dolor. Y sí, lloré mucho escribiéndolo, pero aprendí que cuando te decantas por la forma das paso a un pensamiento lógico que tranquiliza. Lo más difícil fue la contención sin anular la emocionalidad. Lloraba y luego me preguntaba: ¿cómo escribo esto con dignidad ética y estética, sin lloriqueos? Hice un pacto con la verdad, mi verdad, cierto, pero con la idea de cero ficción. Ante tales cuestionamientos mi cerebro se ponía en modo escritora.
En los poemas dedicados a la muerte de tu hijo hay una fuerza conmovedora, estrujante. ¿Cómo separas el hecho en los lenguajes o los discursos del suceso?
El lenguaje de la poesía está hecho para revelar y estremecer, uno como autor se emociona y emociona diferente con la poesía y con la prosa. Pero estoy convencida de que la poesía, con su sentimentalismo necesario, debe tener su freno para no desdibujar el lenguaje poético.
El encuentro con Chantal Maillard y su tragedia, casi idéntica a la tuya, ¿ha provocado en ti alguna disposición a ver en los demás esa concurrencia de casualidades, más desde la publicación de Lo que no tiene nombre?
De un tiempo para acá el azar me persigue. Tal vez porque ya sé mirar el azar y percibir sus relaciones. Con Chantal fue algo particular porque publiqué mi libro Los habitados, que habla sobre el suicidio, la enfermedad mental y el duelo. Lleva una dedicatoria a la memoria de Daniel. Lo que nos identifica, además de todas las coincidencias de nombre, oficio, suicidio y forma de la muerte, es que ella había escrito un poema en el que emplea la imagen de aves que caen en agonía o se precipitan ya muertas. Somos de la misma edad, nos casamos el mismo año y fuimos madres por primera vez casi de manera simultánea. Tenemos una estatura similar. El resultado de ese encuentro es un libro común: Daniel, voces en duelo (Vaso Roto) y un perfomance que se ha presentado en Málaga, en 2018, y en Bilbao este 2024.
Parecería que Anatomía de una caída es una versión de la experiencia de ustedes dos. ¿Viste la película?
Tenía mucho miedo de verla, sobre todo por el impacto de la caída física. No vi la caída de mi hijo, pero vive en mi imaginación. La película tiene todo el peso en el diálogo y en la ambigüedad. No se sabe dónde está la culpa y dónde está la verdad. El hecho de que la protagonista sea una escritora y el muerto un escritor frustrado. Mi hijo Daniel, por su enfermedad mental, tenía la tendencia a aislarse del mundo y a asumir injustificadamente el fracaso. Esa película me confirmó que una obra de arte, literaria, permite al espectador, o al lector, una identificación emocional con sus motivos, un gozo estético con el lenguaje.
AQ