La poesía de José Emilio Pacheco | Por Mario Vargas Llosa

Literatura

Con motivo del noveno aniversario de la muerte del polígrafo mexicano, con autorización de la editorial Alfaguara compartimos este ensayo incluido en 'El fuego de la imaginación' y dedicado a 'Los elementos de la noche', publicado hace 60 años.

José Emilio Pacheco hacia 1969. (Fototeca MILENIO)
Mario Vargas Llosa
Ciudad de México /

Los primeros escritos de un poeta suelen ser egoístas, testimonios exclusivos de una historia individual. Luego, con el tiempo y en ejercicio mismo de la vocación —si se trata de un verdadero poeta, claro está—, sus poemas van rompiendo esos límites estrictos de la experiencia personal y abarcando temas, problemas, cada vez más amplios y generales; así, poco a poco, de autobiográficos se convierten en históricos. La madurez de un creador puede medirse por la culminación de este proceso, tránsito más bien, de lo particular a lo general, de lo concreto a lo abstracto. En otras palabras, de la integración del poeta, mediante su obra, en la comunidad.

Lo que sorprende, justamente, en este libro de poemas de José Emilio Pacheco, joven mexicano destinado a ocupar un lugar sobresaliente en la literatura latinoamericana a juzgar por los méritos excepcionales de esta obra, es la ausencia de ese primer estadio de balbuceo y de indecisión frecuente en el poeta que comienza. Tanto la actitud frente al mundo, como la elección de los temas y el uso de la palabra del autor de Los elementos de la noche muestran a un creador perfectamente formado, con una visión lúcida y muy personal de la realidad, y dotado de facultades expresivas nada comunes. José Emilio Pacheco merece figurar, desde ahora, entre ese grupo de autores —Xavier Villaurrutia, José Gorostiza, Alfonso Reyes, Octavio Paz— que han hecho de la poesía mexicana una de las más ricas y profundas de la lengua en nuestros días.

Aislados o fundidos, enmascarados o desnudos, dos temas principales aparecen en todos los poemas de Los elementos de la noche y dan al libro, a pesar de su heterogeneidad formal, una sólida unidad. El primero es el descubrimiento del mundo exterior. Frente a los elementos y los objetos que lo rodean, el hombre adquiere la noción de su existencia y, simultáneamente, comprende que la vida tiene carácter provisional, efímero: las cosas se defienden mejor contra la muerte, son menos perecederas que él. Como estimulada por una especie de horror contra el destino del hombre, que es la extinción, esta poesía se aproxima a las cosas, las invade, quiere instalarse en el corazón de la materia inerte y allí, imitando su inmovilidad y su silencio, conquistar la supervivencia. El poeta escudriña la realidad inanimada, la captura por medio de la palabra: «Letras, incisiones en la arena, en el vaho. Signos que borrará el agua o el viento. Símbolos neciamente aferrados a la hora que se cumple dentro de mí, al silencio. ¿Para qué hendir esta remota soledad de las cosas? ¿Por qué llenarlas de plegarias, de trazos, de invocaciones? Porque es un modo de redescubrir el espacio, el origen; de iluminar, mediante el pobre conjuro, la ávida sombra que se cierne sobre el instante. Porque así las murallas de esa cárcel de azogue que yo mismo he erigido, no prevalecerán contra mi nada».

Esta orgullosa afirmación de la palabra como instrumento capaz de descubrir el origen, de «iluminar la sombra», significa también: la palabra es un fin. La poesía ayuda a vivir, es vida en sí misma, y José Emilio Pacheco afirma una y otra vez que la poesía contiene lo mejor del hombre y es una garantía contra la muerte. Ella dignifica todo lo que abraza, incluso lo más ínfimo y pequeño, hasta esos imperceptibles «pasadizos de una hoja de sauce». En uno de los poemas más bellos del libro, el soneto titulado «Presencia», se define la poesía como una entidad contra la cual no prevalece el tiempo:

¿Qué va a quedar de mí cuando me muera


sino esta llave ilesa de agonía;


estas pocas palabras con que el día


apagó sus cenizas y su hoguera?


¿Qué va a quedar de mí cuando me hiera


esa daga final? Acaso mía


será la noche áspera y vacía


que nace y fluye de una oscura era.


No quedará el trabajo, ni la pena


de creer y de amar. El tiempo abierto,


semejante a las aguas o al desierto,


ha de borrar de la confusa arena


todo lo que me salva o encadena.


Mas si alguien vive yo estaré despierto.


Del descubrimiento del mundo, deriva el segundo de los temas de Los elementos de la noche: la dramática tentativa del hombre por escapar a su soledad. Para José Emilio Pacheco la poesía es también la llave maestra que tiene el hombre para tomar posesión del mundo. Pero la palabra no es un utensilio dócil, sino rebelde, escurridizo, que solo se somete por momentos y después de combates y persecuciones sin tregua. Solo cuando evoca la lucha secreta, invisible y feroz, entre el poeta y el lenguaje, la poesía de José Emilio Pacheco abandona el tono de fría inteligencia que emplea para hablar del tiempo irreversible, de los laberintos del aire, o del rostro del mar cuando amanece, y se apodera de ella cierta angustia, cierta ansiedad impaciente. Esto recuerda una de las preocupaciones de otro poeta mexicano, Octavio Paz, para quien la palabra es «la libertad que inventa cada día». Pero aunque próximo al autor del admirable Piedra de sol por los temas de su poesía, Pacheco se diferencia de aquél por su temperamento. La exaltación, el furor y la violencia imaginativa y verbal que caracterizan la poesía de Paz no asoman nunca en la de José Emilio Pacheco, poeta de palabra moderada, contenida, fundamentalmente alusiva:

Vuelve a mi boca sílaba, lenguaje


que lo perdido nombra y reconstruye.


Vuelve a tocar, palabra, ese linaje


que con su propio fuego me destruye.


Regresa así, canción, a este paraje


en donde el tiempo se demora y fluye.


No hay muro o sombra que su paso ataje


—lo perdurable, no el instante, huye.


Ahora te nombro, incendio, y en tu hoguera


me reconozco. Vi en tu llamarada


lo destruido y lo remoto. Era


como pisar una isla calcinada.


Mas vuelve a mí, canción deshabitada,


antes que el tiempo, como el tiempo, muera.

En Los elementos de la noche son ensayadas con igual sabiduría formas métricas clásicas y modernas, y se emplean los procedimientos expresivos más diversos con idéntico rigor. Desde el poema en prosa hasta el soneto de ley rígida, Pacheco pasa de una a otra forma de construcción, y su desenvoltura y su destreza formales son semejantes en el verso libre o el rimado, en la poesía consonante y asonante. El conocimiento del lenguaje y la vasta cultura poética que su libro manifiesta, permiten a Pacheco una asombrosa libertad de movimiento en el dominio de la forma. Entre las técnicas que utiliza, una de las más constantes es la alegórica, como el poema «La enredadera», que para él prefigura la vida y la muerte:

Verde o azul, fruto del muro, crece;


divide cielo y tierra.


Con los años


se va haciendo más rígida, más verde,


costumbre de la piedra, cuerpo ávido


de entrelazadas puntas que se tocan,


llevan la misma savia, son una breve planta


y también son un bosque;


son los años


que se anudan y rompen;


son los días


del color del incendio;


son el viento


que a través del otoño


toca el mundo,


las oscuras


raíces de la muerte


y el linaje


de sombra que se alzó en la enredadera.

En la última parte del libro de José Emilio Pacheco, bajo el título de «Aproximaciones», aparecen traducidos al español con fidelidad y belleza, poemas de John Donne, Baudelaire, Rimbaud y Salvatore Quasimodo. En todas estas versiones, Pacheco sale airoso de esa operación infinitamente audaz y casi imposible que es trasplantar un poema a otra lengua. El ejemplo mayor es la versión de «Le Bateau ivre» de Rimbaud, que Pacheco ha conseguido adaptar al español conservando las imágenes, la música y la vehemencia subversiva del texto original. También en este sentido puede decirse que Los elementos de la noche enriquecen la poesía de lengua española y son un acontecimiento.

París, agosto de 1964

AQ

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