Azúcar mascabado,
niño que clama justicia frente a investidura cualquiera, sin miramientos ni pena.
Agua tibia en la espalda,
pies fríos en pasto germinado de higueras y persea americana. Desterrados los hijos de Eva,
pero este hijo es mío y con él pierdo la guarida terrena, mi patria es él durmiendo en mi útero en retroversion, desgajando Pangea,
desangrando la placa litosférica de la cordillera en mi placenta. Comemos palabras como tortilla enrollada,
versos que son carne de ternero picada, rimas estrafalarias como océanos de leche
habitados por fauna de galletas y pan con miel untada. Estalactitas de dulce corren por nuestras gargantas hasta las tripas que yo le hice,
donde ahora habita la profecía de un barco pirata rumbo a las montañas, de un vehículo estelar surcando la estratosfera allende enanas blancas. Tlacoyo de masa que moldeé con las manos de mi entraña,
lanugo de melaza y canela recubriendo el cuerpo arácnido,
minotauro diminuto para el que construyo
un palacio de Cnosos con lajas a prueba de pesadillas,
hedum cuando duerme, venido del Egeo a quitarme las penas. Lo desvelan tlaloques de tiempos eléctricos,
mortificado pide a los dioses por los otros descalzos, empapados de tristeza y rabia,
porque la vida nuestra se les extienda, aplaude porque pese a la pena,
la tierra se riega, los rebaños pastan
la vida siga siendo vida vivida porque cantas.
Saltimbanqui mexica, resortes de madreselva en los talones picoteados por los moscos moradores de una alameda de laureles, quisieron devorar su licor de naciente primavera.
Niño constructor, niño poeta,
niño científico, niño inocencia,
aquí una letanía para evitar que temprano mueras. En los bolsillos árboles de jacarandas,
en los rayos de la bicicleta ramas de buganvilla morada, carreras con pies de dedos,
batallas en manos con yema de huevo, todo a prisa por la boca emulante, pum pum, psfffffff, piu piu,
la música que canta llena de pasado en calma,
vaya todo al agua, cargas densas por las culpa que aún no cargas pero llevas signadas porque estás vivo cuando hablas.
En la frente y la espalda se señalan las luces de Aldebarán, el signo mío impreso en la sien tostada,
Alnath, punta del cuerno de ciervo que visitó mi casa mientras amamantaba con
senos de amaranto y yerba santa. Hijo Orión de la primavera del norte y el invierno del sur en mapa en T:
pelearás contra tu cuna en campo bravo, serpiente de cascabeles en el pecho dorado. Luego, escucha bien lo que te digo,
tendrás a bien reconciliarte con la semilla, naturaleza de la tierra y tu ser,
hombre justo que en ella habita, siempre para bien. Si no eres tú el nacimiento de una nueva patria, entonces no quiero ninguna,
seré apátrida, huérfana y viuda, pura cosa mundana.
Mi hijo es a mi palabra lo que él maíz es a mi patria. Mi hijo, ser humano que dice,
así se tajo, de bote pronto,
que ha llegado a esta tierra para amarla.
Un asiento
A Pura López Colomé
I
Ahí estaba la mujer
Graya de cabellos plateados desierto de Namibia en cada mejilla,
falla geológica en pómulos tumultuosos, túmulo imperial bajo las cuencas casi vacías.
Los ojos habían migrado un puñado de otoños atrás al remoto crepúsculo de plaza, castañuelas y casino, talqueada de heno,
perfumada de Pravia,
sostenida por estípites de anís y carboncillo. Cuando ágil,
había trabajado la Grea, no como hechicera, como mula sarracena
entre rancho saqueado y sobres de Manila,
gallinas y cerdos,
plata en carretes y cobre en afiladas clavijas, crió madre rolliza,
ahijadas que se hicieron al bosque suculento,
tres hijos de cacao amargo, manteca y frijoles de mayo, una caterva de infértiles nietos,
y caldillos meneados.
Después de leches en lumbre y nata de caramelo con panes duros
de huevos tibios medidos en apesadumbradas jaculatorias, después de peroratas por valles de lágrimas en voz baja,
quedaron las plegarias surrealistas de tiempo sin forma.
Ahí estaba, en ese ahora, camisón de agua de limón peplo azafranado, transmutada en oráculo
lanzando al aire respuestas huérfanas de duda. Coro de la verdad invisible,
guardiana del ojo en busca de sutiles razones Ahí estaba, insomne,
inquieta frente a la puerta Ghiberti
—no hay paraíso sin purgatorio perfumado de azucenas— el baptisterio en su testera,
en la sien la espuma
de un embravecido mar de Cananea.
Ahí estaba en el frío de siempre madrugada sin el largo calzón de la decencia, transmutada su piel en tierra lisa
roza, tumba, quema,
abono para los muertos nuevos que eran ella.
Ahí estaba sin saber cómo
del suave conejo blanco en el granero, de la primera comunión cristera
del gato albino en el regazo tierno sembrado de violetas,
Había viajado vertiginosamente hasta ese lugar extraño.
Irreconocible. Indómita. Incógnita toda ella. Salvo por el asiento pintado de claro.
El resto, niebla espesa,
perplejidad de arcilla blanca,
duda desfigurando el rostro de pimienta cayena,
llenando los ojos de extrañeza, tiñendo la aceituna de frío acero, de anónima presencia.
Todo nuevo
todo incomprensible,
todo llano, todo liso, todo vano. Vacío, vacuus, vago, vahído,
evacuado el desván de recuerdos ahora ajenos, eco de ágora despoblada.
Incomprensibles descargas eléctricas de imágenes impropias, rostros inhumados, inhumanos,
aromas indefinibles, inadecuados,
personas que acaso demonios, santos o tropas.
¿Existe algo afuera de este único asiento donde todo se asienta y defenestra?
Hay recelo, no duda
incredulidad de las manos que invaden y
la mente que emprende la cobarde retirada, descampado el campo de batalla.
II
No persiste pregunta ninguna en el rostro, tampoco en la mujer morena
sentada,
cubierta entera por una raída cortina de tergal. Al otro lado del salón, ella,
habitáculo de titanio,
hielo condensado en una radio
atmósfera saturada de lirio cubierto por el espejo de paño blanco. La mujer del brocado rasgado,
bruja felina
hechicera de bejuco en jaulas, oráculo que optó por ser mudo, Moira silente,
espeleóloga de formas en el recóndito muro de los lamentos.
Se resistía a ese dudoso mundo
reblandecido a fuerza de manzana en las enaguas hojuelas de piña deshilada
yemas desérticas de Gobi o Arabia.
Sonatas para laúd en los sauces de un patio común con palomas de agua
lluvia horizontal en la ventana hilvanada de óxido de cerio,
cirio de santas pascuas. Ahí estaba,
sabiendo, ella sí, que había llegado hasta ahí por sus votos de silencio y rabia,
pan de pena,
las migas suyas no marcaron camino alguno de vuelta.
De pachuili engarzó un nombre con apellido laberíntico.
Cómo sin dónde.
III
Ninguna sabía de la otra. Estrellas distintas.
Galaxias distantes.
Yo, en el centro de ambas. las tres incorpóreas, etéreas,
ingrávidas golondrinas de cal y canto, incapaces de reconocer las siluetas tejidas a gancho, suyo,
nuestro,
en el velo de malla.
Un viento solano las guía de vez en cuando,
hacia la silla opuesta
por las horas desnudas de vergüenzas.
Las veo transformarse en flotantes matarratas platinadas.
Yo me muevo, cada pazconsanjuan, acompasada a su encuentro
si es que atinan a llamarme por cierto nombre en clave morse.
Potente cierzo. Delirante levante. Suspendida, hierática, al centro observo.
La duda es el umbral que se cruza milésima puntualidad.
Una es una al marcarla, una.
En final de los tiempos, al unísono,
Todo recibe un nombre propio compuesto.
En cada inicial mía las deletreo.
Melissa Arzate Amaro es promotora cultural, docente, investigadora, narradora y poeta.
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