Vine a vivir a la sierra de Guadarrama, junto a un pueblo donde casi nadie vive. El cementerio está más poblado. La comunicación es precaria; la señal de internet hay que cazarla según corra el viento. El cartero no sube a mi casa. He de bajar al Excelentísimo Ayuntamiento a preguntar si me ha llegado algo. Vuelvo con quinientas calorías menos. La mitad de las casas tienen un letrero de “se vende”, pero ya sin fe; algunas perdieron el techo en espera de ser vendidas.
Los fines de semana resucita el pueblo, pues los paisajes son excelentes y el clima muy benigno. Suben coches, motocicletas y bicicletas. La altura y el aire limpio lo han convertido en refugio de un puñado de deportistas. El verdulero es un maratonista etíope retirado. Con él hablo de Abebe Bikila y de aguacates.
Tomé el camino a la plaza, iglesia y ayuntamiento. Como diría Rulfo en una ocurrencia que pudo evitar: “El camino subía y bajaba: ‘Sube o baja según se va o se viene. Para el que va, sube; para el que viene, baja’”.
En el ayuntamiento me entregaron dos paquetes. La forma planirrectangular de uno evidenciaba un libro. Lo desenvolví ilusionado y más ilusión me dio la lectura cuando vi de qué se trataba: Libro albedrío, de Eduardo Espina. El índice marcaba un ensayo titulado “Soy mi poeta favorito” y yo pensé: “Es mi ensayista favorito”.
Su escritura hace que cualquier tema que trate se vuelva también una reflexión sobre el lenguaje; y mucho más cuando el tema es precisamente el lenguaje, asunto religioso para Espina: “A la manera de quien entra a una iglesia… entro a la casa del lenguaje para orar”. Es un cazador de “estructuras gramaticales que desconocía o había pasado por alto”. Confiesa que prefiere “hablar del imperfecto de subjuntivo que de la labor del presidente del país” y tan solo sobre la coma asegura que “me pasé la vida aprendiendo variaciones sobre el uso de la pausa y la cancelación de esta”. En fin, uno de esos libros en los que tanto se paladea el qué como el cómo.
Si yo fuera poeta quisiera ser como Espina. También si yo fuera narrador.
En el segundo paquete hallé unos deliciosos bollos que me envió el embajador Ricardo Villanueva.
Estamos en plena canícula, pero amanezco y el termómetro anuncia ocho grados. Veo por el ventanal las mariposas papalotear, esas que Espina considera “un homenaje a la finitud”. Me preparo un espresso séxtuple, me sirvo un par de bollos, y continúo leyendo Libro albedrío. “Lo ideal sería… que la poesía tuviera más estatus social que los deportes y los juegos de naipes, que la gente gritara ‘¡gol!’ cada vez que encuentre una buena metáfora o el adjetivo apropiado…”.
Iba a hacerlo; pero es mala educación gritar ¡gol! con la boca llena de bollo.
AQ