¿Por fin están satisfechos? | Por Bruce Swansey

Ficción

En el paraíso hay poco qué hacer.

"Afuera hay una veranda con hamaca y sofás para no hacer nada más extenuante que beber". (Foto: Sebastián Peña)
Bruce Swansey
Ciudad de México /

Viajamos porque en verano a nadie se le habría ocurrido permanecer en casa. Además, una de las carreras frustradas de mamá es ser agente de viajes, pero esta vez la experiencia fue distinta. Durante los días que dedicó a arreglar los detalles del viaje tuvo tiempo para darse cuenta de que en su familia nadie tenía la mínima iniciativa. El viaje, por ejemplo. Todos aceptábamos el destino que ella proponía porque para ir al mar siempre hay ganas. Según ella lo mejor era viajar en yate porque el espacio es tan reducido que no podíamos dejar nuestro rastro de zapatos abandonados, panqués a medio comer, frascos de mermelada adosados al cristal de la mesa del comedor. Cuando renegaba mi papá la escuchaba con expresión de incrédulo aburrimiento, cosa que la irritaba todavía más porque la hacía sentirse la única adulta responsable.

Estoy en el sofá pensando que estoy sentado. Eso me hace sentir que no estoy enteramente sentado. Puede ser que esté echado. Desde aquí no veo las torres que para la mayoría se alzan en el horizonte porque estamos más arriba. Diariamente las veo desde acá, encogidas.

“¡Papá!”

“Uy, perdón, son las medicinas”.

Susana me cuenta una historia invariable y repetitiva como la misa.

“Había una vez un hombre y una mujer que vivían en una casa muy grande donde solo había retratos colgados muy alto y un sofá gris rata donde esperaban. Los dos estaban vestidos para viajar, ella con abrigo, el bolso en el regazo y él de traje y sombrero, lleva impermeable y una maleta. El hombre volteó a mirarla pero entonces ella fijó la vista al frente. Entonces él veía al frente y ella tornaba la cabeza para mirarlo. Solo pueden verse de perfil condenados a esquivarse. Así pasaban las horas en aquella casa vacía y silenciosa hasta que el mecanismo se trabó y tuvieron que verse de frente. Entonces la mujer le arrancó la cabeza que rodó sin perder el Borsalino. Entonces el hombre se levantó y salió de la habitación”.

“¿Sin cabeza?”

Los dos esperamos atentos los golpes en la puerta.

Cuando llegó el día de partir mamá nos esperaba abajo, pendiente de la llegada del taxi. Entre la puerta y ella se erigía una serie de maletas negras como ataúdes. En su bolso llevaba los documentos de todos, pasajes y su posesión más preciada: el móvil. Mamá no habría sobrevivido sin el telefonito. ¿Qué más haría durante la cena, que insiste en que compartamos? Mamá puede convertir cualquier cosa en un plato suculento. Sería excelente si como los profesionales desapareciera.

“No. ¿Cómo crees? Volvía sobre sus pasos, se inclinaba y recogía su cabeza alzándola por el Borsalino y se la ponía. Luego recorría la casa sube y baja escaleras, a través de corredores y habitaciones enormes que cruza para entrar en otras vastas salas de espera. Luego regresa a donde permanece la mujer a cuyo lado vuelve a sentarse”.

Mamá sostiene los pasaportes en la mano derecha mientras que del brazo izquierdo cuelga el bolso negro con grandes tachuelas que arrugan la piel dándole el aspecto de un órgano fuera de sitio. Es de piel de avestruz.

“En este país nadie se morirá de un ataque cardiaco”, agradece al mesero abanicándose con los cuatro pasaportes. Inmediatamente después apura un buen trago. El vestíbulo del hotel es una enorme palapa donde la representante nos da la bienvenida.

En el espacio contiguo un hombre todavía joven espera ser atendido. Mamá deja de bufar hipnotizada por la tersa elegancia del viajero que ahora voltea cordialmente. Al final del túnel hay un guapo, piensa esbozando una discreta sonrisa. La empleada se lleva sus papeles a cambio de un gin tonic.

“¿Pero qué tanto coquetea?”

Y renueva el bufido.

Papá carraspea y mira alrededor para confirmar que estemos cerca. Desde que vio No mires atrás lo inquieta que desaparezcamos. La enana con capa roja transformada en sicario. Nos da lástima así que nos vamos a examinar un jardín interior donde hay una gran jaula de pájaros exóticos. Desde el extremo opuesto del vestíbulo lo veo sentarse, un hombre vencido.

“En un momento estará Wendy con ustedes”.

“¿Otro?”

Papá señala la copa vacía de mamá que la empleada recoge.

“Negroni, verdad?”

Está cansado de tener pena ajena, de levantar las cejas y sonreír a manera de disculpa. Es cada vez más difícil soportar el constante mal humor de mamá y por eso prefiere perder el tiempo convencido de estar ocupado.

“¿Puedo ayudar?”

“¿Tú?”

“Solo quería saber”.

“¿Qué?”

Lo dice como quien reta al oponente a la pelea.

“Está bien, perdón, no vuelvo a abrir la boca”.

“¡Mejor!”

El hombre suspira.

“Todo lo echas a perder”.

“¿Y?”

“Nada. Se levantaba del sofá y recorría la casa vacía con la ventana muy alta que proyectaba la araña de sus divisiones sobre el muro opuesto. Estaban presos en un tiempo que se repetía, pero que sería interrumpido con consecuencias asombrosas.”

“¿Eso es todo?”

El bungalow está frente al mar, consta de un salón amplio y afuera hay una veranda con hamaca y sofás para no hacer nada más extenuante que beber. Afuera la vegetación tropical se alza como celosía para protegerlos de la resolana y abriéndose al fondo hay un sendero de arena que desciende a la playa. Cuando llegamos las maletas estaban en las habitaciones correspondientes. En el paraíso hay poco qué hacer.

Escuchamos aliviados el sonido seco de una botella de champán.

“Cortesía del hotel señora”.

Mamá está emocionada de que alguien la reconozca.

La recámara principal es una suite con sala y una terraza abierta al mar. Hay dos habitaciones más, con sus respectivos vestidores y baños y una terraza compartida.

“¡Miren! Una puerta disimulada”. Mamá señala el muro pintado con pájaros y frondas entre cuyas curvas en efecto hay una puerta secreta.

“Me gusta porque no se nota. Las puertas siempre interfieren en el espacio. Es como si lo cortaran. Esta puerta lo evita sin perder su función”.

Cuando mamá habla como si dictara cátedra es que se da cuerda.

“No sé cómo hemos podido vivir sin esta perla de sabiduría”.

Papá nos mira cómplice.

“Nada más comento mis primeras impresiones.”

“Imprescindibles para nuestra cultura. Salud”.

“Preferible a no tener ninguna idea. Salud”.

Mejor desaparecemos. Mamá queda en el centro de la habitación, rotando los hombros y la cabeza para relajarse y sonreír.

“Es la última vez que compartimos habitación”.

“No, espera. Una vez el hombre no volteó a ver al frente sino que permaneció con la vista fija”.

“¿Qué pasó? ¡Le volvió a arrancar la cabeza!”

“No. El hombre la miró concentrado hasta que la cabeza salió disparada. Pero la mujer no se levantó para recogerla. Quedó sentada con las manos posadas sobre el bolso. Llevaba las uñas cuidadosamente esmaltadas en rosa coral”.

“¿Y la cabeza?

“Rodó porque no tenía sombrero y quedó abandonada al lado de un muro blanco”.

El hombre que la precedía ante el escritorio ahora está sentado en el bar. Conversa con un hombre mayor. Al acercarnos se percibe el aroma de lavanda y mamá se detiene a escucharlos, hipnotizada por la modulación y precisión de sus voces que la cautivan como si se tratase de sirenas masculinas.

“Debí haberme divorciado hace mucho,” le comenta al mesero que los escolta. “En cambio cenaré con gente que preferiría no verme”.

Antes de sentarse pide burbujas.

“Mejor beber. Así por lo menos pueden resultar curiosos”.

No nos inmutamos. Para nosotros no existe. Es la convidada de piedra.

“Las palabras rebotan pesadamente sobre las raquetas de sus lenguas gordas, cruzan agotadas la mesa y caen en el mantel, entre los cubiertos. ¡Miren! Una todavía agoniza”.

Continuamos en silencio mirando la carta porque sabemos lo que sigue y lo mejor es permanecer inmóviles.

“¡Véanme! Podría comenzar a gritar y no se darían cuenta”.

“No la veas siquiera,” me susurra Susana.

“Queremos cenar rico y pasarlo bien, mamá”.

Eso lo dice en voz alta.

“El hombre se levantó de nuevo, cogió su impermeable y la maleta y salió lentamente porque cargaba con su cabeza en el nicho de su brazo izquierdo, como si se tratara de un recién nacido. La decapitada seguía inmóvil”.

“¿Qué?”

“Decapitada. Quiere decir sin cabeza.”

‘¿Y ya?”

“Sí.”

“¡Psh!”

“No me bastó arrancarte la cabeza,” dice la cabeza en el recodo de su brazo.

Afuera es temible, pero adentro es peor.

“Los perseguiré desde la tumba,” susurra al otro lado buscando los resquicios de la puerta.

“Da lo mismo donde se escondan, los encontraré.”

Luego da una patada.

“No descansarán.”

Se aleja sollozando.

Oscuridad y el rumor de las olas para morir un rato.

“Impostor” —le dice a manera de buenas noches.

“Todo lo hechas a perder.”

“Igualmente.”

Estar en el mundo es fatigoso. Avanzan las horas alentadas por los ronquidos de papá que mamá no percibe porque se taponó los oídos con cera y tomó dos pastillas de Veronal para dormir como piedra hasta el Juicio Final. Sin embargo, desde la profundidad el fragor del trueno rasgó el silencio.

El ruido de la tierra nos despertó.

Una voz conmovió la habitación donde nos habíamos reunido convencidos de nuestra próxima muerte. La voz amenazaba desintegrar el mundo. Era Dios que nos preguntó:

“¿Por fin están satisfechos?”

AQ

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