Porfirio Muñoz Ledo: “Creo en la política como obra de la cultura”

Entrevista

Rescatamos esta entrevista en la que el político mexicano habla sobre su relación con la Generación de Medio Siglo, su amistad con Carlos Fuentes, sus aficiones literarias y su pasión por la Historia.

Porfirio Muñoz Ledo, 1933-2023. (Foto: Héctor Téllez | MILENIO)
Edgardo Bermejo Mora
Ciudad de México /

En julio de 1996 llamé a la oficina del presidente nacional del Partido de la Revolución Democrática (PRD), Porfirio Muñoz Ledo, para solicitar una entrevista. Luego de dos intentos fallidos tuve que aclararle a la secretaria que mi interés no era el de preguntarle sobre los temas políticos de actualidad —Muñoz Ledo estaba por dejar la dirigencia del partido para pasarle la estafeta a Andrés Manuel López Obrador— sino el de conversar a propósito de su formación y temperamento intelectual, sobre su relación con la cultura y con los intelectuales de su generación.

Debió hacerle llegar finalmente el mensaje correcto porque horas después el propio Muñoz Ledo me marcó para citarme en su oficina. En los minutos que lo escuché al otro lado de la línea me adelantó que era un asunto fundamental para él y que le sorprendía mi interés en temas de los que no solían preguntarle. Tenía entonces 63 años. Con la voz rasposa, grave e impetuosa del genio que se atropella al hablar, sin que yo se lo pidiera, resumió con vehemencia algunos aspectos de su trayectoria intelectual. Con esa misma rapidez con la que hablaba me colgó.

Cuando al otro día crucé la puerta de su despacho, apenas nos sentamos, encendí la grabadora, y él un cigarrillo, comenzó a repiquetear el teléfono. Respondió de mala vena a lo que le estuvieran diciendo del otro lado, colgó malhumorado, y me pidió posponer un momento la entrevista porque debía atender un asunto urgente que no le tomaría mucho tiempo. Regresé a la sala de espera y a los pocos minutos vi llegar a López Obrador. Poco después la voz alterada de Muñoz Ledo se filtró por la puerta. No alcancé a distinguir lo que decía, pero discutía acaloradamente. Al poco salió visiblemente contrariado el futuro presidente del partido pero ya no entré yo en su lugar: la secretaria me transmitió sus disculpas y la invitación a desayunar al día siguiente en el restaurante Los Almendros de Polanco.

Conversamos en paz y sin interrupciones por más de una hora mientras él devoraba con entusiasmo unos huevos motuleños y yo tomaba notas. La memoria, que registra a capricho algunos momentos en apariencia irrelevantes, decidió que, desde entonces, cada vez que veo en un menú el platillo estelar de Motul me acuerde inevitablemente de aquella conversación. Rescato de ella los fragmentos principales.

—¿Podría escoger a tres asesores entre el círculo académico e intelectual mexicano?

No necesito escogerlos, los tengo y no son propiamente mis asesores, son mis amigos. Seleccionar a tres es menospreciar a los demás, diría más bien quienes son mis amigos más cercanos: Carlos Fuentes, Víctor Flores Olea y Lorenzo Meyer.

—¿Puede hablarme de la revista Medio Siglo y de la generación que se reunió en torno a ella?

Dicha generación tomó su nombre de la revista que un grupo de estudiantes de la facultad de Derecho de la UNAM impulsamos a partir de 1952 con el apoyo de nuestro maestro, el doctor Mario de la Cueva. El proyecto surgió de un concurso de oratoria…

—El cual entiendo que usted ganó.

No exactamente, hubo un empate entre Miguel Cobián Pérez, Genaro Vásquez Colmenares y yo. Miguel, hombre inteligente y estudioso de la política, no participó en la revista por su temprana filiación al PRI, mientras que nosotros éramos, digámoslo así, de oposición, de izquierda democrática. Entonces decidimos invitar a otros compañeros, y así se formó el núcleo central de la revista que más tarde sería ampliado con nombres que ahora identificamos como la Generación de Medio Siglo: Víctor Flores Olea, Javier Wimer, Carlos Fuentes, Arturo González Cosío, Enrique González Pedrero, Marco Antonio Montes de Oca, Salvador Elizondo, Sergio Pitol y muchos otros compañeros de aquel tiempo.

Los más jóvenes, como Carlos Monsiváis, se sumaron en los últimos números de la primera época. Esa generación editó una segunda época de Medio Siglo que coordinó Fernando Zertuche, y en la que estuvieron Sergio García Ramírez, Enrique Soto Izquierdo, José Emilio Pacheco y Miguel González Avelar, entre otros. A la generación de Medio Siglo pertenece inclusive Miguel de la Madrid. En su diversidad, este grupo variopinto se definió por su compromiso con la transformación política del país y por su inquietud y rigor intelectual, en un espectro ideológico que iba desde el centro nacionalista hasta la izquierda democrática no comunista.

En el primer artículo que escribí, en octubre de 1952, digo que hay que rescatar los valores de la Revolución mexicana. Yo tenía entonces 18 o 19 años. Diría que mi generación se caracteriza por un concepto de la política que implica necesariamente la dimensión cultural, es decir, por una noción cultural del Estado y de la vida pública.

—¿Piensa escribir sus memorias?

Sí, pero no quiero que sean memorias íntimas y personales, sino unas memorias de mi tiempo. Le comentaba a mi gran amigo John Kenneth Galbraith, ahora que nos vimos en Lyon, que me encantaron sus memorias cuando las leí en Nueva York. A Life in a Time, se llaman. Pienso también en las memorias de André Malraux, ese es el tipo de trabajo que me gustaría para hacer el recuento de mis días, uno de tipo histórico e interpretativo, no un diario confesional donde muchos quedan mal parados y el autor en cambio aparece como un santo.

—Y entre los mexicanos, ¿con qué libro de memorias se quedaría?

El mejor de todos: Ulises criollo, sin duda.

—¿Conoció a José Vasconcelos?

Tengo una fotografía con Vasconcelos y un grupo de mi generación, en alguna ocasión que lo visitamos. Ya era muy grande, era como visitar el árbol del Tule, ya no había mayor cosa que hablar con él.

—¿Qué me puede decir de Carlos Fuentes y Octavio Paz?

De Fuentes yo me quedo con La región más transparente, hay en ella la crónica de nuestra generación. Más que un juicio literario, tengo con ella una relación vital, sentimental. Pensaría también en Aura, en La muerte de Artemio Cruz y en parte de Terra Nostra, el cual es un ejercicio muy respetable de Carlos.

Con Octavio no tengo una relación cercana, pero sí una relación firme y sincera, diría yo. Nunca he tenido el menor desapego con él, pero tampoco hemos cultivado una amistad en el sentido estricto. Lo traté por primera vez en París, cuando se despeñaba como funcionario de menor rango en la embajada de México. Como muchos otros intelectuales metidos en la diplomacia, dedicó gran parte de su tiempo a leer y a escribir. Tal y como lo hicieron Alfonso Reyes, Amado Nervo, José Gorostiza o Jaime Torres Bodet, a quien también conocí en Francia cuando llegó como embajador de México. De manera que Octavio y yo nos encontramos muchas veces en la biblioteca de la Casa de México en París, él como diplomático, yo como estudiante becario. Recuerdo que por entonces él estaba interesado en la antropología y en el trabajo de Claude Lévi-Strauss. Solíamos entonces compartir algunas lecturas e intereses comunes: las primeras obras de Miguel León-Portilla, las de Alfredo López Austin, el libro de Sylvanus Morley sobre los mayas, los textos de Gonzalo Aguirre Beltrán sobre las formas del gobierno indígena. Temas, lecturas e ideas que luego aparecieron en Postdata y de otra manera en El ogro filantrópico.

También compartimos interés en la sociedad colonial como matriz de la nacionalidad, tal y como lo expresó en Las trampas de la fe. Después dejé de ver a Octavio, pero todas las veces en la vida que nos hemos encontrado ha sido muy cordial.

Hay otro dato que siempre recuerdo. En 1978, cuando salí de la Secretaría de Educación Pública y anduve de profesor itinerante —como voy a andar un poco ahora que deje la presidencia del PRD—, lo encontré en una reunión con Carlos Fuentes. Carlos y yo habíamos hablado en Princeton de la posibilidad de hacer un partido político. Entonces Octavio se me acercó y me dijo: “Porfirio, sé que usted quiere hacer un partido socialdemócrata; si se decide, cuente conmigo”. Años después me lo encontré en Madrid y le dije: “Oiga, Octavio, yo he contado esto que usted me dijo, pero a veces la memoria deforma los hechos. ¿Es exacto que así ocurrió, que me propuso sumarse a un partido socialdemócrata?” “Así ocurrió exactamente”, me respondió.

Porfirio Muñoz Ledo y Carlos Fuentes. Al fondo a la izquierda, Carlos Monsiváis. (Hemeroteca Nacional).

—¿Cuál es el libro de cabecera que debería tener todo político mexicano?

Es muy difícil saberlo, pero yo a mis amigos les decía que si nada más tenían un libro en su cabecera sobre México, este fuera La evolución histórica del pueblo mexicano, de Justo Sierra. Reconozco además que tengo una deformación: mi interés por la política deriva del estudio de la historia. Mi madre era profesora de historia, y eso me marcó. Siempre he dicho a quienes afirman que he luchado por el poder que mi lucha ha sido por estar en la historia. Hay gente que tuvo poder y no está en la historia, y quienes aparecen en la historia sin haber tenido poder.

—¿Podría decir entonces, como el general De Gaulle, que cada una de sus acciones va dedicada a sus futuros biógrafos?

No a los biógrafos, a la historia, porque no vivimos en un medio cultural donde la biografía realmente reconstruye, sino que ensalza, santifica, difama y dibuja a personajes de cartón, de mármol, de bronce, o de mierda, pero no de carne y hueso. Es la historia la que, querámoslo o no, pondrá a cada quien en su lugar.

—¿La política le deja tiempo para la lectura o, más aún, para la literatura?

Por supuesto, pero depende mucho de lo que me cae en las manos, de las relaciones que uno establece, de las curiosidades que uno se encuentra en alguna ocasión. Ahora me llegó el nuevo libro del chileno Luis Sepulveda (Patagonia express, 1995). Con él establecí una relación amistosa hace muy poco tiempo. Ya me había regalado su otro libro, El viejo que leía novelas de amor (1988), y es buenísimo. Otra ocasión, en casa de Ricardo Valero, me encontré con Hugo Hiriart y me estuvo hablando de su libro de los sueños, lo compré y lo leí en las vacaciones de fin de año (Sobre la naturaleza de los sueños, 1995). Leo literatura de manera fortuita, por conocimiento de un amigo, casi siempre en víspera de unas vacaciones.

Yo diría que tengo tres tipos de lectura: la que te acabo de decir que hago por mera curiosidad y goce, como un simple lector y un ciudadano de a pie que lee para descansar en sus ratos libres. Leo para no pensar porque me la pasó pensando. Un segundo tipo de libros que leo, son los que yo mismo presento. De eso ha hablado mi amigo Carlos Monsiváis. Me ha acusado varias veces de no leer los libros que presento. Nos reímos los dos cuando lo dice, pero él sabe en el fondo que no es cierto. Bueno, no te diré que los leo completos siempre. El año pasado presenté el libro de Arnaldo Córdova sobre el maximato (La revolución en crisis. El maximato, 1995) y lo devoré con interés porque es uno de mis temas. También presenté hace poco el de Jorge Castañeda sobre la izquierda latinoamericana (La utopía desarmada, 1995). Iba a presentar, pero un viaje a Europa me lo impidió, la novela de Miguel Alemán Velasco (Si el águila hablara, 1996). Un tercer renglón muy necesario y útil es el que destino a los libros de mi competencia: temas electorales, partidos políticos, derecho, teoría política. Ahora estoy por leer a Giovanni Sartori (Ingeniería constitucional comparada, 1994), que va a venir a México en estos días y ya quedamos de platicar cuando llegue.

—¿Qué tal la poesía?

En este caso siempre vuelvo a leer cosas que ya leí en el pasado. Más que lo nuevo, que lo desconozco, me quedo con lo que me marcó y de cuando en cuando regreso a esa poesía. Ahora me estoy mudando y he trasladado mi biblioteca. Eso me ha permitido un reencuentro con muchos textos de mi pasado. Por ejemplo, estoy haciendo un apartado de poesía francesa y estuve releyendo a Saint-John Perse a la hora de reordenar mis libros. De los mexicanos me gusta José Gorostiza. Últimamente se me ha ocurrido comprar colecciones breves de algunos poetas latinoamericanos para llevarme en los viajes: Neruda, Vallejo, Huidobro. Me gusta sobre todo la lectura de poesía en voz alta.

—¿En qué momento lee?

A la hora en que se pueda (aviones, fines de semana, tiempos muertos), y si son lecturas de los temas de mi trabajo les aparto lugar en la agenda como si fueran una cita importante. Le ruego a la secretaria que no me interrumpan.

—¿Y el cine?

Tras una larga ausencia por falta de interés he vuelto al cine, pero por vía de la casetera. Veo sobre todo películas clásicas o cosas que en su momento no pude ver como Fresa y chocolate (Tomás Gutiérrez Alea, 1993). ¡Qué buena es! ¡Cómo me duelen la revolución cubana y sus intelectuales! En lo que se convirtió aquella utopía.

—¿Su película definitiva?

La más elemental: El acorazado Potemkin (Sergei Eisenstein, 1925). Para mi generación, hablar de esta película rusa es como decir El Quijote.

—¿Se considera un político intelectual?

Esa sería más bien la definición de mi generación, pero yo no diría “intelectual”, esa expresión está más bien referida a una profesión. No sé si me explique, en nuestro medio es lo que llamarían en Francia un homme de lettres. Me considero en todo caso un hombre que cree en la política como obra de la cultura, que se ha interesado tanto por la cultura como por la política y por la interacción entre ambas.

—Sin embargo, tengo la impresión de que lo que podría perdurar de Muñoz Ledo en el tiempo es su trayectoria pública y sus hazañas políticas, pero no su obra escrita, que hasta ahora es casi inexistente.

Eso es lo que quiero hacer, hay recopilaciones de mis intervenciones o de conferencias. Hace poco tuve una sorpresa interesante en la Universidad de Chicago. El profesor Friedrich Katz tiene en esta universidad un gran sistema informático sobre México, quizás el mejor que haya visto. Escribió mi nombre, apretó un botón, y comenzaron a aparecer en la pantalla textos y ensayos míos que me sorprendieron.

Tengo mucha obra escrita en ensayos y artículos, pero desde luego no ha llegado “el libro”, eso es cierto. Tengo un contacto con Plaza & Janés para hacer un ensayo en la misma colección en la que apareció Castillo Peraza (Disiento, 1996) y tengo otras ofertas. Por ejemplo, Grijalbo me está ofreciendo publicar una historia oral de México basada en la transcripción de un curso que di en la Universidad de Los Ángeles cuando dejé las Naciones Unidas. Hay mil 900 cuartillas que ya salieron de la computadora, y si se depuran puede salir un buen libro. Una especie de adelanto de mi autobiografía.

—Conocimiento o poder. ¿Qué le seduce más?

Conocimiento. Aunque no están tan disociados: conocimiento es poder intelectual.

—¿El conocimiento le ha permitido el acceso al poder?

No, nunca en esa relación biunívoca, quizá incluso me lo dificultó en algún tiempo. El acceso al poder por la vía burocrática no necesariamente se relaciona con el conocimiento, en el sentido de la cultura, y a veces hasta lo puede retrasar. La cultura, y sobre todo la ideología, no se llevan con una política trepadora, burocrática, pero sí le dan una dimensión mucho mayor a todas las cosas que uno hace, nos permiten la capacidad de innovar, la posibilidad de contribuir a las transformaciones más importantes del país.

AQ

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