La primera vez que me declaré a mi madre, tenía tres años (según los biólogos, los primeros años de nuestra vida son los más inteligentes. El resto es cultura, información, adiestramiento). Yo tenía propósitos serios: pretendía casarme con ella. El matrimonio de mi madre (del cual fui un fruto temprano) había sido un fracaso, y ella estaba triste y angustiada. Los animales domésticos comprenden instintivamente las emociones y los sentimientos de los seres y procuran acompañarlos, consolarlos: yo era un animal doméstico de tres años.
El escaso tiempo que mi padre estaba en casa (aparecer y desaparecer sin aviso era una forma de poder) discutían, se hacían mutuos reproches y por el aire —como una nube negra, de tormenta— planeaba una oscura amenaza. En cambio, mi madre y yo éramos una pareja perfecta. Teníamos los mismos gustos (la música clásica, los cuentos tradicionales, la poesía y la ciencia), compartíamos los juegos, las emociones, las alegrías y los temores. ¿Qué más podría pedirse a una pareja? No éramos, por lo demás, completamente iguales. A los tres años yo tenía un agudo instinto de aventura, del que mi madre carecía (o el matrimonio lo había anulado), y un amor por la fauna y la flora que a mi madre le parecía un poco vulgar. Aun así, me permitió criar un zorro, un malhumorado avestruz y varios conejos.
Pero a diferencia de mis progenitores, mi madre y yo, siempre que surgía un conflicto, sabíamos negociar. Cuando me encapriché con un bebé de elefante, en el zoo, y manifesté que no estaba dispuesta a regresar a casa sin él, mi madre me ofreció, a cambio, un pequeño ternero, que pude criar en el jardín trasero. (Sospecho que mi padre se lo comió. Un día, cuando me desperté, el ternerito ya no estaba pastando en el césped. Mi padre, ese día, hizo asado.)
Mi madre escuchó muy atentamente mi proposición. (Siempre me escuchaba muy atentamente, como debe hacerse con los niños.) Creo que se sintió halagada. El desgraciado matrimonio con mi padre la hacía sentirse muy desdichada, y necesitaba ser amada tiernamente, respetada, admirada; comprendió que todos esos sentimientos (más un fuerte deseo de reparación) yo se los ofrecía de manera generosa y desprendida, como una trovadora medieval.
Después de haber escuchado atentamente mi proposición, mi madre me dijo que ella también me quería mucho, que era la única alegría de su vida, más bien triste, y que agradecía mi afecto, mi comprensión y todo el amor que yo le proporcionaba. Me parecieron unas palabras muy justas, una adecuada descripción de nuestra relación. Ahora bien —me explicó mi madre—: nuestro matrimonio no podía celebrarse, por el momento, dado que yo todavía era muy pequeña. Era una razón que yo podía comprender. Mi madre era una mujer bellísima (tenía unos enormes ojos “color del tiempo”. La descripción la encontré, años después, en una novela de Pierre Loti), inteligente, culta, aunque frágil y asustada. Yo estaba dispuesta a protegerla (algo que mi padre no había hecho), aunque yo misma estuviera asustada muchas veces: el amor es generoso. También estaba dispuesta a esperar todo el tiempo que hiciera falta para casarnos.
Siempre le agradeceré a mi madre que me hubiera dado esa respuesta. No desestimó mi proposición, no me decepcionó, sino que estableció un motivo razonable y justo para posponer nuestra boda. Además, me estimuló a crecer. Desde ese día, intenté comer más (era bastante inapetente), acepté las vitaminas y el horroroso aceite de hígado de bacalao, con la esperanza de acelerar mi crecimiento, y alcanzar, por fin, el tamaño y la edad suficientes como para casarme con ella.
Por entonces, los parientes, los vecinos y todos esos adultos tontos y fracasados tenían la fea costumbre de preguntar a los niños qué harían cuando fueran mayores. Yo, con absoluta convicción y seguridad, respondía: “Me casaré con mi madre”. Imaginaba un futuro celestial, lleno de paz y de armonía, de lecturas fabulosas, paseos apasionantes, veladas de ópera (mi madre tenía una maravillosa voz de soprano), ternura, complicidad y felicidad. ¿Qué más podía pedir una pareja?
Mientras crecía (más lentamente de lo que yo hubiera deseado), renovaba, cada tanto, la promesa de matrimonio que le había hecho a mi madre. No sabía aún que los trovadores tenían una sola dama (lejana), pero intuía que debía ser así. Un amor eterno, delicado, fiel y cortés.
AQ