Entre los escritos de William Shakespeare y los poemas épicos atribuidos a Homero median 24 siglos, un lapso considerable si pensamos en las brutales transformaciones de las culturas. Sin embargo, seguimos siendo los mismos. Estos dos autores, cada uno en su momento, no cayeron en el garlito de suponer que los humanos pueden cambiar insanas costumbres ancestrales en su breve tránsito por este mundo.
Ambos coinciden cuando se ocupan del porvenir, esclavo del pasado; los dos dedican su talento a guiar forasteros por la manera en que exhiben actos humanos y sus consecuencias. Parecen empeñados en convencernos de lo inútil que resulta pretender deshacernos en el camino de nuestros más oscuros, crueles atavismos. Lo que uno llama Destino y el otro Hado es la misma carga que llevamos a cuestas en nuestro recorrido, no importa si somos gente común o héroes extraordinarios.
Elocuente ejemplo es el de los poderosos guerreros Aquiles y Héctor, ávidos de comerse el futuro y, no obstante, temerosos del pasado. Si al entablar el combate cada uno contase solamente con sus habilidades, el resultado sería impredecible. Sin embargo, el Hado ya señaló a Héctor como perdedor y, sin importar lo que haga, habrá de morir.
Los dioses no pueden alterar los designios del Hado, pero sí los conocen; es decir, pueden atisbar con cierta claridad el futuro y, en esa medida, intervenir, como lo hace Atenea al ayudar al mismo Aquiles. Cuando Héctor yace moribundo le ruega a su rival que respete su cadáver, pero el mirmidón se niega. Entonces aquél le pide a éste que se aproxime. Lo que Aquiles escucha de labios del moribundo Héctor es el designio del Hado: “Las flechas de Paris, por Apolo dirigidas, te matarán frente a la Puerta Escea.”
Después, en un futuro premonitorio Odiseo visita el Averno, donde se encuentra con Aquiles en su calidad de gobernante de los muertos; ahí Homero pone en sus labios una triste conclusión. Sostiene que preferiría ser el esclavo de un hombre pobre, que lo golpeara y que apenas lo alimentara, en vez de gobernar a los que ya no existen, pues ¿quién se atreve a desafiar el pasado? Solo alguien empecinado en conocer lo que vendrá.
En la irremediable forma espectral que habrá de beber el agua de la Estigia y olvidará quién fue, Aquiles experimenta destellos de conciencia presente y reconoce que el resultado de sus decisiones pasadas pudo ser mejor. Si no hubiese ido a Troya, si no hubiese regresado al combate para vengar a Patroclo, si no hubiese matado a Héctor… tal vez no habría alcanzado la fama eterna, pero estaría vivo. Sin embargo, ¿podría soportar un futuro ignominioso luego de haber vivido un presente ímprobo, días intensos que lo hubieran llevado a un punto de extenuación tal que, al voltear hacia atrás, lloraría por un pasado vivido en vano?
Siglos más tarde Shakespeare imitó a Homero, pues también se propuso hacer girar las manivelas del tiempo, obligando a sus personajes a patear senderos peligrosos con el único propósito de escudriñar en los meandros de las pasiones humanas.
Así, en Romeo y Julieta pasa sobre las vidas de Mercucio, Teobaldo y Paris con tal de orillar a Romeo a la muerte, y después obliga a Julieta a arrancarse la suya propia a fin de consolidar una larga secuencia de decisiones tomadas en favor del amor, si bien en contra de toda prudencia. El bardo empresario de Stratford–upon–Avon, receloso del futuro, prefirió invertir su capital en un pasado frenético, lleno de sangre, intriga y pasión, y fue recompensado al cabo de los siglos.
En Rey Lear destruye, erosiona la esperanza luego de las desventuras que han envuelto a ese monarca y a su familia, piedras en el camino surgidas de una decisión ingenua. En Otelo, Desdémona muere estrangulada a manos de los celos provenientes de un pasado aciago; con ello Shakespeare quiere señalar cuán fútil puede resultar la vida presente si la conciencia se somete a las apariencias, arpías del pasado. Es la lucha del futuro por deshacerse de un pasado pegajoso, intratable, que transcurre en un presente líquido, evanescente.
No está por demás hacer notar que en Shakespeare es frecuente encontrar, del brazo de los argumentos sanguinarios, canciones cuyas letras ponen énfasis en el poder que la poesía y la música ejercen sobre la mente, unas veces aclarándola, otras confundiéndola. Montados en el tren shakespeariano de inspiración homérica podemos disfrutar de lo que ambos sembraron en compositores y cineastas, incluso en neurocientíficos.
En efecto, las letras de las canciones isabelinas de Shakespeare han inspirado a científicos que reconocen en los aforismos, retruécanos, juegos de palabras y sentencias un tesoro rico a fin de comprender y medir la complejidad de la conciencia humana a través de la que pudiera llamarse “música de la mente”, gestada en un órgano que sirve de escenario al teatro de infinitas vertientes, pasadas y futuras, donde el presente no existe.
Tanto Homero como Shakespeare expusieron complicados enigmas tocantes a la comprensión de la naturaleza humana y el entorno físico donde se dan los hechos que sucedieron y los que habrán de acontecer. Plantear y resolver enigmas es una habilidad de la mente y su conciencia basada en la experiencia pasada, y para ello puede valerse, con rigores equiparables, o bien de las matemáticas, que proyectan el futuro, o bien de la literatura, que, como hemos visto, tiende a jugar con el tiempo para hacernos desatinar.
AQ