12. vii. xiv
Milán
Pucci:
Todavía siento tu olor, “indicio de tu numen”: como si hubieras sido mía, profundamente, con fervor inhumano. Ayer me conmoviste hasta lo más alto a través de las palabras a tu amiga muerta (un poco de su presencia estaba en el viento de los grandes árboles verdes), hoy sentí temblar en mi corazón todo el bien de la tierra. Estuviste tan cerca de mí que este desheredado de los afectos, este exiliado, puede todavía mirar al cielo. Tu voz llegaba, ciertamente, de “lejanías que solo conocen los pájaros” (Rilke), pero era cálida y turbada como la primera noche que estuve a tu lado por avenidas desiertas. El presagio de una vida “verdadera” me provocó ansias y temores, pero dentro, dentro. Tal vez en esta decadencia física advertimos nuestra divinidad. También de ti emanaba el aura de divinidad. Más que entender el sentido de mis palabras quisiera que las “sientas” (Hamlet regresa pálido y lanza su grito: works…!).
Por esto te decía junto a la fuente del santo que no pensaras en mí como se piensa en otro hombre. Yo me conozco a fondo sin piedad, y ¿cómo podría acercarme entonces a ti en la “luz plena” si no supiera de esta otra luz interna que se convierte en fuerza, en belleza? ¿Sexto sentido? ¡Quién sabe! Anoche releí el diario de Katherine Mansfield, una de las pocas, poquísimas mujeres, a quien le fue dado crear con la palabra. Otras escritoras o son exuberantes o son genéricas. Quisiera, ahora que te vas al lago, que pudieras llevarte ese libro. Seguro que entonces comprenderías cuánto misterio puede surgir de una página escrita con el presentimiento de la muerte. Amor, ¿a mí me quedará en el sueño el ala de la túnica azul que oscila sobre tu espalda en los espacios de la danza? Pienso en Stresa, en la Isola Bella, en un maravilloso día. Tal vez entonces estarás aún más cerca de mí… tal vez. Yo habré padecido la lejanía como un mal del cuerpo, como la más terrible de las enfermedades. Pero la tierra puede ser creada por nosotros: dos criaturas desnudas se encuentran en la vasta calma de la noche. Nos poseerán verdes paraísos: si tú lo deseas.
Quisiera escribirte otras cosas, pero es tarde y temo que mañana puedas desilusionarte sin mi voz o ¡quizá sería solamente una leve tristeza!
Te amo.
Virgilio
Canto de Apolo
Noche terrena,
en tu exiguo fuego
me deleité una vez,
y descendí entre los mortales.
Y vi al hombre
inclinado sobre el regazo de la amada
oyéndose nacer,
y mutarse entregado a la tierra,
las manos juntas,
elevados los ojos y la mente.
Amaba. Eran frías las manos
de la criatura nocturna:
altos terrores acogía en el vasto lecho
donde al alba me escuché despertar
por el batir de las palomas.
Luego el cielo acarreó las hojas
sobre su cuerpo inmóvil:
se alzaron oscuras
las aguas en los mares.
Mi amor, yo aquí me duelo
sin muerte, solo.
Milán
3. VIII. XIV*
Mi amor:
Días terribles se han consumado, por fin. Durante el viaje de regreso, de Venecia hasta Milán, mi corazón temblaba. Seguramente pasó algo, me dije. La oscuridad que trajo el huracán fue una clarísima señal. Sin embargo, no imaginaba que alguien ya sabría de lo nuestro. ¿Cómo? ¿Quizá por las cartas? Tal vez sería mejor destruir algunas. Quisiera escribirte, siempre, guardándome las palabras más secretas, pero no puedo lograrlo siempre. La mujer de mi amigo —entre los sauces y las acacias soplaba el viento y la sombra ascendía a los cielos— me contaba con voz nocturna sobre su aventura terrenal queriendo conquistar a un hombre desde la prisión de su casa burguesa. Ya casada había resistido por meses y meses, después huyó con firme voluntad. La escuchaba distraído y en mi corazón se agolpaba la sangre. Callé. Estaba lejos, lejísimos. Pero aquella voz me liberaba, “te hacía” fuerte en ese pequeño lugar lacustre. Nadie podrá arrancarte algo, nadie podrá contaminarte. ¿Recuerdas? Estas palabras te las dije el día que te fuiste. Y ahora te diré más: yo creo, debo creer en el hado, justo en aquel de los griegos, para quienes el hijo, por voluntad de los dioses, yacerá eternamente con su madre. Ninguna cosa podremos cambiar, “ésa” nos cambiará a nosotros. Tú, amor, sin tormento (no es el miedo), vives tu vida, la verdadera. No estás sola, pues confías en la fuerza de mi voluntad que es toda espiritual. Y la tuya tiene, “debe tener”, la misma génesis. No me perderás, pase lo que pase. Seguiremos nuestro ciclo terrenal y celeste, como tú dices, sin débil piedad, sin recuerdos que no sean nuestros, sin amarguras que no hayan sido transfiguradas por nosotros. Puedes amarme como yo te amo. Y sé que me amarás. Desde que te conozco, todo, desde las raíces, ha cambiado en mi vida. Y fue de golpe, sin “conquistas” graduales. Ni siquiera la luz se revela de este modo. También yo quisiera pensar que algo así de profundo te he dado. Defiéndete, mi Pucci; no retrocedas ni un instante en el tiempo que fue antes de encontrarnos aquella noche, no por casualidad, sino por “amor del amor”.
En la capilla de Giotto, en Padua, lloré: ¡cómo estabas presente en el cielo altísimo, en mi espíritu vigilante! Estabas para darme la belleza plena, esa que no se sufre nunca por completo si no se tienen dos almas.
Giolli todavía no llega a Milán. Te avisaré, no te preocupes. El jueves te mando las fotos. Dime, dime de ti, mi corazón, sin cansarte.
Tuyo,
Virgilio **
¿Cuándo vendrás a Milán? ¿Y cuándo estaremos juntos un tiempo largo? ¿Te irás y me dejarás solo? ¿Mía o aún ligera moviendo tus bellísimas manos como flores? Quizás el sábado saldrá mi libro. ¿Podré enviártelo a Caldé?
Solo que amor te hiera
No olvides que vives entre los animaleslos caballos los gatos las ratas de alcantarilla
pardos como la mujer de Salomón terrible
campo con banderas desplegadas,
no olvides al perro con su lengua y su cola
de armonías ficticias ni al lagarto al mirlo
al ruiseñor a la víbora al abejorro. O te gusta pensar
que estás entre hombres puros y mujeres
virtuosas que no tiemblan
al grito de la rana en amores, verde
como el más verde ramo de la sangre.
Los pájaros te miran desde los árboles y las hojas
no ignoran que la Mente ha muerto
para siempre, su recuerdo sabe a cartílago
quemado a plástico corrupto; no olvides
tu condición de animal diestro y sinuoso
que abrasador violenta y todo lo quiere aquí
sobre la tierra antes del último aullido
cuando el cuerpo es cadencia de recuerdos triturados,
y el espíritu se apresura al final eterno:
recuerda que puedes ser el ser del ser
sólo que amor te hiera justo en las entrañas.
Venecia, 6 de agosto de 1954
Querida:
Tu carta es un poco tristona. Lo sé, cada día hay algo que está bien y algo que está mal en nuestra vida, pero siempre es peligroso lanzarse a criticar, a probar los imposibles equilibrios (las armonías, como tú dices).
Un poco de paz, sin embargo, siempre puede encontrarse. Aquí en Venecia, desde hace un día sufro de calor y mal humor, asco, también, por lo que hago y dejo de hacer. El “teatro” de esta noche —y el siguiente— será, claro, inútil y pienso que también repugnante. Los japoneses y Malaparte: pensamientos evasivos y “fascistas”. El teatro “imperial” y el imperial Malaparte. Ayer te mandé un giro postal desde Milán. La única alegría la recibí de la revista estadounidense Poetry, de Boston, que publica once de mis poemas traducidos con mucha fidelidad por Mandelbaun. Los colocaron al principio, en el lugar de honor. Entre los poemas está “Élegos”, bien traducido al inglés. ¡La bailarina Cumani en Boston! Ésa es la fuerza de la poesía. ¿Y tú y Sandro? También tengo que escribir, en estos días (estaré en Venecia hasta el 10 por la noche en el Hotel Bauer), el artículo para Elizabeth Mann. Y no tengo ganas de mirar la página en blanco. Paciencia. Mientras estuve ausente llegaron tres telegramas de Cutrufelli. Me pedían permiso para representar Macbeth. Respondí a mi regreso, pero no supe más. ¿Y el manuscrito de Electra? ¡Qué sinvergüenzas!
Te abraza
tu,
Salvatore
Besos a Sandro.
La luz que envuelve cada cosa
Por María Teresa Meneses
La irrupción de Maria Cumani (1908-1995) en la vida de Salvatore Quasimodo (1901-1968) fue un viento huracanado que aturdió por completo los cimientos de todas sus certezas, de todas sus convicciones, de toda su poética. Fue la llegada del amor como luz que envuelve cada cosa. Un poeta y una bailarina que se conocen en junio de 1936, en el salón literario de Rafaello Giolli, en Milán. Salvatore Quasimodo, en esos años, era un hombre que estaba casado con Bice Donetti y que atravesaba por muchísimas dificultades económicas y maritales. Un año antes de su encuentro con Maria Cumani, Totò fue padre de una niña, Orietta, producto de su relación extramarital con Amelia Spezialetti. Y Maria Cumani era una muchacha, anticipada a su tiempo, que quería bailar e interpretar al mundo con la libertad de Isadora Duncan. Fueron dos seres excepcionales, dos artistas fundamentales de la escena cultural de la Italia de la primera mitad del siglo XX, que tuvieron la suerte de encontrarse y reconocerse en una recíproca vocación poética en los albores de la oscuridad que se cernía sobre Europa.
Las etapas de la relación entre Salvatore Quasimodo y Maria Cumani quedan manifiestas en las cartas de amor que intercambiaron desde que se conocieron, en 1936, hasta el año de 1959, un poco antes de su separación como pareja, por problemas de infidelidades. Una correspondencia amorosa no solamente deja entrometernos en las ansias eróticas de los enamorados; en este caso, particularmente, en la que se comparte una vocación literaria, asistimos, leyéndolas, al encuentro de dos sensibilidades artísticas, que reafirmaron sus cauces creativos al acercar sus corazones y sus cuerpos.
Signo de león, recientemente publicado en México por la editorial anDante (2021), en traducción de Guadalupe Alonso Coratella y Myriam Moscona, con un paréntesis de Menchu Gutiérrez e ilustraciones de Jan Hendrix, contiene la historia de un amor que duró veinte años a través de las epístolas que le escribiera el poeta hermético a su adorada Pucci (como le decían familiarmente a Maria Cumani). La hermosa edición de Signo de león también viene enriquecida con una selección de poemas (en versión bilingüe) que aluden a las cartas presentadas. Si bien es cierto que a través de este epistolario solo podemos acercarnos a la pulsión amorosa desde el lado de Quasimodo, podemos entrever que su relación también era una complicidad poética en la que Maria fue decisiva para impulsar al poeta a buscar nuevos y más libres ritmos en su escritura. Maria no solamente era la amada a la que acudía para consolar el corazón, también era la persona con la que tallereaba sus traducciones y composiciones. “Tú posees”, le decía, “el ritmo de la palabra y de la música”.
Notas al pie
* Debemos recordar que en Italia hubo un calendario, alterno al habitual, expresado en números romanos durante el periodo fascista. Esa nueva cuenta del tiempo entró en vigor al día siguiente de la llamada Marcha sobre Roma el 29 de octubre de 1922. A partir de esto, el año i se correspondía con la toma de poder de Mussolini (1922), el año ii con 1923 y así en lo sucesivo. El poeta aplicó ese criterio, aunque de forma irregular (nota de las traductoras).
** Quasimodo amaba particularmente al gran poeta latino. Esto explica la firma “Virgilio”, recurrente en varias de estas cartas (nota de las traductoras).
AQ