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¿Qué es escribir?

Ensayo

Antes de emprender la escritura creativa es necesario atender y remontar pequeños obstáculos como los que se describen en este ensayo.

Guillermo Levine
Ciudad de México /

La función de quien escribe surge de tener algo para comunicar (por motivación propia o por requerimientos explícitos), y aquí expondremos algunas ideas de lo que implica el acto de la escritura, más bien referidas a una cuestión mecánica y no tanto a la creación literaria, pues para poder inventar en forma consistente antes se debe conocer lo básico.

Escribir es hablarle a un tercero ausente (incluso puedo serlo yo mismo en un momento posterior): como no está, entonces nuestras palabras deben quedar grabadas en el espacio, para que otro luego las recupere en el tiempo, como comentamos en la entrega anterior. Esa es la clave, pues el paso del espacio al tiempo no sucederá ni ahora ni en nuestra presencia, y por tanto debemos dejar ciertos marcadores en el texto para guiar esa lectura por venir.

Aventuro una propuesta: escribir es (casi) lo mismo que hablar, y como todos sabemos hablar razonablemente bien, entonces todos deberíamos saber igualmente escribir... pero claramente no es así, y tal vez la razón principal del cotidiano fracaso estriba básicamente en una falta de comprensión de los elementos que deben aportarse para facilitar y guiar esa pendiente transformación del espacio al tiempo.

Desde esta perspectiva, lo primero a considerar es que el futuro y desconocido lector no sabe ni puede saber lo que nosotros estamos pensando al momento de escribir, y tampoco conoce nuestra circunstancia ni logra percibir nuestro lenguaje corporal, inflexión de voz o señas que acompañan el discurso. Ese lector está desamparado y debemos entonces “protegerlo” mediante nuestro texto, para llegar a hacerlo sentir como si lo tuviéramos enfrente. En eso consiste el desafío de quien escribe, y para lograrlo dispone de una buena cantidad de medios estrictamente espaciales y únicos para el texto; aprender a manejarlos es entonces fundamental.

Esta es la observación primordial: hablar y escribir son básicamente similares, mas no en sus medios de expresión, porque se habla en el tiempo y se escribe en el espacio, y eso marca —o debe marcar— las diferencias. Para muestra bastará con leer una transcripción fiel de una conversación cualquiera:

—¿Y usted qué opina sobre este asunto?

—Nooo... bueno, ¿sí, no?..., lo que pasa es que no me parece lo más adecuado, porque mmm, estando la situación así, pues... kmmm, tal vez yo... no hubiera reaccionado de esa forma, eh, pero, quién sabe...

Por otro lado, la ortografía sí es un asunto estrictamente textual/visual, y por ello debiera enseñarse no con extensas y complicadas reglas sino aprendiendo a reconocer patrones, y tal vez pronto hubiera oportunidad de elaborar sobre el tema, pues hay mucho por decir. Por ahora debemos comenzar.

El acto de escribir

El desafío es llenar la hoja o pantalla en blanco: colocarse al borde del pequeño abismo y echarse a volar sobre el espacio llano, con las palabras como alas, bajo el impulso de la idea o el mensaje por transmitir.

Todo texto es un discurso, bendecido además con la enorme ventaja de disponer de una audiencia cautiva, sin posibilidad de escape, distracción o aburrimiento porque siempre consta al menos de un escucha fiel: yo mismo. Escribir es hablar conmigo, pero ya no con las reglas del tiempo sino con las del espacio: como mínimo, las del ordenamiento y la suficiencia.

En efecto, el espacio del texto obliga al orden, debido esencialmente al carácter secuencial de la lectura, y encima tiene la exigencia de asumir su irrevocable naturaleza aislada e independiente, pues el lector no tiene la posibilidad de interrumpirnos para preguntar dudas o aclarar las ideas expuestas, y solo dispone del texto mismo como mapa. Tal vez intente saltar hacia delante o hacia atrás, pero está atrapado en el texto y carece de otra guía o de posibilidad de diálogo. Nuestra responsabilidad básica consiste entonces en acompañarlo en todo momento, desde la frase inicial hasta la conclusión del escrito, y no debemos perderla de vista.

Un poco esto me recuerda la novela Flatland (1884), del escritor inglés Edwin Abbott Abbott, acerca de la vida en un mundo de dos dimensiones, pues no obstante ser una sátira de las jerarquías sociales de la época victoriana, igualmente es conocida en los ámbitos de las ciencias exactas por su peculiar manejo de los límites y de las formas de elevarse por encima de las restricciones de la bidimensionalidad. Ciertamente, la hoja (o pantalla) es un mundo plano, en principio condenado a ser lineal, aunque las artes literarias —temas por arriba de este pequeño ensayo— encuentran modos creativos de superar esas barreras.

En términos generales, y más allá de posibles aventuras experimentales o poéticas, es preciso organizar las ideas antes de convertirlas en texto, y para algunos esta es la parte más difícil, porque requiere de cierta disciplina y orden. Una primera sugerencia es simplemente exponer los pensamientos en secuencia, cuidando de no usar referencias o conceptos sin haberlos definido o explicado. Nuestro deber es respetar al lector y no ponerlo en la molesta situación de enfrentarlo a “invitados” o situaciones desconocidas que no nos hemos tomado la molestia de presentarle.

Visto así, el acto de escribir consiste en una especie de ritual de corte íntimo, en donde el autor da salida al diálogo interno característico de la conciencia, permitiéndole adquirir una especie de existencia autónoma, ligada con él: mi escrito es mi representante frente a los demás, con la ventaja adicional de poderlo pulir y revisar antes de presentarlo en sociedad. Por ello, la regla mínima es yo leer lo recién escrito, para al menos intentar colocarme en la posición de ese tercero que lo gozará o sufrirá.

Con esa lectura inicial suele bastar para descubrir —y poder luego remediar— la mayor parte de los vicios de escritura que aquejan a muchos textos, pues pareciera que quienes los escribieron ni siquiera se preocuparon por ser los primeros en leerlos. Otra de las cosas que seguramente entonces aparecerá casi de inmediato es la falta de ritmo o de cadencia en el texto. Ya habrá ocasión de explorar las consideraciones técnicas que dan surgimiento al ritmo dentro del párrafo; por ahora basta con saber que es muy fácil detectar su ausencia: si la oración “no se deja leer” es porque está mal construida e impide entonces el libre flujo de las palabras que pronunciamos mentalmente cuando la leemos.

El texto como espacio de maniobra

Por construcción, una frase o una oración es una especie de cápsula diseñada para pronunciarse en un solo murmullo, tal vez con algunas ligeras pausas intermedias, sí, pero que reclaman y esperan una pronta conclusión, y esta no podrá estar alejada más allá de unas cuantas palabras hasta encontrar el esperado punto.

Es decir, el acto mínimo de escritura de una oración asemeja una cuidada y a la vez espontánea coreografía en la cual el espacio (las palabras y su acomodo en el texto) respeta la cadencia de la pronunciación mental y termina con el ansiado punto que nos dejará descansar un momento para luego retomar el ritmo. Si la idea aún no se ha terminado de expresar con suficiencia, entonces habrá que acomodar varias de esas oraciones —separadas por punto y seguido— dentro de un párrafo finalizado con punto y aparte.

Así, el párrafo es la estructura básica en donde navegaremos cuando llegue el momento de leer, y por ello todos sus renglones debieran fungir como eslabones más o menos acompasados para llevarnos desde su inicio hasta el punto y aparte.

El acomodo del espacio dentro de cada hoja es el aspecto tal vez más técnico de la cuestión, pues se refiere a la construcción de los verdaderos “ladrillos” del texto: oraciones internamente eslabonadas mediante signos de puntuación dentro de párrafos; signos que solo “viven” en el pequeño espacio existente entre un punto y el siguiente. Paradójicamente, siendo el asunto más sencillo de realizar (pues solo depende de algunos pocos conceptos fundamentales) también resulta la principal fuente de errores en la mayoría de los casos.

Aunque aquí no tenemos espacio para desarrollar el tema, la lógica inherente al uso de los signos de puntuación es y debe ser intuitiva, alejada de esas elaboradas y artificiosas reglas expuestas desde la escuela básica que pocos entienden o siguen, pues acaban soltando casi al azar comas, puntos y demás indicadores situacionales, cuya importante función real es servir de señales para avisar cómo deberán leerse las siguientes palabras en el camino interno dentro del párrafo hasta llegar a un punto y seguido o a un punto y aparte. Lástima.

Regresando a nuestro tema, como todo lo anterior únicamente apuntó a la construcción de una oración o de un párrafo, ya podría estar claro que en principio la escritura en realidad consiste en una repetición anidada o recursiva de este proceso, en la cual el párrafo asume la posición que antes tuviera la oración, para posteriormente convertirse a su vez en el componente rítmico de la sección o del capítulo. Finalmente, el texto completo será entonces una suerte de sinfonía concertante enmarcada bajo un solo grandioso y complejo ritmo. (Por supuesto, suena más bello y fácil de como realmente es... pero se tenía que decir.)

Para recapitular. La hoja o pantalla en blanco está en total balance y reposo: es perfecta pero no contiene nada. Equilibrio completo, contenido cero. ¿Pero qué ocurre si escribimos en ella una palabra cualquiera? El equilibrio se rompe, y entonces el naciente texto pide llegar nuevamente a un estado sin tensiones, ocupado por una frase, oración o párrafo terminado por un punto. Cuando eso suceda, la página estará nuevamente en una fase neutra, marcada por la estabilidad de su contenido fijo e inamovible con respecto al texto físico. Si además la oración o el párrafo (que en términos simples es un conjunto estructurado de oraciones) es semánticamente completa porque basta con lo que dice y no requiere más, entonces hemos terminado con ella y podemos ya pasar a lo siguiente, si lo hubiera. En esto consiste la parte mecánica del proceso de escritura, y puede realizarse casi en forma simultánea mientras se escribe, pues es relativamente independiente de sus contenidos. Siempre, ya sabemos, debería releerse para revisar o corregir su ritmo y fluidez.

¿Quién escribe, para qué y cómo?

Un texto acabado está dotado de ciertas particularidades y ligas con su autor, y eso a su vez depende de la intención con la cual se elaboró. Por supuesto, existen muchas posibilidades, comenzando por aquellas mucho más cercanas a la técnica que al arte.

Comunicar algo

Este es el motor de todo el esfuerzo. Escribo porque deseo (o debo) comunicar ideas, necesidades, instrucciones o intenciones, y si hay suerte quizá también lo haga por gusto. Sea como sea, si no tengo razonablemente claro lo que deseo expresar me veré envuelto en dos problemas a la vez: definir o detallar mis ideas, junto con la tarea de convertirlas en texto, lo cual suele dar malos resultados. Si no existe ninguna guía me será realmente difícil ir más allá de algunas pocas frases sueltas, y tal vez eso indique que aún no es el momento de emprender la escritura y deba dedicar tiempo a pensar libremente sobre el asunto, ensayando pequeños discursos de diálogo interno por aquí y por allá hasta encontrar algún mínimo sentido de orientación que permita sentarse a articular fragmentos de texto. No es realmente necesario producir el documento en forma secuencial: lo importante será saber dónde acomodar cada uno de sus grandes trozos. Aparte, un aspecto casi mágico del proceso de escritura consiste en el hecho de que muchas veces el texto (¡no el escritor sino el texto mismo!) experimenta una especie de crecimiento natural, y tiende a extenderse más allá de los límites prefijados, pues el pensamiento y el discurso se alimentan con la materia misma que producen: las palabras.

Producir un efecto

El texto debiera causar una impresión específica en el lector, porque esa será garantía de no pasar desapercibido, y además es aquí donde se inscriben las ligas del documento con quien lo escribió, expresadas mediante frases particulares del autor, alguna anécdota —si viene al caso—, o ciertos elementos que incidan en forma indirecta sobre el tema tratado y sean bienvenidos (observaciones, notas, referencias, toques de humor, opiniones, comentarios y reflexiones varias). La comprensión de las razones y las reglas de la escritura permitirán dar vuelo a la inventiva y tal vez nos lleven gradualmente a las alturas de la creación... pero no antes.

Planear la organización lógica deseada o requerida

Según la intención y tipo del documento será la naturaleza y acomodo de sus contenidos, que podrán ser combinaciones de varios tipos a la vez. Entre los estilos más comunes podemos mencionar los siguientes:

Informativo (avisos; presentaciones de hechos, datos o investigaciones; reportajes; artículos periodísticos o de divulgación).

Análisis de situaciones (opiniones calificadas; reseñas; críticas; ensayos).

Propositivo (exposiciones, explicaciones y planteamientos; aclaraciones o correcciones; reclamos, sugerencias o peticiones; recetas; invitaciones).
Formal (de negocios; legal; político; discursos).

Académico (reportes; artículos especializados; tesis; libros).

De naturaleza personal (cartas, comentarios íntimos).

De ficción (narraciones, cuentos, diálogos, novelas, poemas).

Si bien no existen reglas precisas, sí podría hablarse de diferencias importantes entre cada uno de estos géneros, con respecto al estilo del lenguaje empleado o requerido (coloquial, informal, formal, culto, especializado, técnico, poético); la presuposición de conocimientos por parte de los lectores; la densidad y tamaño de los párrafos y capítulos, o la extensión del documento completo —hasta incluso llegar a ser un libro—; las capacidades del autor, y muchas más.

La organización física y la estructura del documento

Naturalmente, los documentos extensos deben dividirse en secciones o capítulos, tanto por facilidad de presentación y lectura como para reflejar el curso mismo de su creación: nadie escribe estudios, ensayos ni mucho menos libros en forma directa, sino que son el resultado de un proceso de pensamiento complejo, con repeticiones, sondeos, inspiraciones, pasos en falso, correcciones y alteraciones, hasta culminar con un producto final en donde todos estos intentos y esbozos quedaron ya presuntamente resueltos.

Y por la forma de elaborarlo, en términos generales sí puede decirse que todo trabajo de cierta extensión y complejidad (con la posible excepción de los de tipo literario) contiene secciones cuya secuencia final dentro del documento no necesariamente corresponderá con el orden de su escritura, aunque ese insólito tema ameritaría una futura exploración...

AQ

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