¿Qué es la inteligencia artificial?

Ensayo

Es tiempo de cultivar, aplicar y hacer valer las características fundamentalmente humanas que nos distinguen —y distinguirán, espero— de las máquinas.

Partido de ajedrez entre el campeón mundial Gary Kasparov y la computadora de ajedrez Deep Blue de IBM. (Especial)
Guillermo Levine
Ciudad de México /

Sin la menor duda, la inteligencia artificial (IA) es un avance extraordinario de las ciencias de la computación, en el sentido de que casi superaron ya la conocida popularmente como “Prueba de Turing”, una propuesta que el matemático inglés, coinventor de la teoría de la computabilidad en los años 30, posteriormente sugirió para averiguar si un interlocutor invisible era un humano o una máquina, tan solo escribiendo y leyendo preguntas en lenguaje natural.

Pues bien, el famoso sistema ChatGPT ya pasa la prueba, porque es muy difícil saber si uno está “conversando” con una persona o con una máquina, y eso no deja de ser asombroso. Impresionante, sí... pero no necesariamente significa que el sistema “inteligente” en realidad sepa de lo que se está hablando o, mucho menos, tenga conciencia de ello.

¿Por qué? Básicamente por lo que implica la denominación inicial del ser humano en antropología: Homo sapiens sapiens. Desde una perspectiva, Homo sapiens significa “ser humano que sabe”, mientras que Homo sapiens sapiens se refiere a algo infinitamente más poderoso, complejo y tal vez irresoluble: “ser humano que sabe que sabe”, y explicar esa fundamental diferencia requiere de un conjunto de consideraciones que ahora comenzaré a exponer.

Por más poderosa y rápida que sea una computadora, técnicamente solo es capaz de operar con un muy limitado conjunto de instrucciones en “lenguaje de máquina”: las únicas que un procesador puede ejecutar, y que deben estar almacenadas previamente en celdas electrónicas de la memoria central en forma de números en notación binaria (los famosos “ceros y unos”). Las instrucciones de máquina son realmente limitadas: operaciones aritméticas básicas sobre números binarios; copia de valores entre celdas; “brincos” en la secuencia de ejecución de las instrucciones dependiendo de algún valor, y cosas así de poco grandiosas o románticas. ¿Cómo puede ser entonces que las computadoras realicen esas grandes hazañas cotidianas de las que dependemos y a las que nos tienen ya más que acostumbrados? ¿Cómo identifican una cara, predicen el clima o procesan mis cuentas bancarias? ¿De verdad son “inteligentes”?

La respuesta se llama “ciencias de la computación”, y está conformada por dos grandes universos complementarios: software y hardware, ambos producto del conocimiento matemático y de las técnicas de ingeniería electrónica que caracterizan el avance tecnológico.

A lo largo de décadas iniciadas en los años 50, y mediante las teorías matemáticas de la programación y la computación, se ha creado un conjunto de modelos y abstracciones con las que se vuelve posible escribir recetas para todo tipo de aplicaciones en “lenguajes de programación de alto nivel” (FORTRAN, COBOL, C, C++, Java, Python y muchos más) que se van traduciendo paulatinamente hasta convertirlas a lenguaje de máquina que, nuevamente, es lo único que una computadora es capaz de reconocer y ejecutar.

Gracias a los modelos matemáticos, los lenguajes de programación, los sistemas operativos, las bases de datos y los esquemas de abstracción para emular aspectos de la realidad es que el arte y los métodos de programación de computadoras —la ingeniería de software— han alcanzado niveles estratosféricos, llegando ya hasta el manejo de lenguaje natural (entendimiento y generación de frases; traducciones de una calidad aceptable), la producción y procesamiento de imágenes, y todo tipo de sistemas de conocimiento especializado (médico, geográfico, matemático, financiero, de negocios, de administración, de procesos industriales, diseño, juegos y muchísimos otros).

Por supuesto que igualmente las ciencias y técnicas de la (micro)electrónica han avanzado en forma extraordinaria, dando lugar a milagros tecnológicos que ya casi consideramos como si fueran productos naturales, y no el refinadísimo resultado de la civilización contemporánea y su aparato técnico-financiero-industrial.

Ese espejismo tecnológico me hace pensar en la anécdota narrada por el magnífico comentarista argentino Hernán Casciari:

“Hace tiempo le conté a mi hija de seis años un cuento infantil muy famoso, el Hansel y Gretel de los hermanos Grimm. En el momento más tenebroso de la aventura los niños descubren que unos pájaros se han comido las estratégicas bolitas de pan, un sistema muy simple que los hermanitos habían ideado para regresar a casa. Hansel y Gretel se descubren solos en el bosque, perdidos, y comienza a anochecer. Mi hija me dice, justo en ese punto de clímax narrativo: ‘No importa. Que lo llamen al papá por el móvil’.
“Yo entonces pensé, por primera vez, que mi hija no tiene una noción de la vida ajena a la telefonía inalámbrica [...]”.

Como debiera ser evidente, nada de todo lo anterior se produce solo ni es sencillo y, muy por el contrario, requiere de esfuerzos nacionales, estímulos y políticas públicas para la educación, la investigación y el desarrollo científico y tecnológico... casi lo opuesto a lo que ahora sucede en México, por ejemplo.

Regresando al tema, los microprocesadores dentro de cualquier teléfono “inteligente” son millones de veces más rápidos y poderosos que las computadoras que hicieron posible la hazaña de llevar al hombre a la Luna en 1969, así como los dispositivos de redes y telecomunicaciones y los sistemas de información que todos empleamos a diario, con el internet como su abanderado. Pero nada de todo esto es realmente “inteligente”.

En un libro de texto para el primer nivel universitario de computación que escribí en el ya lejano año 2001 decía lo siguiente:

“En este largo camino de esfuerzos de comunicación entre la máquina y el ser humano se puede vislumbrar una última etapa, que debería ser considerada como la finalidad del software de base: la comunicación directa con la máquina, en lenguaje natural y sin el complicado conjunto de lenguajes intermedios descritos a lo largo de este capítulo. La idea es, en principio, inalcanzable en toda su extensión, pues implicaría la capacidad de reproducir a la perfección los extraordinariamente complejos mecanismos lingüísticos (entre otros) que nos caracterizan, lo cual requeriría de una virtual reinvención del ser humano, tarea que evidentemente no nos es accesible. [...]
“Debe quedar claro que inteligencia artificial (término inventado en 1955 por John McCarthy) no implica computadoras inteligentes sino más bien máquinas que ejecutan programas diseñados para simular algunas de las reglas mentales mediante las cuales se puede obtener conocimiento a partir de hechos específicos, o de entender frases del lenguaje hablado, o de aplicar estrategias para ganar juegos de mesa. En ningún caso se habla (o siquiera se vislumbra) de la capacidad de entender realmente situaciones elaboradas o complejas, o mucho menos aún, de acercarse a tener independencia o remotamente a tener sentimientos. La complejidad inherente a estas últimas funciones es tan enorme que no las entendemos siquiera desde un enfoque psicológico, y menos desde un punto de vista fisiológico”.
(Se puede consultar el libro en este enlace)

Así pues, ciertamente hay más por averiguar, pues existen muchos ejemplos de cómo una combinación virtuosa entre matemáticas y ciencias de la computación puede casi perfectamente dar la impresión de “inteligencia” sin que la haya, porque el sistema en realidad “no sabe” ni se entera de lo que está haciendo... aunque parezca lo contrario. La orgullosa computadora de 2001: Odisea del espacio o los androides emancipados de Blade Runner siguen y seguirán siendo ficción. Veamos mejor algunos casos reales.

“Shazam” es un sistema (gratuito, además) que mediante el teléfono celular “escucha” unos pocos segundos de una pieza musical y nos dice cuál fue, y hasta especifica datos e intérpretes. Por mucho rebasa las capacidades de cualquiera y nos hace creer que estamos ante un ultra experto e inteligente conocedor de música, cuando en realidad “solo” es el resultado de un programa (algoritmo) extremadamente complejo que analiza las señales de audio de la pieza en cuestión mediante una técnica desarrollada en el siglo XVIII por el gran matemático francés Joseph Fourier y obtiene lo que se conoce como su “huella digital”, que entonces se compara estadísticamente contra una gigantesca base de datos para detectar posibles coincidencias con canciones y obras previamente clasificadas, todo en forma inmediata y prácticamente maravillosa. ¿Hay inteligencia allí?... en realidad no: hay ciencia matemática, electrónica y computacional, pero no conciencia, conocimiento ni sabiduría en el sentido tradicional de las humanidades, aunque abrumadoramente Shazam —creado en 2003— “sabe” mucho más de música que nosotros.

Algo similar ocurre con el ajedrez, y ya hace muchos años (mayo de 1997) sucedió lo impensable: la computadora de ajedrez Deep Blue de IBM derrotó al campeón mundial Gary Kasparov, bajo las condiciones estrictas de un torneo completo (a las 19 movidas del sexto juego). El resultado final fue 3.5 contra 2.5 puntos; Kasparov se llevó un premio de 400 mil dólares, y Deep Blue 700,000. Esa computadora de propósito exclusivo constaba de 32 microprocesadores operando en paralelo, y el programa era capaz de analizar 200 millones de posiciones del tablero cada segundo, empleando básicamente un enfoque de “fuerza bruta” (es decir, revisando todas las posibilidades existentes hasta un cierto nivel de profundidad), enriquecido con un gran conjunto de reglas ajedrecísticas (una base de datos de 700,000 juegos de nivel de gran maestro, y otra con varios millones de posiciones de apertura), codificadas bajo la supervisión de un gran maestro.

Meses antes, quien era considerado como el mejor jugador de toda la historia había perdido un juego inicial contra la computadora, pero logró recuperarse y ganar los demás. En aquel torneo, Kasparov explicó que le tomó un tiempo comprender que su oponente en realidad no entendía el ajedrez (aunque durante la primera partida llegó a creer que sí), y entonces ya no le fue tan difícil plantear pequeñas variaciones a los esquemas usuales de juego, ante los cuales la computadora no pudo reaccionar adecuadamente. En una entrevista de diciembre de 1996, dijo: "Sigo con la bandera del género humano en lucha contra el chip”. Aquí, al igual que en muchos otros casos, aunque casi lo parezca, no se puede hablar de “inteligencia”, sino más bien de sistemas expertos en una cierta área.

¿Pero qué sucede entonces con ChatGPT, que nos aseguran cambiará (¿cambió ya?) el futuro de la especie humana pues es capaz de entender, contestar y aprender? Por supuesto, estamos frente a un gigantesco avance en las capacidades de los sistemas de información que ha requerido de inversiones de miles de millones de dólares que tan solo tres o cuatro empresas en el mundo pueden sufragar, pero su modo interno de operación sigue siendo básicamente el mismo de las redes neuronales y sistemas de “aprendizaje”, a los que durante meses cientos de operadores “entrenan” con miles de millones de datos y enormes cantidades de casos predefinidos que los van acercando paulatina (y estadísticamente) a reconocer patrones con los que podrán generar nuevas respuestas válidas. Además, su manejo del lenguaje natural (¡en múltiples idiomas!) es francamente asombroso y sin duda da la impresión de que “sabe” de lo que habla... aunque en realidad no sea así. ¿Cambiará el futuro de la humanidad?

Recuerdo la queja de una amiga por allá en los años 90 cuando me decía cómo su niña de la escuela primaria hizo su tarea sobre las jirafas: “Puso el CD de la enciclopedia en la computadora, buscó ‘jirafa’, prendió la impresora y obtuvo su reporte a color en dos minutos, ¡pero ni siquiera lo leyó!” Calculo que la mamá no quedó muy impresionada que digamos con aquel innegable avance tecnológico...

También viene a cuento el escándalo cuando en 1996 el matemático Alan Sokal irritó a los posmodernistas al publicar un artículo sin sentido —formado con frases prearmadas e incoherentes— en la principal revista estadunidense sobre el tema, Social Text. Estaba compuesto por párrafos arbitrarios pero, como dijo Sokal, les sonaba bien. Desde entonces existen ya muchos sistemas automáticos especializados en generar artículos de investigación, básicamente interconectando con cuidado frases tomadas al azar de repositorios diversos, con resultados capaces de engañar incluso a especialistas.

Pasando a un tema más amplio y “peligroso”, a lo largo de la historia ha sido obvio que la riqueza generada por los avances tecnológicos no ha beneficiado de la misma forma a los diversos sectores socioeconómicos de la población: ¿Hará falta más prueba que el surgimiento de la clase obrera como resultado de la Revolución Industrial debida a la máquina de vapor?, y también existen serias dudas acerca de cómo los avances tecnológicos en la transmisión de información pudieran (¡y han podido!) debilitar la democracia mediante la creación de “realidades alternas” y sistemas automatizados que emiten propaganda masiva en redes sociales disfrazada de opiniones de usuarios individuales, fake news y toda una serie de factores, tendencias y hasta estadísticas falsas para acomodar la realidad a los deseos y necesidades de grupos económicos y políticos.

Desde hace décadas asistimos al “fin de las imágenes como evidencia de las cosas”, porque mediante diversas técnicas de adquisición y manipulación digital de fotografías, sonidos y videos, cada vez es más difícil determinar —al menos en primera instancia— si algo es “real” o no, y también cada vez será más sencillo, mediante la IA, producir mejores falsificaciones, porque el sistema incluso aprende en pasos sucesivos a remedar a alguien, hasta que terriblemente el concepto de “hecho real” casi desaparezca.

Igualmente nos amenaza la posibilidad tecnológica de que hubiera guerras (o al menos ataques) generados por sistemas de inteligencia artificial mal administrados o, peor aún, autónomos e independientes. Tristemente, las tres “leyes” de los robots enunciadas por Isaac Asimov en 1942, tal vez un poco siguiendo el enunciado Hipocrático de “Primero, no causar daño”, no pueden ser garantizadas en forma absoluta, pues en principio cualquier persona u organización con los conocimientos y recursos suficientes tiene la capacidad de crear programas de computadora (o robots y misiles guiados por ellos) sin mayores impedimentos éticos o jurídicos.

También, por ejemplo, ya pronto no será necesario llevar el registro de la situación, las actividades o las preferencias de los individuos (como en los estudios, las encuestas o los censos actuales), pues a partir de transacciones, cámaras y teléfonos celulares, los sistemas de “minería de datos” podrán extraer resultados y tendencias, además de hacer predicciones de comportamiento individual o social.

Es cierto que, como en todo desarrollo tecnológico importante, la IA destruirá muchos empleos y creará la necesidad de otros nuevos, y si bien sus extraordinarios avances mueven a algunos expertos en la materia a pronosticar que dentro de pocos años las computadoras serán más inteligentes que nosotros, tal vez el éxito de ChatGPT y los próximos logros seguramente por venir, más que alarmarnos pudieran servir para ayudarnos a redefinir con mayor precisión el concepto de “inteligencia”.

En un capítulo que me pidieron escribir para el libro Mi vecino es un robot (Penguin Random House, México, 2022) expresé esto, con lo que también aquí termino:

“Este es, tal vez más que nunca antes, el tiempo de cultivar, aplicar y hacer valer las características fundamentalmente humanas que nos distinguen —y distinguirán, espero— de las máquinas: compasión, creatividad, empatía, intuición, gusto por el conocimiento, ánimos de colaboración, apreciación por el arte, bondad. Los nuevos tiempos serán sin duda sorprendentes en cuanto a que por vez primera nuestros aparatos podrán aprender y descubrir casi por sí mismos, pero igualmente sin duda a nosotros nos tocará garantizar que el mundo siga siendo nuestro y de los demás seres vivos que nos rodean, para beneficio de todos. Las decisiones que tomemos como colectividad serán la mejor garantía para el futuro”.

AQ

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