¿Qué es leer?

Ensayo

La tarea del lector es crear su propio camino. El precio por no hacerlo es que otros decidan por dónde debe uno circular en la vida.

Detalle de 'Muchacha leyendo', de Jean-Honoré Fragonard. (Wikimedia Commons)
Guillermo Levine
Ciudad de México /

Aprovecho la ocasión de la Feria Internacional del Libro (FIL) de Guadalajara para presentar algunas sencillas reflexiones sobre el arte de leer.

Como resulta obvio, para que yo pueda leer algo, alguien debió haberlo escrito antes, lo cual nos enfrenta al coloquial problema del huevo y la gallina, porque igualmente es cierto que para escribir bien se requiere saber leer bien... y como hay menos ponedoras que productos, comenzaremos entonces por lo segundo, definiendo algunos conceptos a emplear como base.

Al pensar en los medios disponibles para conocer el mundo, debemos considerar en primerísimo lugar la percepción otorgada por los sentidos, aunque realmente no lo percibimos en forma directa sino a través de un complejo mecanismo que de muchas formas le confiere características propias de nuestra interpretación.

Cuando el infante adquiere el manejo del lenguaje, esa percepción aparentemente directa da un giro radical porque se vuelve mucho menos inmediata, y en buena medida se convierte en un conjunto de descripciones acerca del mundo en términos de palabras. Estas descripciones o imágenes mentales estructuradas todo el tiempo nos dicen qué y cómo es la realidad, en un permanente "diálogo interno” (más bien en realidad un monólogo).

Podemos entonces postular que uno de los mecanismos (tal vez el más importante) para conocer y recrear el mundo es el de las descripciones mentales que constantemente nos hacemos, construidas mediante el lenguaje.

Una de sus características primordiales, en términos muy abreviados, es que nos permite transmitir las descripciones a alguien más y esperar que éste las procese y sea capaz de comprender que la descripción emitida hace referencia a una misma realidad percibida por ambos. El proceso inverso mediante el cual se logra esta comprensión extrae, a través de una representación mental, el contenido original de la descripción, y "llega" de regreso al punto de partida inicial: allí hubo entonces comunicación, lograda mediante el lenguaje.

El fenómeno de llegar a plasmar esas descripciones en forma de lenguaje escrito —asunto nada sencillo y que demandó milenios— marca el arranque de una explosión cultural sin precedentes que nos distingue de los demás moradores del planeta, porque logró establecer cadenas de transmisión de conocimientos que se fueron combinando y retroalimentando hasta fundar esos esquemas de creación y compartición de saberes sin los cuales no se concibe la civilización. Por supuesto, las tradiciones orales de la humanidad siguen existiendo y enriqueciendo la vida de todos, pero es el impulso y la potencia de la palabra escrita lo que dio la posibilidad de difundir el conocimiento en niveles y escalas sin precedentes... para bien y para mal.

Esquematizando el muy complejo y elaborado esquema de la transmisión y recreación de conocimientos podemos identificar claramente sus dos extremos: alguien escribe para que alguien lea, y de este “sencillo” esquema surge todo lo que viene a continuación.

En su mínima expresión, leer es un acto de descubrimiento que me permite establecer contacto con un tercero, con ese otro que es como yo, pero a la vez diferente a mí, y esto es precisamente lo que vuelve fascinante la lectura, porque hace posible entrar en mundos ajenos con tan sólo un acto de voluntad.

De inicio, leer me deja saber algo que desconozco, o reconocer que ya lo sabía. El letrero de la puerta que dice “Abrimos a las 10” es puramente informativo, pero igual cumple esa función de avisarme cosas sobre el mundo, y tal vez hasta de guiarme en él, aunque por supuesto hay mucho más.

Leer en realidad es “deconstruir” o representar una descripción existente, escrita por alguien que ya no está, pero que antes de irse dejó codificado lo que en términos filosóficos aquí llamo “un fragmento de mundo”, junto con las instrucciones para reconstruirlo. Es mediante este circuito descripción-representación que el lector intenta llegar de regreso al mundo del que partió el escritor, y este juego puede a la vez convertirse en una finalidad en sí misma, porque —dependiendo de los niveles de lectura y de escritura— el acto de descubrimiento puede incluso llegar a ser más interesante o importante que aquello que se revela.

Con la lectura de textos no triviales (y sobre todo con la poesía) sucede lo mismo que con la música de concierto: cuanto más se escucha más se redescubre, porque cada nuevo paso por ese lugar conocido muestra aspectos no tan familiares, o los presenta desde otra dimensión.

Así, el acto de leer es a la vez uno de navegación y, como todo en la vida, debemos aprender a hacerlo o —más bien— reaprender, y sobre esto hablaremos un poco más.

Relaciones espacio-tiempo

Lo primero a considerar es la naturaleza misma del acto de leer, consistente en recorrer con la vista un texto que reside en un espacio de dos dimensiones, la hoja o la pantalla. A partir de allí lo llevamos a la mente y entonces sucede algo mágico: lo recién leído pasa de descansar en el espacio a vivir en el tiempo; la lectura acaba de darle vida al texto, pues ahora pertenece a los dominios del entendimiento, la memoria y el ser.

En general no tenemos mayores dificultades técnicas para leer porque esta habilidad inicia por reconocer patrones, y por tanto ya no es necesario “juntar letras”, porque ante nuestra mirada surgen ya las palabras formadas. Esto no es trivial, y nos tomó varios años de escuela básica lograrlo. La función de reconocer patrones es una operación primordial que todos los animales superiores realizan, aunque nosotros la hemos llevado al extremo, y somos capaces de reunir esas pequeñas manchas oscuras llamadas letras en agrupaciones que las integran y las poseen, de forma tal que ya no tenemos que ser siquiera conscientes del proceso de armar las palabras para reconocerlas y pronunciarlas mentalmente. (Posiblemente algunas personas muevan físicamente los labios al leer, como si estuvieran hablando, pero ese gran e innecesario desperdicio de energía anímica podrá erradicarse aprendiendo a “desconectar” los labios del sonido mental de las palabras.)

Retomando el tema: mediante el acto de lectura trasladamos la palabra del espacio al tiempo, y entonces la podemos ya interpretar. A partir de ese instante la situación es muy similar a la de mantener una conversación con alguien de mayor jerarquía que nosotros, y consiste primordialmente en saber escuchar, sin interrumpir constantemente para dar nuestra opinión. Tal vez pronto llegue el momento de hablar o contestar, pero primero debemos atender. Nuestro compromiso inicial es respetar lo que el otro dice, pues voluntariamente decidimos establecer una relación con el texto. Si no existe ese silencio atento de nuestra parte, nos será difícil comprender. Todos hemos experimentado la sensación de “pensar en otra cosa” mientras leemos, y sabemos ya cómo puede ser de perturbador, pues nos obliga constantemente a recomenzar la lectura o, peor aún, a darnos cuenta de que leímos, pero no fuimos conscientes de ello.

En el proceso de la lectura, nuestro turno de “hablar” llega cuando realizamos internamente el segundo gran paso: la comprensión.

Comprender algo significa hacerlo nuestro, interiorizarlo. Sólo podemos, en efecto, aprender algo si ya nos pertenece, si dejó de ser un mero componente del mundo para convertirse en parte de lo que nosotros somos: si ya integramos la descripción de ese algo. Y esto es un acto reflexivo que —maravillas de la multidimensionalidad humana— puede perfectamente suceder en forma simultánea con el acto de la lectura, pues realmente no es necesario detenerse para lograrlo, porque está incluido en el proceso mismo de leer-escuchar-atender.

Este extraordinario proceso es posible porque en mayor o menor grado contamos con patrones mentales similares a aquello que estamos leyendo, de forma que nos es posible acoplar lo nuevo que llega con los ya existentes, para entonces acomodarlo, ampliarlo o revisarlo. Si nos detenemos a pensar en esto, llegaremos a la conclusión de que es una especie de círculo virtuoso, porque mientras más hayamos leído, más podremos comprender lo nuevo que leamos. ¿Cómo entonces inició todo? La clave, claro, consiste en que se trata de un asunto gradual, y de allí la importancia de comenzar a fomentar la lectura en las primeras etapas de la vida.

Sin embargo, todo este complejo esquema tiene un gran enemigo: la superficie de las cosas.

Por su definición misma, el mecanismo que estamos analizando es multidimensional, porque en forma simultánea involucra diversos aspectos del ser, del mundo y de la conciencia, y su efectividad misma depende de que no se detenga sino hasta haberse integrado a alguno de los patrones mentales ya existentes, o bien que haya formado uno nuevo (que luego podrá recibir otros más). Pero este crecimiento e integración, a su vez, no será posible si lo que se recibe está ya totalmente acabado y es “plano”, pues carece por eso mismo de la capacidad de seguir alimentando la forma de crear el conocimiento: estableciendo conexiones múltiples entre elementos afines; entretejiendo redes de significaciones ligadas con recuerdos, datos, hechos, intuiciones.

La función del texto existente

Todo texto bien escrito es parecido a una conversación inteligente, porque tiene la capacidad de "atraparnos", volviéndola una experiencia agradable y no una pérdida de tiempo o una sesión pesada y difícil. Quien escribe tiene algo que decirnos, y eso de entrada pudiera ser interesante.

Los textos suficientemente largos (en forma de cuadernillo o de libro, por ejemplo) representan un desafío para el potencial lector, y más aún si debe leerlos por algún motivo diferente del mero deseo, curiosidad o gusto por hacerlo. Sea como sea, el texto es una especie de terreno por recorrer, así que resulta conveniente primero realizar algunas exploraciones.

Cada quien debiera producir o inventar sus propios mecanismos de navegación (en papel son mucho más sencillos que en una pantalla), y pueden consistir en anotaciones al margen o en el cuerpo del texto, subrayados, códigos u otras artimañas para indicar que uno ya pasó por allí, y por esa razón puede regresar en cualquier momento y encontrarse con su propia huella, que le ayudará a retomar el camino, recordar el tema o reconstruir las ideas. Como todo acto íntimo, la lectura debiera mostrar rastros de la presencia de quien lo realizó.

Leer significa adquirir autonomía en el acto de descubrir las complejidades del mundo para entonces situarse apropiadamente dentro de él, de forma que uno pueda sentirse a sus anchas y adquiera confianza en el tránsito por las cosas, por los acontecimientos, por las situaciones. Además de ser provechoso y placentero, leer significa construir la cultura personal, requisito previo y necesario para aportar a la cultura familiar y social.

Así, la tarea del lector consiste en abrirse paso y crear su propio camino en el mundo de la información y la cultura y, como siempre, el lenguaje es su instrumento. El precio a pagar por no hacerlo —o por sentir que con acogerse al manto protector del Internet y los dispositivos “inteligentes” tiene suficiente— es pasar a formar parte de la clase social (mayoritaria, tristemente) de los incultos, de quienes dependen de que otros tomen sus decisiones personales por ellos y les indiquen por dónde circular en la vida; de aquellos que voluntariamente viven una vida de segunda clase al pensar que los valores intelectuales son menores o menos importantes que los que el dinero puede comprar... aunque no tengan dinero.

La cultura enriquece y engrandece la vida del individuo y de su entorno, y básicamente se adquiere integrando la lectura en la vida diaria. No hay otro camino, aunque los espejismos de las pantallas quisieran lo contrario.

AQ

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