Es conocida la historia de Harrison Smith, que editaba The Saturday Review en los años cincuenta. Cuando las cosas se ponían muy tranquilas, Smith entraba a las oficinas de los editores y les decía: “Lo que necesitamos es una buena bronca entre escritores”. Según Smith, la publicación no iba a venderse si no daba cuenta de las peleas literarias.
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La verdad es que las peleas no han escaseado entre escritores desde que sabemos de ellos. Una prueba son los celos entre Sófocles y Eurípides. Por lo general, las obras de Eurípides perdían los concursos de teatro atenienses frente a las de Sófocles. Sin embargo, sus personajes más humanos y vulnerables que los de sus antecesores han sobrevivido en el teatro moderno. Allí están Fedra, Medea e Ifigenia. En su tiempo, Euripides vivió resentido por el éxito de Sófocles cuyos personajes le parecían demasiado heroicos. Ambos, sin embargo, se respetaban y a la muerte de Eurípides, Sófocles le hizo un homenaje en las fiestas dionisiacas.
Más elocuentes fueron Lope y Cervantes, que después de una relación inicial de amistad, se enfrentaron a muerte. Después de su regreso de la prisión en Argel, a los treinta y tres años, Cervantes trató de abrirse paso como dramaturgo. Sin embargo, no pudo hacer nada frente al éxito de las piezas de Lope. Luego escribió La Galatea, que tuvo poca resonancia en comparación con La Arcadia de su rival. Era intolerable. Cuando Cervantes leyó El Arte nuevo de hacer comedias, donde Lope proponía que el teatro debía ajustarse a los gustos del vulgo, tuvo la razón perfecta para atacarlo. En El Quijote, sin mencionarlo, afirmó que sus comedias estaban llenas de disparates y eran “mercadería vendible”. Luego, Lope afirmaría que no hay ningún escritor “tan malo como Cervantes…”.
La pelea entre Cervantes y Lope palidece, sin embargo, frente a la de Góngora y Quevedo. Este último acusaba al poeta de Córdoba de ser insustancial y decorativo. En su Contra don Luis de Góngora llegó a afirmar: “Este, en quien hoy los pedos son sirenas, este es el culo, en Góngora y en culto, que un bujarrón le conociera apenas”. Asimismo, al referirse al tamaño de la nariz de Gongora, escribió su famoso verso: “Érase un hombre a una nariz pegado”. Por su parte, sabiendo de su afición a las tabernas, Góngora le puso un mote a Quevedo: “Quebebo”. Las rivalidades entre ambos eran personales pero también venían de diferentes corrientes literarias. El conceptista Quevedo, diecinueve años menor que Góngora, rechazaba el culteranismo complejo de su rival.
Las broncas han seguido a lo largo de los siglos: las rivalidades entre Dickens y Thackeray, el cabezazo de Mailer a Gore Vidal, las rencillas entre Hemingway y Fitzgerald. Alexander Pushkin, quien solo decía creer en “Rusia, su pluma y su pistola”, se batió a duelo veintiún veces hasta que murió. Incluso el delicado y cautivo Proust participó en un duelo.
Los escritores nunca han abandonado la relación entre la pluma y la espada. Escribir es también un combate, al fin y al cabo.
AQ