Tres cuartos de adobe con las paredes encaladas, una cocina y un horno de pan es lo que queda, en la localidad de La Coyotada, municipio de San Juan del Río, Durango, de la casa natal de Pancho Villa. Cerca de ahí corre un río. Hay que imaginarnos al niño Doroteo yendo a nadar a ese río todas las mañanas con sus hermanos y amigos. Siempre fue buen nadador.
Cerca de la casa hay una estatua. Es un Pancho Villa de pie, vestido de revolucionario, con su sombrero y sus cananas cruzadas, con la pierna izquierda un tanto flexionada. La mano derecha en la cintura parece pronta a sacar la pistola. Raras veces se le vio sin su pistola. Sobre ello, escribe Martín Luis Guzmán en El águila y la serpiente:
“Este hombre no existiría si no existiese la pistola —pensé—. La pistola no es solo su útil de acción: es su instrumento fundamental, el centro de su obra y su juego, la expresión constante de su personalidad íntima, su alma hecha forma. (…) Él y su pistola son una y sola cosa. Quien cuente con lo uno contará con lo otro, y viceversa. De su pistola han nacido, y nacerán, sus amigos y sus enemigos.”
A la derecha del general, en una estela, han sido grabados los nombres de algunos de sus más conocidos generales, aunque no todos lo siguieron hasta el final: Felipe Ángeles, Raúl Madero, Maclovio Herrera, Calixto Contreras, Toribio Ortega, Rodolfo Fierro, Tomás Urbina… A la izquierda, algunos de los sitios más emblemáticos: Ciudad Juárez, San Andrés, Tierra Blanca, Ojinaga, Lerdo, Gómez Palacio, Torreón, Zacatecas…
De acuerdo con su acta de nacimiento, Villa nació el 5 de junio de 1878 y le pusieron por nombre Doroteo Arango Arámbula. Pero en el libro de registro de la parroquia de San Juan del Río se asienta que se le bautizó como José Doroteo, hijo legítimo de Agustín Arango y Micaela Arámbula. El padre, del que se sabe poco, murió pronto o abandonó a la familia, y según el propio Villa, él habría sido, en realidad, hijo de un tal Germán. Una investigación del chihuahuense Rubén Osorio, concluye que fue hijo ilegítimo del hacendado Luis Fermán, pues Micaela trabajó un tiempo en su hacienda como empleada doméstica. Otros aseguran que Villa era de origen colombiano o que tenía ascendencia española. Las hipótesis van y vienen, lo que dificulta, por añadidura, averiguar por qué el joven Doroteo Arango cambió su nombre por el de Pancho Villa. ¿Adoptó el nombre de un famoso bandolero de la época, que murió asesinado? ¿Así se apellidaba su abuelo? ¿Se cambió el nombre para huir de la Justicia?
Huérfanos de padre, Doroteo y sus hermanos se dedicaron al campo. Doroteo era mediero en la hacienda de López Negrete. Se tenía que levantar todos los días a las tres de la mañana, para llegar a la labor a las cinco; la costumbre de madrugar lo acompañaría toda la vida. Un día, al regresar a su casa, encontró a su patrón o al hijo de su patrón (como tantos otros episodios villistas, este tiene varias versiones), que pretendía abusar de su hermana Martina. Doroteo se hizo de una pistola que le prestó un primo y le disparó a Negrete, hiriéndolo en la pierna. Los hombres de Negrete se acercaron carabina en mano, pero el hacendado les gritó: “¡No maten a ese muchacho! ¡Llévenme a mi casa!”
Doroteo huye de la hacienda hacia la Sierra de la Silla. Ahí anda solo por unos días, hasta que se topa con la gavilla del famoso bandolero Ignacio El Tigre Parra y se une a ellos. Se dedicaban al robo de ganado. Ese Tigre Parra fue finalmente perseguido y muerto por el jefe de la Acordada, Octaviano Meraz, pero para entonces Doroteo ya se había separado del grupo.
Alrededor de 1901, lo apresaron por robo en San Juan del Río. Octaviano Meraz fue el encargado de conducirlo a la prisión de Canatlán. En el camino le iban “a dar agua”, es decir, le aplicarían la ley fuga. Pero Meraz, a quien apodaban El León de la Sierra, decidió perdonarle la vida. Veinte años después, Villa fue a la capital de Durango a arreglar un asunto de impuestos con el gobernador del estado. Hospedado en el hotel Roma, hizo que algunos de sus hombres buscaran a Meraz y lo llevaran a entrevistarse con él. Meraz habrá pensado que Villa quería hacerle algún reclamo, pero este lo recibió con un abrazo: quería agradecerle que no lo hubiera matado veinte años atrás.
Villa no fue a la escuela, pero de alguna manera aprendió a leer y escribir. Cuando fue gobernador de Chihuahua fundó alrededor de cincuenta escuelas y años después, retirado de las armas, instaló en la hacienda de Canutillo la escuela General Felipe Ángeles, formada por seis salones de clases. Acabada la Revolución y muerto Pancho Villa en una emboscada, aquella escuela se convirtió en nido de vagabundos y sería destruida. No así el casco de la hacienda, que ahora es un museo.
En entrevista con Regino Hernández Llergo, enviado a Canutillo por El Universal, Villa declaró:
—Desde que caí en Canutillo, una de mis primeras preocupaciones fue la educación de los niños, y sin perder tiempo ordené que antes de lo demás, se comenzara con la construcción de la escuela. ¡Y qué buena me quedó!, ¿verdad? Quiero educar a los niños, para dejarle algo definitivo a mi raza. Así, cuando yo muera, estos ciento veinte muchachos que ahora estudian aquí, cuando sean grandes y gente ilustrada, tendrán un buen recuerdo de Francisco Villa.
Además del casco de la hacienda de Canutillo, está lo que era una iglesia, que Villa convirtió en almacén, y algunas casas. En una de estas últimas vivía Soledad Seáñez, una de las cuatro mujeres con las que Villa tenía tratos amorosos cuando murió asesinado. Las otras tres: Austreberta Rentería, que era su esposa oficial en Canutillo, y que estaba embarazada de nueve meses; Manuela Casas, que vivía en Parral y, también en esa ciudad, una misteriosa mujer a la que llamaban La Charra.
En tres años, Villa convirtió a un sitio que estaba en ruinas en una próspera hacienda agrícola y ganadera. Estaba siempre atento al trabajo de sus hombres, y no dudaba en trepar él mismo a uno de los tractores. También se daba tiempo para leer libros de poesía, a los que se había aficionado. Salvador Díaz Mirón era uno de sus poetas favoritos. También jugaba ajedrez con un médico que iba a visitarlo desde Parral, y pelota vasca.
El día en que lo mataron, el 20 de julio de 1923, Villa venía de la casa de Manuela y se dirigía a Parral. Eran casi las ocho de la mañana. Al pasar por la calle Gabino Barreda, frente a la plaza Benito Juárez —él manejaba—, un grupo de hombres armados salió de dos casas contiguas. Dispararon a quemarropa. El cadáver del general quedó recostado sobre el asiento. Había recibido una lluvia de tiros; una bala expansiva le reventó el corazón. No hubo últimas palabras de Villa; murió instantáneamente. Ahora bien, ¿quién ordenó el asesinato? Hubo varios involucrados, pero las investigaciones apuntan hacia Plutarco Elías Calles y el presidente de la república, Álvaro Obregón.
Tras el ataque de las fuerzas villistas a Columbus, Nuevo México, el 9 de marzo de 1916, el presidente de Estados Unidos, Woodrow Wilson, ordenó al general John J. Pershing que, al frente de 10,000 soldados, pasara a territorio mexicano para perseguir y atrapar a Villa, vivo o muerto. Fue cuando a Villa, en una batalla, le dieron un balazo en la pierna izquierda. Imposibilitado para caminar, pidió a dos de sus hombres que, en una camilla improvisada, lo condujeran a un lugar secreto que él conocía, cerca de la población de San Francisco de Borja, en el estado de Chihuahua. Era la Cueva del Coscomate. Imposible dar con ella si uno no conoce la ubicación, pues hay varios cerros alrededor y unos se parecen a otros. Además, el escondite no puede verse desde abajo. Más que una cueva, es un abra en la formación rocosa de la cima del cerro, en forma de almacén de granos o troje, de ahí su nombre. Aunque no podían verlo, Villa sí veía lo que sucedía abajo. Una vez, pasó una columna flotante de la Expedición Punitiva.
—Pasaron tan cerca —comentó luego Villa—, que hasta aprendí inglés.
Nunca lo encontraron, ni a pie ni a caballo ni utilizando alguno de los aviones que los estadunidenses trajeron consigo. El corrido “La persecución de Villa” da cuenta, en tono humorístico, de aquel episodio. Los gringos no dieron con Villa, pero sí tuvieron enfrentamientos con las fuerzas constitucionalistas, que estuvieron a punto de desencadenar una guerra. El 7 de febrero de 1917, los norteamericanos abandonaron el territorio mexicano.
No hay duda de que Pancho Villa es uno de los personajes más controvertidos de la historia de México, en particular, de la Revolución. En Chihuahua y Durango lo adoran, aunque también hay quienes lo odian. Cien años después de la muerte del Centauro del Norte, sigue siendo válido lo que escribió Rafael F. Muñoz en ¡Vámonos con Pancho Villa!: “Su personalidad es como la proa de un barco: divide el oleaje de las pasiones: o se le odia o se le entrega la voluntad, para no recobrarla nunca.” Chihuahuenses y durangueses se lo disputan, porque Villa, aunque nació en Durango, se sentía también chihuahuense. Unos versos populares dirimen la cuestión: “Doroteo Arango era de Durango;/ Pancho Villa, de Chihuahuilla”.
Frederich Katz, el historiador austriaco, habla de tres leyendas. La leyenda blanca se refiere al Villa que defendió a su hermana, trabajador, benefactor de la gente sin recursos. La negra, del Villa forajido y sanguinario. La épica, describe a Villa como una especie de Robin Hood mexicano, que llevó una vida difícil, robando a los ricos para dar a los pobres. Se han escrito montones de libros y opúsculos a favor y en contra. Unos hablan de sus hazañas, de su poderosa personalidad. Otros, en cambio, de asesinatos y violaciones. Los corridos y las anécdotas mantienen el interés de la gente por el Centauro del Norte, no solo en México sino en el mundo. Como señala Paco Ignacio Taibo II en su biografía narrativa, Villa “es un hombre que contó, y del que contaron, muchas veces sus historias, de tantas y tan variadas maneras que a veces parece imposible desentrañarlas”. Es una figura de fama internacional, en parte por haber sido el único, durante el siglo XX, que se atrevió a atacar a Estados Unidos dentro de su propio territorio. En la Cámara de Diputados de la Ciudad de México, su nombre está grabado en letras de oro.
Villa fue un hombre con una gran capacidad de convocatoria, capaz de reunir, en unas cuantas horas, todo un ejército. Sus hombres, que llegaron a ser más de veinte mil, lo seguían fielmente y estaban dispuestos a dar la vida por él. Como dice el corrido: “Ya llegó, ya está aquí/ Pancho Villa con su gente,/ con sus soldados valientes/ que por él han de morir”.
Cuando Villa hizo un pacto con el gobierno de Adolfo de la Huerta, en Sabinas, Coahuila, para dejar las armas, ofreció una breve conferencia de prensa, rodeado de dos militares gubernamentales. Abrazándolos a ambos, exclamó:
—Ahora los bandidos y los honrados andamos todos revueltos.
Daba por terminada la conferencia, cuando su amigo, el Ingeniero Elías L. Torres, le pidió que dijera algo para su periódico. El ahora ex revolucionario contestó, enfático:
—Dígale a sus lectores que Pancho Villa nunca se rindió.
Entre otras anécdotas, que nos describen a una personalidad de contrastes, y por lo mismo apasionante, se habla de que a Villa le gustaban mucho los caramelos y los helados de fresa. Por otra parte, se señala que era uno de los mejores tiradores de México. Como general, si daba una orden se le obedecía inmediatamente. Se escribe también sobre su lado sentimental. Villa era de lágrima fácil. Se le vio llorar cuando Huerta estuvo a punto de fusilarlo, ante la tumba de Madero, y también cuando le llevaron la noticia de que Rodolfo Fierro se había ahogado en una laguna. Las leyendas persiguen a Villa aun después de su muerte. Otra de sus aficiones, por supuesto, eran los caballos. Tenía varios. El más famoso, gracias a un corrido, es el Siete Leguas, que era una yegua, y que fue escrito por Graciela Olmos, a quien apodaban La Bandida.
Después de ser derrotado por Obregón en Celaya, Pancho Villa anduvo todavía cinco años por Chihuahua, como guerrillero (aunque esta palabra no se usaba en la época). Un día lo veían pasar por un pueblo, casi solo, y dos horas después atacaba una ciudad al frente de doscientos hombres. Pancho Villa estaba en todas partes y en ninguna. Su espíritu siempre inquieto lo llevó a concebir el plan de secuestrar al presidente Venustiano Carranza, en el mismísimo bosque de Chapultepec. Trató de ponerlo en práctica. Envió a dos hombres para que compraran una casa cercana y vigilaran al presidente, cuando este salía a hacer su paseo matutino a caballo. Mientras tanto, Villa con su gente se iba acercando a la Ciudad de México. Pero el territorio estaba infestado de enemigos, y al fin tuvo que desistir de tan descabellado plan y regresar a Chihuahua.
Tres años habían pasado de su asesinato, cuando profanaron la tumba de Villa y le robaron la cabeza. ¿A dónde fue a parar la cabeza de Pancho Villa? ¿La compró una oscura institución estadunidense dedicada a coleccionar cráneos de gente famosa? ¿Está enterrada cerca de Parral? Otra pregunta: tras la profanación, ¿fue cambiado su cadáver a una tumba del mismo panteón de Dolores y ahí sigue? ¿O sus restos, en efecto, son los que están en una de las columnas del Monumento a la Revolución, en la Ciudad de México? (De acuerdo con su viuda Austreberta Rentería, sus restos son los que se hallan en el monumento; así me lo hizo saber su nieto Francisco, quien se lo preguntó.) Como siempre en el caso de Pancho Villa, las versiones abundan, pero es muy complicado averiguar dónde termina la leyenda y empieza la historia o dónde se detiene la historia para dar paso a la leyenda.
Armando Alanís Canales
Escritor, autor, entre otros libros, de 'Las lágrimas del Centauro' (Planeta, 2010).
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