No sabría si hablar de él como un “autor”. No porque no lo sea, ni porque no conozca y recuerde su trabajo mejor que el de incontables plumas admiradas, sino porque llegó a mi vida tan temprano que desde siempre lo hallo familiar, como aquellas canciones de la niñez que todavía hoy te erizan la piel. Poco me interesé en aquel entonces por saber algo más de la mano distante que lo firmaba todo como Quino, si bien ya en los inicios de la adolescencia disfrutaba jugando trivia con Mafalda.
¿Cómo se llama la mamá de Mafalda? Raquel, naturalmente. Manolito, a su vez, se apellida Goreiro y su vehemente antípoda lleva por nombre Susana Clotilde Chirusi. Sabemos asimismo que Miguelito se apellida Pitti, pero ni rastro existe del apelativo familiar de Felipe. Lo busqué alguna vez desesperadamente, en busca de un seudónimo que me representara —como coordinador de un suplemento cultural, no podía cobrar mis colaboraciones— y debí resignarme a elegir “Miguel Pitti”: un crítico de cine demasiado argentino, seguramente soso en comparación con el original. De haber sido Felipe, hasta la fecha seguiría usándolo.
¿Qué tenía ese Felipe de especial? Todo, desde el punto de vista de quien debió pasar la edad enana perseguido por las tareas escolares, intimidado por las niñas lindas, frustrado por los juegos infantiles y para colmo presa recurrente de una imaginación desenfrenada. ¿Quién, sino Felipito —“El Llanero Solterón”, a decir de la infame Susanita, prima lejana de la famosa dominatrix gringa Lucy Van Pelt— pudo romper el lazo identitario que antes de su llegada mantuve con el bobo de Charlie Brown?
Creo haber dejado en paz mis doce volúmenes de Mafalda porque básicamente me los aprendí. Imposible saber la cantidad de veces que fueron y vinieron entre el librero, el baño y la recámara; baste decir que siempre había alguno cerca y a menudo se hacían necesarios, ya fuera por matar el tedio cotidiano o rescatarse de un abatimiento como el de los domingos por la tarde. Había un cierto consuelo en recordar que la infancia y sus penurias nunca acaban de irse y cualquier día terminan por hacerte reír.
Lo que queda, no obstante, es la sonrisa. Ese acto elemental de la inteligencia que es la marca de fábrica de Quino, especialmente en esos otros libros cuyas agudas páginas lo graduaban a uno en quinología. De A mí no me grite a Bien, gracias, ¿y usted? De Hombres de bolsillo a Sí, cariño. De Gente en su sitio a Yo no fui. Pues si el Quino ingenioso y elocuente se movía a sus anchas con las palabras, hay que ver de lo que era capaz el dibujante. Es como si el sufrido papá de Mafalda —hombre bueno y sencillo que jamás logrará vencer a las hormigas ni llegar sin angustias al fin de quincena— fuera el protagonista de los demás libros, donde poca falta hacen las palabras.
A Quino le interesan dos tipos de hombre. Uno es el energúmeno habituado a subirse a las barbas ajenas, el otro es el pequeño héroe cotidiano que ha de sobrevivir a esas y otras calamidades. Nada tan entrañable como aquel hombrecillo que habita una tras otra las páginas de Quino, ya sea porque jamás pierde su candor o porque sabe de su pequeñez y a ella se acoge como un niño indefenso. Recuerdo uno con especial cariño: en una plaza pública se alza una gran estatua con la efigie de un hombre común y corriente, al pie de la cual dice: La ciudad a su fundador. Curiosamente, todas las personas que recorren la plaza tienen la misma cara que el fundador de marras.
Hará unos pocos años que conseguí estrechar la mano de Joaquín Lavado Tejón, con la emoción callada de quien ha consumado una aspiración vieja y casi abandonada. Intenté, yo supongo que como todo el mundo, hablarle de las marcas que me dejó su espléndido trabajo, y como todo el mundo me quedé con la rara sensación de no ser escuchado por aquel hombre tímido y taciturno que parecía pelear consigo mismo para no huir de allí inmediatamente. ¿Quiero decir con esto que quizás el autor carecía de la gracia de sus personajes? Al contrario, era idéntico a más de uno y la gracia era toda de su inteligencia. Si para otros el término “hombrecillo” puede ser denigrante u ofensivo, en el caso de Quino tendría que ser usado con admiración. ¿Qué tienen de especial los próceres mayores, con sus figuras pétreas y venerables, comparados con el gran hombrecillo que nuestro héroe con lápiz tanto homenajeara, acaso ya cansado de personificarlo?
No suele uno citar a gente como Quino entre sus influencias, pero dudo que mi sentido del humor y del mundo fuese el mismo sin tipos como él y Fontanarrosa: dos de los argentinos a los que debo tal cantidad de risas y sonrisas que por mucho que escriba del asunto jamás quedaré a mano. Uno se fue ya trece años atrás, el otro hace tres días, pero de ahí a olvidarlos hay tanta distancia como la que le impide a Susanita entenderse algún día con Manolito. Podría seguir, como hago todavía con un par de amistades al jugar a la trivia con Mafalda, pero es seguro que no acabaría porque estaría hablando ya no tanto de ellos como de mí, que por la intercesión de aquel gran hombrecillo me he engañado creyendo que este mundo era más divertido, agudo y respirable. Y seguiré engañándome, ni más faltaba.
AQ | ÁSS