En medio de una crisis de insomnio, Raúl Rodríguez se halló ante la posibilidad de hacer labor social en reclusorios, asilos e instituciones para enfermos terminales. Lo hizo porque se había convencido de que “conocer el dolor ajeno relativiza tu propio dolor”. Esa experiencia, que inició hace ocho años, se convirtió en un detonante para la escritura de El infierno en doce pasos, novela publicada por Cangrejo Editores.
En clave noir, el autor entrelaza historias cuyo común denominador, dice, es “la capacidad de muchos de sus protagonistas de nacer dos veces, de encontrar en su interior la paz que necesitaban bajo esas circunstancias”.
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—¿Qué te alentó a transformar esa experiencia en una ficción?
Lo que decía Jean Paul Sartre de la literatura comprometida: que el escritor trata de incidir en la realidad a través de su obra. Mi novela es una crónica novelada de cómo puedes, con la autoayuda —entendida como la energía que solamente puede brotar desde el interior del individuo— salir de las adicciones. Muchas veces el adicto sufre de no poder expresar sus emociones y empieza a fugarse compulsivamente en sustancias. La intención es aportar alternativas, luces dentro de toda la oscuridad que estamos viviendo.
—¿Cómo fueron los primeros encuentros?
La primera vez siempre es significativa. Mi primera visita al reclusorio fue traumática, por el peso de la energía estancada ahí. Ahí ves en perspectiva tu situación real. Pude constatar que en México la justicia se compra; eso fue muy dramático. El cien por ciento de la población penitenciaria con la que conviví eran personas de bajos recursos económicos. Mucha gente, incluso, tenía sentencias larguísimas por el mal manejo de los abogados de oficio, por una mala defensa. A la vez fue catártico, porque durante las siguientes semanas pude ver con otro furor mi propia vida.
—Hiciste alusión a la catarsis. ¿De qué manera te transformó la convivencia con aquellas personas?
Mi gran ganancia ha sido poder relativizar las cosas. Alguien decía que la única enfermedad que se cura con el tiempo es la juventud. Hoy he aprendido a poner en perspectiva todo y eso me da más tranquilidad. Al final todo se reduce en convertir tu soledad in solitud. Soledad es sentirse vacío aún estando acompañado; la solitud es un proceso en el que aprendes a acompañarte a ti mismo. Hoy la gente no puede digerir que el confinamiento; hay divorcios, separaciones, violencia intrafamiliar, adicciones, estrés, depresión... No estamos habituados a acompañarnos nosotros mismos.
—¿Por qué elegiste a un periodista como el eje que cruza la novela?
Es la voz omnisciente de la trama. En mi investigación descubrí que en el Porfiriato, un periodista logró que se detuviera un asesino serial de la época, un contemporáneo de Jack el destripador. Incluso mató a más mujeres que Jack. Porfirio Díaz le había conmutado la pena de muerte por reclusión en San Juan de Ulúa; escapó y volvió a asesinar. Un periodista descubrió la verdad, detectó el patrón y gracias a eso lo volvieron a detener. Ese pasaje, narro brevemente en la novela, me pareció muy representativo de lo que el periodismo puede aportar a la sociedad.
ÁSS