Como la conciencia y el lenguaje complejo, imaginar el futuro caracteriza a la especie humana. Nuestra mente es una máquina de deseos, de antojos, de planes, de ansiedad. Uno de los pasos iniciales de la meditación es precisamente cerrar el caudal de los pensamientos para instalarnos en el presente, quien lo haya intentado sabe lo difícil que es; a la menor distracción ya estamos de nuevo anticipando, haciendo suposiciones, tejiendo largas cadenas de especulación.
Mientras escribo este texto pienso en la urgencia de que me conecten el servicio de internet, tengo que arreglar la pata de la mesa que se enchuecó en la mudanza y pedir a la casera que impermeabilice porque ayer cayó tormenta y aparecieron goteras; el campo allá afuera me llama con el pasto cubierto de rocío; la tormenta de ayer derribó cientos de peras en la huerta, tengo que recogerlas para que maduren y poder comerlas, que no se pudran en el suelo. La realidad y el tiempo siguen su curso natural hacia el caos, el ciclo de la vida y la muerte no pide permiso, sólo sucede. Sin embargo, el deseo, la anticipación, la especulación de lo que queremos (comer tarta de pera) y de lo que no queremos es lo que nos permite contener en alguna medida ese flujo implacable para construir un sentido que vaya de acuerdo con nuestra voluntad. Tenemos una relativa capacidad para planear cómo queremos que sea nuestra vida, acompañados de quién, procrear o no, alimentar el cuerpo o dañarlo, edificar el espíritu o perderlo.
Lo cierto es que por muy concretas que sean las acciones a realizar para edificar lo idealizado, el futuro no existe, es una fantasía, “del plato a la boca se cae la sopa”, siempre puede ocurrir algo que desvíe el curso que previmos y es entonces cuando llega la frustración. Entre más fija sea la idea de futuro, es más susceptible de que su realización desempate con lo imaginado. Tenemos que negociar paso a paso con la realidad para ir asentando sobre la marcha, con mucha cautela y con los pies bien puestos en el presente, los bloques del proyecto que imaginamos. Aun así, en ocasiones la realidad nos la juega.
Si el pasado es semejante a un fantasma que se desdibuja conforme desaparece de nuestra memoria, al futuro me lo imagino como un boceto a lápiz donde la ruta trazada va cambiando conforme se adapta a una visión más amplia. A las líneas tenues se le superponen otras, cada vez más firmes, hasta que la tinta del presente llega para marcar la versión definitiva de la realidad. Así, a la vaporosa nostalgia podemos contraponer la metáfora plácida y táctil de “acariciar” una idea; al fantasear vamos dando color, forma y materialidad al futuro que queremos, como en el mito de Pigmalión, que esculpió a la mujer deseada hasta que la escultura cobró vida.
A principios de 2020, a partir de la pandemia, vimos desmoronarse nuestra idea de futuro. Cambió por completo el rumbo, la realidad se desfasó con respecto de lo bocetado por nosotros. La pérdida es incalculable: las vidas que ya no están, las apuestas que se perdieron, el sentido de tantas cosas que cambió de la noche a la mañana. Todavía no hemos terminado de atravesar esta profunda crisis y el trabajo de duelo apenas inicia para algunos. Suele decirse que “la vida sigue”, pero cuando el sentimiento de pérdida nos atraviesa el tiempo parece detenerse, no hay “nueva normalidad” que valga, nos arrasa la fuerza implacable de la vida y la muerte y tiempo.
Pero sucede que la pérdida de sentido nos coloca de nuevo en el presente. Desde aquí podemos inventar nuevas estrategias para sobrevivir, le damos nuevo valor a las cosas, a lo simple, a lo doméstico, al cuidado del cuerpo, a nuestra relación con los que nos rodean. Quizá por ahora sólo puedo arreglar la pata de la mesa o salir a recoger peras verdes, no importa, esos bloques ínfimos de realidad, esas acciones concretas son lo que nos permitirá ir recuperando la capacidad de planear nuestra vida.
AQ | ÁSS