Recuerdos de Miami

Crónica

A pesar de los autos y la gente, cuando se está frente a ese color azul Caribe no hay más que el mar y uno mismo.

Lo mejor fue el solo hecho de cruzar la calle repleta de música y restaurantes y llegar a la hasta entonces invisible playa. (Pixabay)
Guillermo Levine
Ciudad de México /

Abril, 2000

Por fin, después de días de estar trabajando en la oficina sin casi salir desde que llegué hace dos semanas, el sábado y el domingo pude conocer yo solo algo de la zona esta de Miami: súper-impresionante. Como estoy a una hora de la ciudad de Miami, antier fui a conocer los rumbos de Fort Lauderdale, a medio camino. Es una serie de pequeñas ciudades (al estilo gringo y desperdiciando muchísimo terreno) junto a unos canales pegados al mar, aunque el mar no se alcanza a ver, sino sólo una especie de ríos, como si fueran calles anchas. Hay muchos, y casi todas las casas tienen “cocheras” para lanchas de lujo. Se ve tal cantidad de riqueza por tantos kilómetros que incluso llega a asustar. De vez en vez hay acceso a la playa, y hasta me di el lujo de mojarme los pies en el agua azul (y fría), junto a la arena blanca tipo el Caribe. Claro, todo esto después de manejar muchas millas y tirar litros y litros de gasolina al aire, como tantos miles de autos más en el inacabable american way of life que tan caro le sale al planeta... y tan agradable resulta.

Varios de los canales grandes tienen puentes para carros, pero de esos que se levantan, como en las películas: suena una alarma, y el mega puente comienza no tan lentamente a abrirse por el medio para dejar pasar a un barcote de súper-lujo que alegremente viene paseando como si nada. A la siguiente (larga) cuadra, otro hace lo mismo: éste no se abre por el centro y a cambio sube una enorme hoja de cuchillo para partir el aire.

Eso estuvo bonito, pero ayer resultó fantastique: me lancé a medio conocer Miami, para lo cual —claro— es casi una hora de freeway entre miles de carros que quién sabe a dónde van pero que nunca paran, ni de día ni de noche: siempre yendo, el aire acondicionado a todo vapor y sin llegar jamás.

La primera enorme sorpresa es, ya en Miami, ver los barcos más extraordinariamente gigantescos que uno pudiera pensar. De repente, al ir cruzando un súper-puente que lleva a la famosa South Beach, la vista se topa de frente con unos verdaderos condominios flotantes, no tanto al estilo de Y la nave va de Fellini (aquella visión de un increíblemente enorme vapor estilo “Titanic”), sino más bien como modernos edificios de departamentos de lujo de muchos pisos, montados en la parte superior de un barco monumental, más largo que una cuadra y tan ancho y voluminoso que uno apenas puede creerlo, a no ser porque junto a ese hay otro, y otro y otro más. La sensación que producen es de poder absoluto y riqueza y exuberancia extremas y grandilocuentes; parecen de esos súper-millonarios texanos que con un mínimo de elegancia van soltando billetes de cien dólares a su paso, mezclados con el humo del puro y la corte de admiradoras atrás. Casi choco el carrote que traigo rentado (y que consume una cantidad estúpida de gasolina) por la impresión de verlos. Encima de todo, en la parte superior los barcotototes tienen unos como especie de miradores panorámicos circulares: un megaplato de dos o tres pisos lleno de ventanitas para que los honeymooners puedan extasiarse con la vista por arriba de todo y todos los demás, mientras la música suave apenas y se logra escuchar por encima del viento helado que seguramente el aire acondicionado les sopla en la cara, como para impedir que la felicidad se les evapore.

Bueno, luego de esa visión increíble llega uno al art-deco district en pleno: minúsculas calles con edificios de tonos pastel de los años 40, de tres y cuatro pisos, con centenares de cafés y bares y demás lugarcejos para turistas fáciles; sin embargo, todo se nota medio abandonado, como sin decidirse a dejarlo por la paz porque sus tiempos ya pasaron. Uno no acaba de enterarse si todo es de utilería, y al llegar la noche alguien pasa cerrando los lugares y recogiendo y apilando las cosas y los edificitos de colores, como en las casas de muñecas donde se montó una escenografía completa para pasear la imaginación, pero que debemos arrumbar cuando ya es hora de hacer la tarea.

Lo mejor, sin embargo, fue con el solo hecho de cruzar la calle repleta de música y restaurantes y llegar a la hasta entonces invisible playa. ¡Qué playa! Como nunca había yo visto. La mirada se pierde a izquierda y derecha entre inacabable arena blanca y hermosísima agua azul del Caribe, y aunque los kilómetros y kilómetros están repletos de bañistas y de mujeres extraordinarias, y a lo lejos los horizontes llenos de súper-edificios con treinta y cuarenta pisos de departamentos de ultra-lujo hagan saber que no se está solo, extrañamente es un lugar casi íntimo y pacífico, y el mar está exclusivamente para uno, y así también las decenas de magníficos cometas o papalotes de colores que participan en un concurso, haciendo esto aún más fantástico: un enorme pulpo verde se agita en el viento junto a un dinosaurio volador, rodeados por rehiletes gigantes y pequeños murciélagos con largas colas en vuelos de hélices mezcladas con taladros, fiestas, viento y hermosura de colores y sensaciones. Estuve allí como una hora, sin hacer nada y extasiado con tanto.

A media tarde me dirigí entonces a la casa de Elian. Sí, el niño-objeto-rehén ése que lleva varios meses deshecho por la tormenta diplomático-social. Claro que el chilpayate me interesa poco, pero el fenómeno alrededor de él sí que resulta impactante. El periódico local (de un kilo de peso y cientos de páginas y muchas secciones repletas de anuncios e irresistibles y únicas ofertas “once in a lifetime” por ser domingo) traía la dirección de su casa, como invitando a irlo a saludar, y como además yo quería conocer la zona ésa de “Little Havana”, repleta de los alguna vez llamados “gusanos” cubanos, exiliados y antirrevolucionarios, pues como pude llegué, y sin preguntar además, solo guiado por los números de las calles: second north-west street, twenty seven east, third avenue. La zona es pobretonsona, con casitas modestas de un solo piso, del estilo de Pico Boulevard de Nuestra Señora de Los Ángeles. Ya cerca de allí —la calle, claro, se corta y vuelve a reaparecer después de cinco minutos perdidos dando vueltas buscando la punta de la madeja otra vez (¿por qué serán así siempre las calles de las ciudades ¿para qué?)— se ve, se siente, las news están presentes: CNN & Channel Four & decenas de camiones-estación terrena de telecomunicaciones con antenota satelital en el techo y cámaras y reporteros all-around-the-world (NY, Kansas, Massachusetts). Patrullas cerrando el paso. Dejas el auto a cuatro cuadras, en un lote vacío-lleno-de-carros. Caminas. Vendedor de banderas en la esquina: “tré por un peso, mi hermano”. Das la vuelta buscando la calle. Gente. Mucha gente. Al fin. Estás a media calle y las barricadas impiden seguir. Pero allá a media cuadra está Graceland: el tan ansiado número 2951 o algo así prometido por el Miami Herald. “¡Elián no se va; Elián no se va; se va su mamá!” Cientos de personas, aunque menos de las que imaginaste. A los quince minutos heroicamente llegas a la barricada misma, de donde ya no te moverás en la siguiente hora, la mirada puesta en la cercana casita verde con mini-jardín y puerta cerrada. De este lado cubanos vociferantes en mi oído y cigarro encendido: “ese niño es un santo, te lo digooo”; “mira que ese cerdo de Fidel y el Clinton son de porqueríaaaa”; señoras que no paran de hablar con sus desconocidas microvecinas de hombro con hombro y quejarse de lo que le están haciendo a ese pobre niño, que ya debería quedarse en la libertad. Caricaturas de Clinton y Fidel acompañados de la villana por excelencia: Janet Reno, hija (ex)pródiga de Miami. “¡Clinton, cobarde, Miami está que arde!”. Gente repartiendo vasitos con agua ultrapurificada. ¿Quién lo paga? Del otro lado, policías y los tremendamente afortunados vecinos de Eliancito. Platican con nosotros. Atrás de mí afanosamente llega una señora (“soy americana, pero mi eposo é cubano”) cargando un cuadrote con una pintura de la virgen azul hecha por el marido. El comprensivo vecino de Eliancito le dice a través de mi cara: “sweetheart, por favor comprende que ellos no lo podrán recibir; su casa é muy pequeña y ya no cabe tanta cosa, pero lo intentaré”. La maniobra tiene éxito, y a los diez minutos sale uno de los familiares lejanos a agradecerle. Lágrimas de emoción. Anécdotas. Cámaras de televisión. Sale el hermano del tío- abuelo. Conmoción. Viene a agradecer el apoyo recibido y que no dejen de venir porque los necesitamos y Elián no se va, que se vaya su papá. Otro vecino, gordo, desagradable, desfajado, se acerca a platicar. Como me queda a ocho centímetros de distancia puedo admirar una pistolita de oro que trae colgada al cuello. “¡E-lián, E-lián, E-lián!” Himno cubano por séptima vez. Too much for me. Cedo mi preciadísimo lugar después de una hora. Me recuerda aquella vez que en la Plaza de Armas (¡así se llama!) de Guadalajara me pasé TRES horas parado, imposible moverse, esperando a que Fidel se asomara al balcón y saludara a los miles de tapatiotls que lo acechábamos cuando fue la famosísima Primera Cumbre Iberoamericana en 1991. Visión fantasmal y heroica contrastada ahora con los gritos y los autos que pasan sonando el claxon mientras voy buscando mi carro para dejar atrás la Pequeña Habana, entre los tristes recuerdos de cuando estuve en la Habana de verdad y vi el fracaso de la Revolución ante el internet. Triste, todo triste.

Guillermo Levine

fil.tr.int@gmail.com

AQ

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