Escoger un regalo es hacer una declaración de principios, lo que es una de las razones por las que las fiestas de Navidad son un examen de conciencia. Nuestros regalos deben parecerse a nuestros deseos por el otro. Son una confesión.
No es casual que el origen latino de la palabra “regalo” esté ligado a la realeza. Regale donum es un obsequio digno de un rey. La palabra regale se forma a partir de rex o rey, lo que quiere decir que es un obsequio regio, es decir se refiere a un objeto hecho para complacer al rey. La palabra gala viene de la misma familia. Se sabe que los romanos ya hacían regalos en el mes de diciembre, en honor a Saturno, dios agrícola. El cristianismo acogió la costumbre para su propia festividad.
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Uno escoge un regalo pensando en las necesidades del regalado, pero también en los intereses de uno mismo. Hacer un regalo es mostrar la opinión que tenemos del que lo recibe. La ansiedad subyacente es imaginar siempre lo que pensará el regalado del obsequio que recibe. Pero también hay una cultura establecida en contra de hacerlos. En “Instrucciones para dar cuerda a un reloj”, Julio Cortázar afirma que cuando a alguien le regalan un reloj en realidad te regalan “un pequeño infierno florido, una cadena de rosas, un calabozo de aire”, o como afirma luego “te regalan el miedo de perderlo, de que te lo roben, de que se te caiga al suelo y se rompa. Te regalan su marca y la seguridad de que es una marca mejor que las otras”. En el maravilloso “Una memoria de navidad” de Truman Capote los dos papalotes que ascienden al cielo son el emblema de la amistad entre el niño Buddy y su prima, bastante mayor. Hacia el final del relato los dos protagonistas sueltan sus barriletes y sienten “sus tirones de peces celestiales que flotan en el viento”. En la última frase, Buddy a veces mira al cielo buscando “a manera de un par de corazones, dos cometas perdidas que suben corriendo hacia el cielo”.
Tal vez el relato de regalos navideños que más me ha conmovido es el del escritor de Carolina del Norte, O'Henry (el seudónimo era el nombre de un gato, pues se llamaba William Porter). O’Henry, que residió en Honduras y en Texas, tuvo la vida atormentada de un alcohólico, pero escribió uno de los relatos navideños más bellos e inocentes. “El regalo de los reyes magos” (1905) fue redactado bajo presión, durante tres horas, en compañía de una botella entera de whisky. Su prosa sencilla nos muestra a Della, preocupada porque solo tiene un dólar con ochenta y siete centavos, para comprar un regalo de Navidad a su esposo Jim. Entonces decide vender su bien más precioso, su largo pelo marrón, y comprar una cadena para el reloj de oro de su marido. Al hacerle el regalo, descubre que Jim ha vendido su reloj de oro para comprarle unos peines con joyas para alisar su pelo. Los dos regalos son inútiles pero la pareja sabe que se han ofrecido lo más valioso, un sacrificio de lo más preciado que tenían. Según concluye O’Henry, esa es la sabiduría más grande.
AQ